_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Europa ante su 98

El auge de los independentismos es en parte producto de la globalización

La posibilidad de que Escocia vote sí a la independencia tiene perplejos a los mercados financieros. Quizás nadie como David Folkerts-Landau, economista jefe y consejero del Deutsche Bank, haya acertado a describir esa confusión. El hecho de que alguien esté dispuesto a abandonar una unión económica y política de tanto éxito como Reino Unido —una unión que muchos en Europa buscan desesperadamente emular— para enfrentarse solo a un mundo inseguro, geopolíticamente inestable y en un entorno económico y financiero sumamente estresado, le resulta incomprensible. Huelga añadir que esa perplejidad se extiende en mi caso a Cataluña.

Detrás de esta aventura hay razones culturales, históricas y sobre todo emocionales. Pero todas ellas estaban presentes hace mucho tiempo, por lo que la pregunta relevante es, ¿por qué ahora? No puede ser casual que el auge del independentismo coincida con el momento de mayor descentralización económica, cultural y política de la historia de Escocia o Cataluña, lo que desmiente empíricamente el mantra de que los independentistas los crea la cerrazón de Londres o Madrid. Ni tampoco que ese movimiento brote en territorios relativamente prósperos imbuidos de una sensación de falsa seguridad.

Para explicarlo, propongo tres argumentos complementarios, inspirados en Gary Becker y su enfoque económico del comportamiento humano: globalización, unión europea y caída del muro de Berlín. Tres argumentos que se resumen en uno: Europa está asistiendo a su noventayocho, y como entonces, hay muchos ciudadanos europeos que quieren detener la Historia y bajarse.

La globalización significa para Europa y EE UU el fin de un excepcionalismo por el que el 80% de la producción, el consumo y el empleo de calidad del mundo se concentraban en el Atlántico Norte. Alicia García Herrero, del BBVA, ha cuantificado la decadencia europea: el 58% del incremento del PIB mundial en esta década se producirá en Asia mientras que en el Viejo Continente apenas llegará al 5,8%. Europa ha podido desarrollar el Estado de bienestar gracias a su hegemonía económica, a su liderazgo tecnológico y a sus ventajas competitivas.

Los europeos tienen múltiples razones para estar perplejos y confundidos

Pero la disminución del excedente y la contracción demográfica están tensionando al límite las costuras del sistema. Cuando el salario de la clase media no puede seguir aumentando porque no lo hace su productividad, se amplía la capacidad de endeudamiento de las familias para mantener su nivel de consumo, escribió Raghuram Rajan cuando era economista jefe del FMI; tesis a la que habría que añadir que cuando los impuestos no generan suficientes recursos para pagar el generoso modelo de prestaciones sociales, se emite deuda pública, hasta que el nivel de endeudamiento privado y público se hace explosivo y vienen los ajustes, la crisis y el descontento social. Un descontento que tiene múltiples manifestaciones.

Las dos más exitosas en toda Europa son los movimientos antisistema y los ultranacionalistas. La eclosión de movimientos antisistema es lógica, porque ante los inevitables ajustes en salarios y bienes públicos, repudiar la deuda ilegítima o pedir que paguen los ricos tiene un atractivo inmediato, aunque sea a costa de grandes sufrimientos futuros; pero la memoria es corta y selectiva.

Más interesante es el auge del independentismo, un fenómeno particularmente europeo por razones no accidentales. Hay en él una primera reacción egoísta; nos iría mejor solos, con nuestros propios recursos, sin repartir con los que no pertenecen a la tribu y malgastan o se apropian de nuestros bienes. Pero eso es solo la epidermis del fenómeno, una epidermis ciertamente irritante pero marginal. Hay también una realidad, un deseo, un proyecto político de fondo. La UE hará irrelevante a los Estados tal y como hoy los conocemos. Si hasta la propia Comisión afirma que el éxito de la Unión Monetaria depende de avanzar decididamente en la unión económica, bancaria, fiscal y política, ¿para qué necesitamos intermediarios que nos representen en Bruselas? No es casual, sino consustancial, que tanto los independentistas escoceses como los catalanes se reclamen los más europeístas, porque su única viabilidad como proyecto depende crucialmente de que Europa les provea de los bienes públicos que hasta ahora ofrecía el Estado: seguridad jurídica, defensa, mercado, estabilidad de la moneda, espacio fiscal para la solidaridad interna e intergeneracional, estabilización económica, certidumbre regulatoria. En la confianza de su inmediato reconocimiento europeo reside la única probabilidad de que el proceso pueda darse de forma tranquila y hasta exitosa.

La caída del muro de Berlín parece abonar las tesis independentistas; porque abrió un proceso de redefinición de las fronteras europeas y porque instaló en las opiniones públicas una irresistible sensación de estabilidad y ausencia de riesgos que ha sobrevivido incluso a la crisis de Ucrania.

La caída del muro de Berlín parece abonar las tesis independentistas

Confundir la liberación de las naciones oprimidas en el siglo XX por la dominación soviética con la ruptura de Estados democráticos consolidados hace 300 o 500 años es una tentación a la que no solo han sucumbido las élites locales —recuérdese el excelente artículo de José Álvarez Junco del pasado 4 de agosto— sino también numerosos periodistas y analistas internacionales, llevados quizás de su ansia profesional de vivir y relatar momentos históricos. Un ejercicio de desmemoria colectiva que se ha extendido rápidamente por una alegre y confiada ciudadanía que se precipita a la fiesta del nacionalismo contra toda racionalidad y olvidando su trágica historia. Pues si de algo debería estar inoculada Europa, es precisamente de las reivindicaciones nacionalistas que la asolaron durante el siglo XX.

Los ciudadanos españoles y británicos, como todos los europeos, tienen múltiples razones para estar perplejos y confundidos. El mundo en el que han vivido cómodamente se les escapa de las manos. En momentos de incertidumbre, el ser humano tiende a refugiarse en ideas simples y absolutas como nación o pueblo, conceptos jurídica y políticamente indeterminados que nos retrotraen al derecho natural y nos alejan del positivismo constitucionalista. Nos separan de la ley y nos acercan a la discrecionalidad, la arbitrariedad y el oportunismo, o a la barbarie como en los Balcanes. Al deslizarse el debate político al terreno emocional se hace más difícil el acuerdo, porque los sentimientos y los principios no son negociables. Al cuestionar la legitimidad del orden establecido en Estados democráticos y apelar a la desobediencia civil, no solo se equipara torticeramente la situación actual con un proceso de descolonización, sino que se niega cualquier posibilidad de compromiso.

Un diagnóstico adecuado es una condición necesaria para resolver, o al menos encauzar, un problema. Si el análisis anterior es correcto, el auge del independentismo en Cataluña es la respuesta inducida a un problema global, como lo es Escocia en el Reino Unido, Beppe Grillo en Italia o Le Pen en Francia. Tiene menos que ver con el encaje de Cataluña en España que con el encaje de Europa en el mundo; menos con un sistema de financiación autonómica o una Constitución española que con los anhelos y vacilaciones de la construcción europea y su incapacidad para articular una respuesta coherente a la globalización. Porque solo cuando los catalanes comprendan que Cataluña no es Lituania, volverá el seny y podremos hablar del negoci. Y el negoci no es otro que definir el lugar de Europa en un mundo que se ha hecho asiático; el de España, en una Unión de Estados Europeos soberanos, y el de Cataluña en una España plural, que no bilateral.

Fernando Fernández Méndez de Andés es profesor en IE Business School.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_