Solicito tu amistad
En la caricia no encuentras piel, sino polímero: esperas algún lunar que te entorpezca, el vello más o menos árido, nunca la imitación de la piel y el lunar y el vello en la resina. Le conociste gracias a una aplicación —Match, Tinder, a saber— en la que introdujiste tus deseos: el sexo, la edad, la ciudad —no más de tres o cuatro horas en un vuelo barato—, tus intereses en el perfil de Facebook. Lo hiciste porque lo hacían todos los demás.
El código programado por un adolescente en su dormitorio en los suburbios —a finales de año se mudará a una oficina diáfana al oeste para programar más códigos que te conocerán el año próximo— rastreó a los usuarios que cumplían tus requisitos: ocultaste a dos por su foto de perfil, no demasiado favorecedora, sin un triste filtro; descartaste a un tercero porque olía a datos falsos; al resto los capturaste con tu smartphone y enviaste las imágenes a un grupo de WhatsApp. Opinaron sobre ellos tu amiga de la infancia, esa con quien charlas cada semana por Skype, y el amigo del alma conocido en Myspace o Fotolog, y que ahora te acompaña en Instagram, y otros 20 o 30 conocidos aquí y conocidos allá a quienes informas en Swarm de cada paso.
Alguien, imperial, recurrió al emoji del pulgar señalando la arena; no recuerdas quién, por falta de tiempo, prefirió enviar un mensaje de voz de unos pocos segundos. Te convencieron. Pulsaste la opción verde junto a una fotografía y el intercambio de mensajes te sonaba a la metodología de años atrás, cuando alguien en Twitter saltó del fav a los mensajes directos con enlaces intensísimos a YouTube: una canción de un grupo extraño, un gif muy divertido. De la desvirtualización —la RAE no la admite todavía— conservas un raro olor a talco, como fuera del tiempo.
Cuando propusiste veros, al enésimo ping, te preguntó dónde vivías. Describiste el camino de la estación a tu portal, la línea de autobús —aquí no entraban los posibles rostros de las posibles vecinas con las que compartiría viaje—, enviaste las indicaciones de Google Maps y alguna imagen para que reconociera la frutería junto a la parada, la óptica de la esquina. Te sentaste a esperar, traduciendo las pistas junto al camino, igual que las miguitas de pan de los relatos: un selfie en el vagón cafetería, un tip cerca de casa en Foursquare. Una mañana el timbre de repente y de repente una estructura del tamaño del portátil, una araña con patas levísimas, que depositas en el suelo con cuidado. Al pulsar una tecla, como al principio la señal verde que inició la relación, la máquina se enciende; traza parsimoniosa los dedos de los pies, el talón, las rodillas, el vientre abultado, las manos delgadas, de ahí al cuello y de ahí al rostro. Tumbado el cuerpo en el salón, el olor todavía a plástico formándose, abre una ventana de chat en la tableta: ahí me tienes.
Elena Medel (Córdoba, 1985) es escritora. Su libro más reciente es Chatterton (Visor, 2014), Premio Fundación Loewe a la Creación Joven.
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