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Javier Gomá: “Nuestra época es la mejor de la historia universal”

La pasión por Grecia del director de la Fundación Juan March le llevó a plasmar sus ideas en una tetralogía. Sus reflexiones sobre la ejemplaridad y transparencia, ahora más de actualidad que nunca, suenan familiares para una ciudadanía que ha madurado y que pide cambios. Buen conocedor de la historia, se considera un realista a la hora de echar la vista atrás y valorar el punto en el que nos encontramos.

Jesús Ruiz Mantilla
Gomá: "La biblioteca de mi padre ha sido mi vivero".
Gomá: "La biblioteca de mi padre ha sido mi vivero".Samuel Sánchez

De joven quedó atrapado por los griegos. Tuvo una visión iluminadora que le ha llevado 30 años plasmar en una celebrada tetralogía sobre la ejemplaridad pública. Un concepto que todo el mundo adopta ahora –de reyes a líderes antisistema– sobre el que este autor escurre a conciencia el bulto y se resiste, dice, “a dar certificados”. Javier Gomá practica una filosofía de la vida cotidiana con preguntas que le revolotean sobre su cabeza de antiguo adonis rubio al frente de una fundación de prestigio como la Juan March. Perspicaz y provocador, reivindica la vulgaridad, dándole la vuelta y apuntando con ella como una lanza contra el elitismo. Este ensayista ya maduro y bien armado de argumentos rezuma independencia de juicio, calidad y hondura de criterio junto al entusiasmo que le llevó a completar en cuatro volúmenes –Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo, Ejemplaridad pública y Necesario pero imposible, todos en Taurus– una especie de epifanía adolescente a la que ha dedicado toda una vida.

Si aplicamos a la ejemplaridad un recorrido histórico, ¿en qué medida seríamos los contemporáneos ejemplares para los hombres del pasado? Tengo cierta resistencia a personificar o encarnar el concepto de ejemplaridad. Me piden expedir certificados a todo tipo de personas, países, situaciones. No me gusta ejercer el papel de míster ejemplaridad. Desde el punto de vista filosófico distingo entre ese ideal y la realidad de nuestra experiencia, donde este concepto es utopía irreal. Como horizonte, nunca lo llegas a tocar, nunca quedas a merendar con él, en cambio sí pueden darse personas ejemplares. Me resisto, repito, a expedirla. Además, quien pretenda encarnarla me lleva a la desconfianza, porque me parece que puede tener tendencias totalitarias.

¿Y entonces? Si lo reformulamos y nos preguntamos si existe o no el progreso, ahí diré que durante un tiempo la historia miró al pasado. La idea de lo nuevo se veía como algo negativo, lo bueno había ocurrido antes y lo que había que hacer era imitarlo, reiterarlo…

La rémora de los nostálgicos. La nostalgia de una edad de oro donde lo humano había sido definido como algo completo, y lo nuevo, no anticipado, como desconocido, tenía que ser malo: sospechoso, monstruoso. Ya en el Renacimiento y sobre todo en el siglo XVIII, lo nuevo representa una superación de la beatería del pasado. Y una confianza en el propio tiempo que hace concebir a pensadores de la época como Condorcet o Hegel la idea del progreso. Un movimiento necesario, que obedece a una ley, a una dinámica que explica el curso de la historia y nos va a llevar a un ideal en el futuro. Yo no me muevo ni en lo primero ni en lo segundo. Ni pretendo ser optimista, me califico como un realista al echar la vista atrás y observar empíricamente qué ha ocurrido.

¿Qué nos ha pasado? Es incuestionable que nuestra época, no medida al corto plazo, es la mejor de la historia universal. Tanto por progreso material, si nos fijamos en Occidente, como desde el punto de vista moral. Si nos preguntamos honestamente en qué otra época nos hubiera gustado vivir si fuéramos pobres, estuviéramos enfermos, sufriéramos un handicap, tanto nosotros como nuestros hijos, si fuéramos mujeres, homosexuales, extranjeros, si nos encontráramos presos o nos mostráramos disidentes, todas estas respuestas serían una: ahora, ahora y ahora. Esto quiere decir que, no sin retrocesos, no sin rodeos, Occidente ha experimentado un progreso moral extraordinario. Y cuanto más, por medio de la persuasión de la excelencia, muestra Occidente ese progreso, más lo quieren incorporar en otras partes del mundo.

