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Carta desde Harlem
Columna
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La religión del cine

La felicidad de los domingos por la noche consiste en apretar botones diminutos, hasta que algo pasa: el proyector se enciende.

Gertrude Stein decía que las personas se civilizan entre los 18 y los 21 años. No sé si yo me he civilizado durante esos, o si jamás me vaya a terminar de civilizar. Pero es cierto que en esos tres años vi más películas de las que he visto en todos los años posteriores. Veía cada una con una devoción que nunca he vuelto a profesarle a la gran pantalla.

Hace un tiempo mi pareja y yo compramos un proyector de cine y un equipo de sonido que rebasan por mucho nuestro nivel de vida y sobre todo nuestra habilidad congénita para manipular gadgets de última tecnología. Sin embargo, la felicidad de los domingos por la noche consiste en conectar cables y apretar botones diminutos, hasta que algo pasa, el proyector se enciende, y la sala de nuestra casa se transmuta en todas esas salas de cine que recogían nuestras tardes desgarbadas de hace varias vidas. Supongo que el cine, que tiene el mismo poder de las religiones para convocar a la gente, nos convierte. Nos convierte al credo de que la vida merece ser contada.

En los últimos meses he vuelto a ver algunas de las películas de entonces. Pero los guiones y escenas que recordaba haber presenciado con la dicha del recién llegado tienen ahora los trazos burdos del lugar común; las actrices en cuyos gestos y conversaciones modelé mi imagen de la feminidad –Monica Vitti, Jeanne Moreau, Jean Seberg, Anna Karina– me parecen ahora figuras remotas, formas huecas. No es que haya descubierto que no eran buenas películas o actrices hermosas; lo son. Tampoco es que tenga ahora un gusto más sofisticado o mayores exigencias; al contrario, me he vuelto más complaciente con casi todo. El problema es otro y me parece que tiene que ver con descubrir, un domingo y en una pantalla, que uno dejó de ser –muy rápido y sin que nadie se lo advirtiera– la persona que era.

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