El registro continuo de la sonrisa
Somos, ante la lente omnipresente, aparatos de producir futuro, de intentar definir nuestro recuerdo


Durante siglos fue un arte para pocos. Después se transformó en una artesanía para muchos que lo hacían cada tanto. Ahora parece ser una tarea de todos, todo el tiempo: posamos, nos ponemos. Es el paso más reciente de la sociedad del espectáculo. Ya no solo miramos sin parar; ahora también tenemos que aprender a mostrarnos. El arte de posar es una novedad de estos años plagados de registro.
Nueve de cada diez personas cargamos todo el tiempo un aparato que registra. Teléfonos, los más. Y, como la máquina crea la función, documentamos sin parar. Dejamos de confiar en nuestros ojos. Así como ya pasamos de usar nuestra memoria –y recurrimos, en cuanto aparece cualquier duda, a esa memoria externa de la cultura actual, la Red en 4G–, tampoco suponemos que tenemos que usar la memoria visual y almacenamos en esos aparatitos las imágenes que alguna vez podríamos querer. Entre ellas, por supuesto, nada más habitual que las caras de los seres queridos y, primero entre pares, querido entre queridos, uno mismo.
–¿Viste la foto que te mandé desde la torre?
Lo primero es hacerse una cara: armar la cara ante el espejo ya de bitios, dibujarse la cara en cada foto
Somos, ante la lente omnipresente, aparatos de producir futuro, de intentar definir nuestro recuerdo. Somos memorialistas persistentes, componiendo el tipo para los que nos verán mañana o –esperamos– dentro de veinte años. Por eso es importante saber cómo mostrarse –cómo ponerse en el recuerdo, qué poses, gestos, muecas adoptar para ser alguna vez mejores que ahora mismo. Ir armando la propia historia que –cada vez más– será visual o no será.
–Uy, has visto al abuelito de tan joven. Si hasta era guapo…
Para eso lo primero es hacerse una cara: armar la cara ante el espejo ya de bitios, dibujarse la cara en cada foto. Aunque es muy fácil que la foto te traicione: que te muestre una cara que habías intentado, tan cuidadosamente, no ver nunca. Pero el intento insiste y la cara buscada, por supuesto, tiene que incluir una sonrisa. El futuro será sonriente o no será. La sonrisa es el mensaje que queremos darle: mirad, amigos –amigos es una palabra muy actual–, lo bien que vivo, o que he vivido.
En nuestra cultura de hedonismo inmediato, la sonrisa es la ganzúa que abre todas las puertas. Darwin creyó que la sonrisa formaba parte de nuestra herencia evolutiva, y que por eso se encuentra en casi todas las culturas. Colegas suyos descubrieron que los primates ya la usaban como una forma de comunicar intenciones pacíficas. Ahora es, en cualquier caso, el signo universal de todo bien, la estoy pasando bien, soy un poco feliz, contigo no hay problema.
Y no tenerla es sospechoso: alguien podría querer saber por qué, así que la ponemos. Con lo cual el signo precede a su significado: no sonreímos porque estemos contentos; sonreímos para que parezca que estamos contentos o sea: para estar contentos. Nunca el género humano ha sonreído tanto ante tan pocas gracias: whisky, tequila, cheese, patatapatatapatata. Las formas de lograr la apariencia de sonrisa se multiplican y confunden.
Hay que posar, hay que mostrar –a los parientes, los amores, los amigos de Facebook, el tiempo y sus edades– lo feliz que es uno. Hay que dejar registro. Solo que, más y más, el registro se hace casi continuo. Quizá lo sea tanto que al fin nos exima de posar, y habremos dado toda la vuelta: de no preocuparnos porque de todos modos nunca nos registraban, pasaremos a no preocuparnos porque siempre. Y los extremos –para volver el viejo dicho– se tocarán y placerán entre sonrisas.
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