Con sus excepciones, o si no vaya usted a predicar eso a quienes reclutan fieles para el Estado Islámico. El mundo islámico es hoy más occidental que hace siglos.

Sentí una fascinación sin límites por la Grecia arcaica”

Con sus contradicciones llamativas como las que muestran los voluntarios al decir: “Voy a luchar por Alá, pagan bien y nos dan ropa de marca”. Allí y aquí existen contradicciones. ¿Quiere decir esto que hemos logrado un progreso incuestionable? ¿Aseguramos así que el futuro suponga una misma escala de avances en las siguientes décadas? No, si algo hemos aprendido es que todo lo humano es precario, es reversible, puede desvanecerse.

¿Como bien nos enseña Stefan Zweig en sus memorias, El mundo de ayer, que todo se diluye? Exactamente, que no podemos los ciudadanos pensar que, hagas lo que hagas, las sociedades van a progresar, porque no. No hay conquista que no sea reversible. Si miramos al pasado, hay razones para la confianza y cierta esperanza, pero no hay nada garantizado.

Usted se muestra muy seguro de que esas conquistas de la ciudadanía a lo largo de dos siglos, las conquistas del humanismo, puedan sostenerse con la misma fuerza de principios asentados en la trascendencia o la fe. ¿No es precisamente al contrario? Los dos grandes descubrimientos del hombre en términos morales dentro de nuestra época son la igualdad y la finitud. Por finitud podemos entender la secularización de la sociedad, la desacralización. Es de los grandes progresos de la humanidad en el siglo XX. El fundamento de la convivencia debe residir en acuerdos entre iguales. Son verdades relativas, he defendido el relativismo como algo bello. Solamente si lo consideramos así es susceptible de ser discutible por nosotros. Serían las verdades penúltimas, las verdades últimas se asientan en el corazón, en la esfera íntima de cada ciudadano.

Hablemos de revelaciones, pues. Cuenta usted que una tarde, hace más o menos 30 años, tuvo una especie de iluminación que le llevaría a escribir durante tres décadas su tetralogía de la ejemplaridad. ¿Cómo fue? Digamos que la vida se nos presenta como un puzle de 50 piezas de las cuales tú dispones de 10 y con el resto no sabes qué hacer, no entiendes nada. La filosofía, sostengo, es una vocación literaria. Imagina que de pronto sabes cómo colocar esas 40 piezas descontroladas y obtienes la visión de todo el cuadro. Lo ves: un retrato, un castillo, un río. Cuando tienes la visión, viene la ansiedad. El miedo de que si no le das un soporte, esa visión se va a desvanecer, como todo lo humano, en el río de la vida y no pasará de un flujo psicológico. Necesitas un soporte que le dé orden. Si es un lienzo, eres un pintor; si es una partitura, músico. Si es un texto, eres escritor. Cuando yo tuve esa visión quise reivindicarla dentro de la literatura porque creo que la filosofía es literatura. Y que esas obras deben sobrevivir y hacerse válidas con sucesivos consensos de lectores.

¿Verificarse así? Son visiones del mundo, fecundas, iluminadoras, que te ayudan a vivir mejor. A mí me ocurrió eso, pero no fue una tarde, lo he convertido en materia literaria. Fue un proceso.

