Sociología de las ‘chuches’
El chef vasco Andoni Luis Aduriz impulsa 'The Candy Project', sobre el análisis del consumo de gominolas en el mundo
Las chucherías como premio, como producto globalizado y consumido de forma irresponsable y masiva o como elemento intrínseco a una cultura. El chef vasco Andoni Luis Aduriz, el cerebro detrás del restuarante Mugaritz, con dos estrellas Michelin, y su equipo lleva dos años fotografiando y clasificando caramelos, ositos de goma, regalices o cualquier otro producto considerado chuchería. Atesoran “miles” de imágenes, tomadas alrededor del mundo, un archivo que no es más que el germen de The Candy Project, un proyecto sociológico con el que el cocinero y el sociólogo Iñaki Martínez de Albéniz, profesor en la Universidad del País Vasco (UPV), se han propuesto ahora desmenuzar el consumo de dulces, las costumbres, sabores y tipos, el valor o significado de un caramelo en función del país y del tiempo.
La idea comenzó a rondarle a Aduriz cuando de visita en el extranjero reparó en que las chucherías, aunque “elemento casi marginal en el mundo de la gastronomía”, todavía conservan en algunos lugares características propias de cada cultura. “En México, hay caramelos picantes, en Asia, algunos tienen sabores de fermentos, de pescados fermentados, algo muy característico de sus cocinas. Estamos en un momento fronterizo, todavía están los caramelos con un valor de premio, como los conocieron nuestros padres y abuelos, una concepción que convive con algo que ahora es mucho más sofisticado”, explica el cocinero.
Premios que hace años se daban a los niños cuando se portaban bien y que ahora muchos consumen todos los días. Dulces para algunos y salados para otros. “Por ejemplo, en Japón, cuando hemos hablado con gente de unos 70 años, nos han dicho que a ellos, de pequeños, les daban un pescaíto salado, en otros lugares ha sido una zanahoria, o una fruta, en otros lugares era una pasa…”, enumera Aduriz, que contrapone la imagen con la que actualmente reina en el país asiático, uno de los lugares en el que mayor grado de sofisticación han alcanzado los dulces, desde el punto de vista del envoltorio, los sabores, las texturas…
Y así, además de rescatar a través de testimonios un pequeño mapa de las diversas culturas representadas a través de sus chucherías, el estudio, en el que también colaboran la Universidad de Ciencias Gastronómicas de Polenza, en Italia, y la red internacional Slow Food, también se propone analizar otros muchos factores. “Los niños”, continua Aduriz, “comienzan y aprenden a gestionar el dinero comprando chucherías, tienen relación con muchos elementos del ámbito social a través de estos productos”. Y los dulces además reflejan “las tensiones que se viven en otros ámbitos de la alimentación”.
Hay caramelos que se venden en farmacias, otros de comercio justo, otros con mensaje político, como “las pastillas contra el dolor ajeno”, y muchos que responden a un fenómeno absolutamente globalizado. El cocinero rescata uno de sus dichos preferidos: “Una sociedad come como es”, con lo que, en uno de sus viajes no le extrañó encontrar en Estados Unidos un oso de goma de cinco kilos, o en otros, caramelos “que rozan lo pornográfico”, destinados para adultos. Un mercado, el de las chucherías, que puede mover tanto dinero como determinados sectores energéticos, defiende el cocinero.
Aduriz y Martínez de Albéniz se han fijado un plazo de un año para recopilar información, una tarea en la que contarán con la colaboración de Slow Food, presente en 150 países y en la que se reúnen cocineros, productores, distribuidores y periodistas, y que recopilará datos sobre la idiosincrasia de los caramelos en cada lugar. Luego llegará el análisis de la información y como ambiciosa meta, intentar modificar el consumo abusivo de chucherías, concienciar, abrir una reflexión. “Es un estudio positivo, no se trata ni de criticar a padres, ni a la industria. Pero, ¿y si soñamos con que las chucherías pueden ser saludables, que pueden ser un mecanismo para la consolidación del gusto o de los buenos hábitos?, ¿por qué no?”, se pregunta Aduriz, con un hijo de cuatro años, al que de vez en cuando, como premio daba una pasa, hasta que un día en el parque el niño le dijo que prefería lo que comían los otros.
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