A salvo del español de aeropuerto
La mayor renovación lingüística del siglo XX vino de América. Nuestros Walcott o Coetzee fueron Borges y García Márquez
Ser inglés hoy es más una cuestión de lenguaje que otra cosa. Un lenguaje que adoro y quiero mantener a salvo, sobre todo de americanismos. No es que esté en desacuerdo con todas las influencias, tuvimos muchas que llegaron de India y lo enriquecieron; el problema con el inglés de Estados Unidos es que lo empobrece, y no quiero que nos convirtamos en una ínfima versión suya”. Así de contundente se mostraba el pasado 9 de noviembre en estas mismas páginas el escritor británico Julian Barnes en una entrevista con Jesús Ruiz Mantilla. Puede que la contundencia viniera de que la charla se celebró en Bilbao, pero resulta difícil imaginar a un autor español haciendo una declaración similar. Primero, porque ser español (sea eso lo que sea) no es hoy una cuestión de idioma: hay muchos españoles cuya lengua materna no es el castellano. Segundo, porque con eso que cancilleres y locutores llaman la lengua de Cervantes se ha producido, en todo caso, el fenómeno contrario al descrito por Barnes.
Solo los patriotas de vuelo gallináceo y los que ignoran que incluso la palabra “español” fue un extranjerismo de origen provenzal dudan de que la mayor renovación lingüística del siglo XX vino de América. Tal vez no exista el español de aeropuerto como existe el inglés de aeropuerto, pero existe el español-de-rueda-de-prensa-de-partido-político, omnipresente en los medios y cercano al grado cero de la elocuencia. Sin olvidar que la obra del nicaragüense Rubén Darío fue un terremoto cuya intensidad sigue registrando réplicas, es posible que nuestros Naipaul, Walcott o Coetzee hayan sido gente como Rulfo, Borges o García Márquez, a los que ningún lector de Sevilla o de Valladolid consideraría ajenos a su tradición. No se trata, por supuesto, de rendirse a un supuesto exotismo léxico –¿por qué iba a ser más exótico llamar con un argentinismo (Cholo) a Simeone que a Villa con un asturianismo (Guaje)?–, sino de reconocer la riqueza expresiva del español de América. En los anales del periodismo deportivo está la tarde en que el argentino Héctor Cúper, en sus días de entrenador del Valencia, usó en la misma frase las palabras “rigor” y “vigor”.
Los literatos, los inmigrantes, los actores de culebrón y los futbolistas –aceptemos que la locuacidad de Valdano compensa el laconismo de Messi–volvieron natural lo que durante décadas fue un artificio.
Puede que La catira, aquella novela venezolana que Camilo José Cela escribió en 1995 por encargo del dictador Marcos Pérez Jiménez, fuera el punto culminante de esa tendencia folclórica. Para comprobar hoy en la literatura española los efectos benéficos de la promiscuidad lingüística, basta leer los parlamentos de Liliana en la novela En la orilla, con la que Rafael Chirbes ganó hace unas semanas el Nacional de Literatura. La historia de nuestra burbuja económica sería distinta sin las razones de esa colombiana tan de ficción que parece real.
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