Javier Gomá, director de la Fundación Juan March.
Javier Gomá, director de la Fundación Juan March.Samuel Sánchez

Pero un proceso temprano. ¿Qué años tenía? Quince o 16 años. Me ocurrió cuando tuve una fascinación sin límites por la Grecia arcaica. Mi vocación consistía en eso. Solo en eso y no sabes muy bien por qué se activan tus facultades en una sola dirección. Objetivamente es un empobrecimiento de la vida. La vida nos ofrece cien posibilidades y, de todas, yo elegí una. A cambio experimenté una gran concentración de energías. Era una anomalía. A mí me ocurrió y lo vi representado en la Grecia arcaica: un modelo de ejemplaridad, imitación, ideal, en la epopeya homérica, en Heródoto, en las cerámicas, en las estatuas. Dentro del universo de aquella cultura clásica latía una ejemplaridad: normativa, educativa, a través del mito, de la épica, de las narraciones en las que proponían ejemplos que personificaban de lo bueno, lo útil, lo bello. Esa intuición luego me di cuenta que trascendía ese periodo histórico.

Pero usted ¿qué quería ser? Yo no lo sabía.

Luego acabó como letrado del Estado. Una cosa es un proyecto basado en la vocación de un tipo que andaba en el monte como vaca sin cencerro, o sea, yo, a, de pronto, en tres años, conseguir la respetabilidad. Del tú qué estudias y llevarme 20 minutos la explicación ante una chica que me respondía “a mí también me gustan los mitos”, a no tener que añadir nada si decías que estudiabas Derecho en Icade y ya. Pero antes hice Filología Clásica, me pasé seis años de carrera con notas mediocres y uno perdido, preso de una idea que no sabía cómo administrar tras haber experimentado una vocación muy rara, temprana, violenta, rapiñadora que pude madurar tardíamente después. Desde la revelación a esa maduración, la única palabra que encuentro para definir mi vida es ansiedad. Ansiedad por la búsqueda del soporte, la forma que atravesaba todas las disciplinas como un material indomable y que no sabía cómo abordar. Leía en todas las direcciones, siempre he sido muy mal lector.

Lo dudo. Sí, he leído muchísimo, pero no por placer, que es la guía de cualquier buen lector.

O no, la sed de respuestas puede valer como motivación. Bueno, es lo que me decía mi padre: “Tú eres muy mal lector”. Yo me sentía un tanto violador de libros. Cogía a un autor, lo exprimía entero y me quedaba solo con lo que a mí me interesaba.

¿Y quién no? Para eso están. ¿Sí? Pero yo lo hacía de una manera muy descarada, desenvuelta. E instrumentalizando la lectura para ponerla al servicio de mi propia visión.

Cualquier padre que vea a su hijo devorar páginas como lo hacía usted no creo que le tachara de mal lector. Mi padre era notario, ahora jubilado, y su biblioteca ha sido mi maestra. ¿Sabes lo que es terminar un libro a las tres de la madrugada lleno de ansiedad, un libro que te ha abierto la puerta hacia otros tres y encontrarlos también en la misma biblioteca? Eso es muy importante, esa urgencia, ese apremio satisfecho en el momento es muy importante. Fue el vivero. La biblioteca sigue ahí, bueno, sin algún libro que me he llevado. Yo estuve después de la carrera metido de lleno en el estado estético, con un embarazo de 157 semanas que no sabía cómo romper, un estado acentuado por una vocación literaria que es una anomalía adicional.

¿Una rareza andante? Lo compensaba con que siempre he sido una persona autoirónica, con muchos amigos y hermanos muy irónicos también. Convivía entre una tendencia a la seriedad de lo que tenía entre manos y una desacralización de mí mismo.

La biblioteca de mi padre ha sido mi maestra. Fue el vivero”

Eso es sanísimo. Por eso no ha acabado usted de los nervios. Exactamente, el sentido del humor para mí ha sido terapéutico. Y el placer de ciertos caprichos terrenales.

¿De ahí su redefinición de conceptos como la vulgaridad, que usted reivindica? ¡Un respeto para la vulgaridad! Hemos vivido a lo largo de la historia presos de una cultura jerárquica, aristocrática y patriarcal hasta el siglo XX. La realización histórica de la igualdad está desmantelando como un tsunami un tinglado que ha permanecido vigente desde que el hombre es hombre. En nuestra época hemos fundado una civilización democrática a base de acuerdos cambiantes y relativos que desmantela el elitismo aristocrático, una de cuyas expresiones se encuentra en Ortega, que sostiene en La rebelión de las masas que lo único que espera de ellas es docilidad. Obediencia, servidumbre. Él piensa que está proponiendo una idea nueva y no está más que certificando el pasado, una estructura antigua. Sin la visión de que esa masa iba a convertirse en ciudadanía. Cada uno de ellos lleva una célula de ejemplaridad en sí misma.

