Breves memorias
Entre las cualidades que me adornan está la de ser caótico. Para quien no lo es, la condición resulta incomprensible. No entienden que algunos sistemas, como el de apuntar las cosas, en vez de resolver el problema, lo agravan. Pierdo lo que apunto y si lo recupero, no entiendo lo que he apuntado. Por lo que pudiera ser, guardo la nota y al cabo de un tiempo se acumulan notas enigmáticas que se mezclan con las nuevas y el caos es completo. Por supuesto, tengo una agenda. Mejor dicho, varias. Una convencional, en papel, donde olvido anotar mis compromisos, y, desde hace unos años, varias agendas virtuales, en el teléfono, en el ordenador y en la tableta. Algunas están en línea, de modo que lo que anoto en el ordenador aparece milagrosamente en el teléfono y viceversa, sembrando mi desconcierto. Al final, todo se arregla. Con sobresaltos y no pocos apuros, pero se arregla.
Por añadidura, y sin que interfiera con lo anterior, llevo otra agenda, esta sin fechas y sin más sistema que el azar, la necesidad y el capricho. La llevo encima siempre o casi siempre, y apunto cosas sueltas, heterogéneas. Algunas son recordatorios de lo que he de hacer, y otras, de lo que he hecho. Muchas, ni una cosa ni la otra. Nunca ideas que se ocurren de repente. En esto sigo el consejo de Hemingway, que advertía del peligro de las buenas ideas y se iba a tomar un trago cuando le venía una a la cabeza.
Por razones prácticas, y también por esnobismo, procuro comprar estas agendas en Francia, porque allí venden unas libretas de tamaño octavilla, de muy pocas páginas, ideales para meter en cualquier bolsillo, y de un papel tan bueno que permite escribir con pluma estilográfica sin que la tinta traspase la hoja. Una monada. A diferencia de las otras, esta no-agenda empieza y acaba cuando sea, y la siguiente empieza a continuación. Como tienen pocas páginas, el relevo es frecuente, pero no tanto como para que si repaso el contenido de la que se jubila, no me quede sumido en la perplejidad. Copio de la última al azar: Pontefract 469. Era demasiado culto y creía en el sistema. El concepto de demencia es distinto en términos médicos y jurídicos. Salmón, sardinas y aceitunas negras. Salgari no da para más. Martes, London Museum, luego fútbol. Seis bombillas para la cocina. Las siete iglesias de Asia: Efeso (el que tiene siete estrellas), Esmirna (el que estuvo muerto y revivió), Pérgamo (el que tiene la espada de dos filos), Tiativa (ojos comollamas y pies de metal), Sardes (el que tiene siete espíritus de Dios y siete estrellas), Filadelfia (el santo, el veraz, el que tiene la llave de David), Laodicea (el testigo fiel y veraz). Macarrones de primero, luego pollo y sandía. Y así hasta el final. Salvo la enumeración de las iglesias, que obviamente remite al Apocalipsis de San Juan, lo otro carece por completo de significado incluso para mí. Pero tengo la impresión de que el conjunto, por acumulación, compondría un mosaico abstracto de lo que podríamos llamar mi vida interior.
Si alguna vez cayera en la tentación de escribir mis memorias, quizá podría juntar todas las libretas y publicarlas tal cual. Sería un peñazo, claro, pero no más de lo que sería el recuento pormenorizado de lo que he hecho desde que vine al mundo hasta el día de hoy. Y sin duda sería más real. La memoria es una reconstrucción literaria de un conjunto de elementos yuxtapuestos que no guardan ninguna relación entre sí.
Pero por este lado, no hay nada que temer. Cuando la idea me vino a la cabeza, busqué las libretas que creía haber ido acumulando a lo largo de los años y no las encontré. Como el volumen de la colección no es de los que pasan inadvertidos, llegué a la conclusión de que un día, tratando de poner orden en el caos a que me he referido al principio de este escrito, las eliminé por un método más o menos ecológico. Que lo haya hecho y luego olvidado no es un síntoma de nada nuevo. Es parte del caos y, en este caso particular, constituye el mejor resumen de lo que podrían ser mis memorias.
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