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Menos calcular y más pensar

Nos pasamos el día echando cuentas. Vivimos instalados en buscar resultados. Hay que discernir, convertir la experiencia en sabiduría para encontrar calma y belleza.

Ilustración de Anna Parini

Durante el examen de Selectividad de este año se produjo una situación curiosa: algunos alumnos pusieron el grito en el cielo ante uno de los problemas que planteaba la prueba de matemáticas, cuya resolución podía ser simple o compleja. La mayoría eligió el camino más complicado, lo que ocasionó que les bajara algo la nota aunque la mayoría aprobara finalmente. Una maestra, acertadamente, dio en el clavo. El problema no era el examen sino los cálculos que se suelen hacer antes de la prueba, lo que convierte la Selectividad en pura estrategia resultadista. Al fallarles los planes a los alumnos, la maestra añadió: “¡Menos calcular y más pensar!”.

Es una evidencia que hoy vivimos instalados en la sociedad del resultadismo, es decir, la vida se ve reducida al resultado, al cálculo, a las medidas, las proporciones, la cantidad o la estadística. La felicidad y el sentido existencial dependen de lograr los resultados calculados, sobre la base del beneficio propio. Piénselo usted, por un momento. ¿En qué se pasa el día calculando? ¿Dónde echa más sumas y restas, hipoteca al margen?

Por supuesto que, en una sociedad que permanece instalada en crisis consecutivas, uno se ve obligado a hacer muchos números para llegar a fin de mes. No es de esos cálcu­los de los que vamos a reflexionar, sino de aquellos otros que convierten la vida en mera especulación, en la obsesión por el control y el beneficio propio. Si una persona quiere permanecer en un estado de puro egocentrismo, seguro que habrá desarrollado el arte de calcularlo todo, no fuera que por debilidad emocional se viera obligada a esforzarse y a tener que salir de sí misma.

Aprender sin reflexionar es malgastar la energía” Confucio

La experiencia de esos jóvenes en la Selectividad nos da algunas pistas. La primera es el valor que se le dan a los estudios en concreto, y al conocimiento en general. Salvo excepciones, no existe amor por conocer, curiosidad por aprender o apertura a experimentar, sino mera superación de pruebas. Para ello es suficiente con saber lo justo para aprobar. Calcular preguntas, saberse las respuestas y después olvidarlo todo. Prima el resultado, no el conocimiento. Vale el cómputo final y no el proceso.

Esa forma de proceder no es una moda estudiantil, sino consecuencia de una cultura reciente que se ha basado en la inmediatez, el desprecio al esfuerzo, la falta de autodisciplina y la intolerancia a cualquier tipo de frustración. Para colmo, se ha instalado en el imaginario social la poca practicidad de las ciencias humanas, y los múltiples réditos futuros que se esconden tras las tecnologías. Consultados nuestros jóvenes ciudadanos, la mayoría prefiere ser funcionario o, en segundas nupcias, trabajar en cualquier disciplina biotecnológica o en la empresa privada. Ya no interesa tanto la educación (cuyo origen etimológico es educere, hacer salir), sino el cálculo avispado hacia el máximo beneficio al menor esfuerzo.

Para conectarnos

LIBROS
Del tener al ser
Erich Fromm (Paidós)

Adiós a la universidad
Jordi Llovet (Galaxia Gutenberg)


PELÍCULAS
El lobo de Wall Street
Martin Scorsese

Descubriendo a Forrester
Gus Van Sant

También la psicología sufre de alguna manera esta visión coyuntural. Las personas que se acercan a las consultas no están dispuestas a mantener un proceso terapéutico. Exigen soluciones rápidas, prácticas y que no requieran demasiados cambios y esfuerzos. Al final la solución la encuentran en algún fármaco que adormezca el problema y a seguir para adelante. Mandan los resultados. Pensar en la vida y en cómo se vive es perder el tiempo, hacer entelequias, algo muy agotador y poco productivo.

