Hasta cuándo esperan los libros
Al leer todo seguido sobre esos libros jaleados y encumbrados, que no obstante es como si no existieran, uno se pregunta por qué escribimos tanto
Algunos agostos aprovecho para echar un vistazo a los numerosos Babelias –suplemento cultural de este periódico– que durante el resto del año no he tenido tiempo de leer, ni de hojear siquiera. Como no descarto hallar algo interesante en ellos, los aparto para mejor ocasión, ahora llegada. Todos sabemos que la lectura de diarios atrasados provoca melancolía. Cuán grave parecía tal noticia en el momento de producirse, pensamos, y al poco se quedó en nada, una gran falsa alarma. O bien: nada ha cambiado, los políticos –sobre todo ellos– siguen hoy exactamente igual que hace un año, con sus sandeces, sus falacias, sus frases inconexas y vacuas, sus minúsculas querellas que a casi nadie importan pero a las que la prensa presta atención desmesurada. O bien: qué ingenuos y optimistas fuimos, al creer que tal o cual cuestión estaba ya arreglada o amansada, y ahora está más virulenta que nunca. O bien (lo más evidente): qué nuevo era esto o aquello, y qué viejo se ha hecho en muy poco tiempo. Qué novedosos resultaron Obama o Francisco I, y cuán velozmente nos saturamos de ellos; la anhelada independencia de Cataluña se ha convertido en asunto vetusto, como las ya descoloridas y casi raídas esteladas que proliferaron en los balcones en 2012: si algún día se alcanza esa independencia, parecerá un hecho anacrónico, anticuado, y es probable que la población lo acoja con indiferencia, si es que no con cansancio. Hasta Felipe VI empieza a semejar rutinario, y en breve lo será Pedro Sánchez, flamante secretario general del PSOE.
Un suplemento literario, sin embargo, debería estar más a salvo de la fugacidad y del rápido envejecimiento de cuanto acontece. Los libros siempre esperan, suelo decir a los lectores que se “disculpan” por no haber leído “todavía” tal o cual novela mía; los libros son pacientes y están acostumbrados a aguardar su turno, que a veces llega al cabo de décadas y a veces no llega nunca. Así solía ser tradicionalmente, pero quizá ya no. Uno va mirando las críticas que aparecieron hace seis o doce o más meses. Lamento decir que la mayoría no son en sí mismas atractivas: en poquísimas hay una idea, o una consideración llamativa sobre algún aspecto literario o sobre la literatura en su conjunto. Tampoco logran invitar a asomarse a las obras objeto de su comentario. En este agosto de Babelias esperaba elaborar una nutrida lista de títulos que me hubieran pasado inadvertidos o de cuya existencia no me hubiera enterado. Lo cierto es que no he anotado ni uno. Apenas ha habido reseñas (con excepción de las que escribía Guelbenzu acaso, pero él hablaba casi siempre de obras traducidas y más bien clásicas que ya conocía; con la de algunas de Manguel y quizá de alguien más) que me hayan incitado a salir corriendo a la librería, sólo fuera por la curiosidad despertada. Los apabullantes elogios que han recibido demasiadas novelas, poemarios y ensayos me han producido un efecto anestesiante, por sonarme a maquinales, o a “obligados”, o a insinceros, o a gratuitos, o a convenientes. Alabanzas sin alma, por decirlo de manera cursi; palabras apasionadas escritas sin pasión reconocible, como si nos hubiéramos acostumbrado en exceso a manejar sólo envoltorios.
Sólo los exaltadores críticos han visto su importancia, y sus consejos han caído en el vacío
En esos Babelias ya viejos veo una desproporcionada atención a lo que viene de las dos principales Américas, la de nuestra lengua y la anglosajona. En lo que respecta a la primera, da la impresión de que haya un voluntarismo rayano en la adulación, como si fuera forzoso insistir en que hay cien “genios” en México, en la Argentina, en Colombia, en el Perú, en Chile, en cada país de habla española. Y no hay ni nunca ha habido cien genios a la vez, ni siquiera en el mundo entero. En cuanto a lo procedente de los Estados Unidos, se trata casi todo ello con una especie de beatería, o de provincial papanatismo, cuando la literatura de ese país (con sus salvedades) lleva decenios alumbrando a menudo obras parecidas entre sí, repetitivas, casi clónicas. Anticuadas para mi gusto, y sin embargo saludadas una y otra vez como lo más innovador del planeta. Los genios estadounidenses no son cien, sino mil por lo menos. Lo más desasosegante de este repaso es comprobar qué se ha hecho de todas esas obras maestras al cabo de unos meses. La inmensa mayoría ha pasado sin pena ni gloria; sólo los exaltadores críticos han visto su importancia, y sus consejos han caído en el vacío para la población lectora. Ni siquiera da la impresión de que esos libros esperen, como lo hacían antaño todos. Más bien parece que la oportunidad se les haya pasado, para siempre. O hasta que una película de éxito basada en ellos vuelva a señalarlos, pero contar con eso es como jugar a la lotería. Al leer todo seguido sobre esos libros jaleados y encumbrados, que no obstante es como si no existieran, uno se pregunta por qué escribimos tantos y no puede por menos de acordarse de los casos contrarios: de Moby-Dick, por ejemplo, se imprimieron menos de tres mil ejemplares en 1851, y a la muerte de Melville, en 1891, era un título inencontrable, al que gran parte de la crítica había puesto verde. Casos como el suyo son la única esperanza inútil a la que nos podemos aferrar los que hoy escribimos: a que un día un libro logre elevarse por encima de la confusión de denuestos y elogios y del magma siempre creciente. Lo malo es que, si se produce, no lo veremos ni sabremos, como no lo vio ni supo Melville con su enorme ballena blanca. elpaissemanal@elpais.es
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