¿Una masa de individualidades, podríamos decir? No existen masas, existen muchos ciudadanos, es distinto. ¿Qué pasa con la vulgaridad? Es la hija absolutamente innovadora de la libertad individual y la igualdad. Cuando se juntan, su primera manifestación aún no refinada, ni sometida a tratamiento, es la vulgaridad, pero en vez de despreciarla, hay que ver en ella una profunda verdad, una profunda belleza, una justicia que no debemos hacer de menos, sino tratar como materia prima para reformar en dirección hacia la ejemplaridad. Es el hijo feo de dos padres hermosos. Pero no podemos impugnarla, sino reconducirla hacia un ideal.

Por un momento me parecía que estuviera hablando de “la casta”. Yo, ni casta, ni casto.

Ese discurso, ¿no se lo comprarían en Podemos ya? No creo que me compren el hecho de que sostenga que vivimos el mejor momento de la historia universal.

Pero sí que exista un caldo de cultivo mediante el cual pudiéramos llegar a ello.

Pues bienvenidas sean las coincidencias.

Javier Gomá Lanzón

Bilbao, 1965. Gomá es filósofo, ensayista y desde 2003 dirige la Fundación Juan March. Ganador del Premio Nacional de Ensayo por Imitación y experiencia, su primera obra y el comienzo de su tetralogía sobre ejemplaridad pública publicada por Taurus. Estudió Filología Clásica, se doctoró en Filosofía y cursó Derecho. Sacó plaza a letrado del Cuerpo General del Estado con el número uno. Ha sido elegido por Foreign Policy como uno de los 50 personajes más influyentes en el mundo iberoamericano. Contribuye a la divulgación filosófica a través de diversos medios de comunicación y ha publicado artículos y conferencias en volúmenes como Razón portería o Todo a mil (Galaxia Gutenberg).

¿Y está contento con el hecho de que en los discursos del anterior rey se utilizara su teoría de la ejemplaridad? Lo vivo con atención. El rey Juan Carlos utilizó eso para establecer distancias con su yerno. Unos meses después mata un elefante en una cacería. El concepto de ejemplaridad se vuelve contra él como un bumerán en su propio cogote. ¿Qué nos muestra aquello? No había cometido ninguna ilegalidad y correspondía a su esfera privada; sin embargo, la ciudadanía se levanta con una opinión uniforme en contra de esa actitud de una manera tan fuerte que acaba pidiendo disculpas. ¿Por qué? Porque existía una demanda tan fuerte que le recordaba que su comportamiento afectaba a la sociedad ya que la monarquía es fuente de moralización colectiva. No admite su vida esa división en esfera pública y privada. Existen cosas que se sienten como verdaderas sin que se puedan codificar: lo recto, lo justo, lo decente, aunque no sepamos definirlo en una ley, sí sabemos reconocerlo perfectamente cuando se da ante nuestros ojos. 

Defiende usted que en el caso de la monarquía, la ejemplaridad es un fin en sí mismo. Si no se da, en nuestra época, ¿carece totalmente de sentido esa institución? Así es y así lo defiendo en el libro. Su único valor es simbólico. Si no, su banalidad vacía el trono. Lo defiendo de manera muy rotunda.

¿No le extraña un poco que a figuras con tan poca vocación para la ejemplaridad se les llene la boca con ella? Su libro provocó una especie de epidemia que afectaba desde a Rajoy, previamente al caso Bárcenas, hasta a los sindicatos. Tiene su peligro. Me he tirado tres décadas tratando de plasmar aquella visión. No he tenido más fidelidad que esa, ni he pertenecido a grupo político alguno, ni social, aunque he tenido permanentes ofertas. Defiendo mi derecho a escurrir el bulto permanentemente sin otra fidelidad que la de mi vocación literaria, que también es cívica. Saco el comodín y lo esgrimo, salvo en los libros, donde está todo, sin acudir a la actualidad. Establezco principios generales, quien los quiera aplicar a la actualidad, que no a la realidad, que lo haga.