Para los calculadores, la vida especulativa empieza con preguntas poco filosóficas, del tipo: ¿y esto para qué sirve, o para qué me servirá? ¿Qué sacaré con eso? ¿Cuánto me va a costar? ¿Qué puedo ganar y qué puedo perder? La visión tiene poco de hondura y mucho de extensión. Es pura practicidad al servicio de los resultados. Es una manera de mirar hacia otro lado cuando emerge el viejo dilema de si el fin justifica los medios.

No hay nada malo en querer resultados beneficiosos, faltaría más. No podemos desear nada mejor que la máxima plenitud para nosotros, para los nuestros y para el mundo en su conjunto. Para los especuladores, el credo se basa en el beneficio propio por encima de todas las cosas. Así, forma y fondo, medios y fines, se aúnan con un solo propósito: darle vida a la ambición personal y al logro sin miramientos, como en las burbujas especulativas, que lo único que han logrado es que las ganancias sean privadas y las pérdidas públicas.

Todo hombre tiene su precio, lo que hace
falta es saber cuál es” Joseph Fouché

Obviamente, no se trata de demonizar la capacidad de calcular, sino su uso especulativo al servicio solo del resultado. Es creer que a la postre solo somos valorados y amados por nuestros éxitos, por lo que conseguimos, amasamos o contabilizamos. El caso es pasar cuentas al final y poder presumir de lo mucho que se tiene, de lo listillo que se ha sido haciendo cálculos y de cómo se han sabido aprovechar astutamente las ocasiones. ¿Extraña que nademos entre tanta corrupción?

El vivir no entiende de tantos cálculos. Entre otras cosas porque nadie sabe lo que sucederá y porque somos más hijos de las contingencias que de los grandes propósitos. El único cálculo posible en la vida es la muerte. Y por ahí empezamos a entender por qué tantas personas necesitan echar cuentas. A sabiendas de que no se podrán llevar nada al más allá, al menos en el más acá que nadie les quite lo bailado.

Cuando el vivir se basa en la mera compensación; en procurar que la balanza se incline siempre a favor; en pasarse las horas del trabajo calculando la llegada de las próximas vacaciones; en tratar las relaciones como si fuesen inversiones; en hacer cálculos electorales, en lugar de gestionar los problemas de los ciudadanos… Si el vivir se convierte en un libro de contabilidad, el materialismo más despiadado habrá logrado su propósito. Erich Fromm, uno de los padres de la psicología humanista, alumbró al mundo con el tratado a través del cual discernía entre el “ser” y el “tener”. Ya entonces nos advirtió sobre el peligro que podría suponer para el futuro que los hombres se conviertan en robots. A menudo, entre tanta tecnología y tanto cálculo parece inevitable un destino desalmado.

Pensar es como vivir dos veces” Cicerón

No obstante, aún nos asiste la facultad de discernir. La maestra tenía razón: “Menos calcular y más pensar”. Necesitamos más espacios de reflexión, paciente y dialógica, en lugar de ese resultadismo en el que vivimos instalados, volátil, vacío y deshumanizado. No solo se trata del gozo intelectual. También consiste en el arte de meditar la vida, de convertir la experiencia en sabiduría. Se trata de abandonarse, algunas veces, al discurrir propio de las aguas de la vida. ¿Sirve de algo empujar el río?

Pitágoras fue un gran sabio aritmético, hasta el punto de descubrirnos su famoso teorema. Sin embargo, fue a la vez un mago, chamán y creador de su propia hermandad en la que discernieron sobre el alma, la naturaleza matemática de la realidad y la vida espiritual. El cálculo no está reñido con la trascendencia, como demostró el filósofo. Al contrario, es un instrumento necesario. En cambio, se torna un peligro en la mente de aquellos cuyo afán de surfear por la vida no les permite encontrar la calma y la belleza de las profundidades.

Cuando todo se rige por el resultado, se pierden los matices, el proceso, el viaje, la motivación profunda. Fluyendo se logran los mejores resultados. Angustiados, solo encontramos justificación en grandes compensaciones, que duran poco y esclavizan a ir detrás de la ilusión de la zanahoria. La vida es lo que pasa mientras hacemos cálculos. Que el contar no nos haga perder el vivir. Porque la vida se vive, no se cuenta.

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