¿Qué diferencia hay? La actualidad se rige por la ley del amigo-enemigo. Esta se explica por una fidelidad al grupo, a los partidarios, sus clanes, y odio al resto. Yo rehúyo eso porque normalmente no me piden mi opinión, sino mi posición y militancia en según qué barricada. He pretendido escribir cuatro libros transversales que trasciendan eso. No aspiro a ocupar ningún poder ni que mis ideas se instrumentalicen para ello. Ojalá mis planteamientos duren años y lleguen a la posteridad. Por otra parte, me satisface ver que todo el mundo utiliza el concepto de ejemplaridad: los sistema, los antisistema, nacionalistas, centralistas, la Casa Real, los sindicatos… He colaborado a eso, precisamente escurriendo el bulto.

En las figuras de Aquiles o el galileo usted no escurre el bulto. Pero en el caso del segundo, Jesús de Nazaret, el super­ejemplo como dice usted, ¿podemos fiarnos plenamente de que sus acciones milagrosas no sean más que mera ficción literaria? Todo lo que queda como dogma de fe, dice el cardenal Newman, a quien usted cita en Necesario pero imposible, pertenece al secreto. ¿Será una treta para enmascarar la ficción? Antes del romanticismo, la literatura tenía su propia verdad. En las epopeyas de Homero encontramos una ética, una estética, una política.

La Ilíada puede servir como una Biblia laica para cualquiera de nosotros. Eso es. A través de ejemplos. Un cosmos con narraciones ejemplares que existieron, que tuvieron base real. Los Evangelios tienen una base legendaria, obvio. Lo que no me interesa es cómo las instituciones lo instrumentalizan.

¿Para preservar su poder? Eso ya es sociología de la religión, que no me interesa; efectivamente existe una manera de dominación a través de ello. Es un temazo, pero no el mío. Mi óptica es existencial. El patriotismo y la religión ya no funcionan en las sociedades secularizadas. Me preocupa que nos armemos de costumbres democráticas efectivas. No podemos utilizar como elemento unificador solo la ley y una adhesión tácita al sistema. No hemos sido capaces aún de armar esas costumbres democráticas. Elegir lo bueno y lo cívico sin que sea necesario que la ley castigue. Por estilo, por decencia, por respeto.

¿Y la rabia? ¿No sería también un motor para demandar esa ejemplaridad pública? ¿Está ocurriendo eso? También. Lo que sucede es que somos un pueblo que ha accedido a la modernidad muy tarde. La Guerra Civil ocurre, entre otras cosas, por no existir una clase media. Dice Locke: “Primero propiedad y después libertad”. Tuvimos un seiscientos y después llegó la transición política.

Le oí decir a José Guirao que pasamos directamente a la posmodernidad sin haber transitado por la modernidad. ¿Lo corrobora? Algo así nos ha pasado. La Transición nos constituye por primera vez en un Estado contemporáneo. La dictadura era un sistema de corrupción institucionalizada y estructural, absolutamente elitista, oligárquica. En el tiempo presente ocurre algo muy importante: la demanda de ­transparencia, vivimos en una sociedad mucho más abierta, más madura. Eso unido a la esencia igualitaria y a la libertad, combinadas las tres cosas, encontramos explicación a una demanda hegemónica de la sociedad española. Una demanda de ejemplaridad: quien no lo vea así, tiene un problema. Y gordo.

¿Por qué una demanda tan natural genera tantas resistencias en quienes tienen por ahora el poder? Esta sociedad es mucho más abierta. Ya no se puede implantar ninguna acción con el paternalismo de antaño. Eso es un signo más de progreso moral, aunque rechine todo el maderamen del barco. Es salud democrática, calidad democrática. El principio de autoridad además ha sido sustituido por el de aceptación y consenso, vales lo que generan tus ideas, no lo que simbólicamente te atribuyes por tu posición de representante de una institución.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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