Un elefante en palacio
Elena Poniatowska le contó al Rey que cuando era yo niño, y vivía en la selva de Veracruz, tenía un paquidermo en mi jardín
Llegando al Palacio Real tuve que abrirme paso entre la horda de turistas que intentaban cruzar las puertas, vestidos como corresponde al género, pantaloncillo corto, chanclas, gafas oscuras, gorra y botellín de agua en la mano, todos con sus guías Michelin y sus teléfonos para hacer fotografías y ataviados con un colorido que me hacía sentir cuervo, o camarero de postín, metido como iba en mi traje rigurosamente oscuro.
Había recibido una invitación para el almuerzo que ofrecía el Rey a Elena Poniatowska, la más reciente Premio Cervantes, que además de ser mi amiga es mi paisana. Dentro del palacio, antes de pasar al comedor, noté que la concurrencia era un nutrido grupo de empresarios, políticos y funcionarios, más un modesto contingente de escritores y editores. La división quedaba escrupulosamente reflejada en los nombres que había frente a los platos, para indicar las posiciones en la mesa: el nombre de empresarios y políticos importantes estaba precedido por un largo Excelentísimo Señor Don; el de funcionarios y empresarios de medio pelo, por un Señor Don más modesto, y a los narradores y a los poetas nos tocaba un Don (o Doña cuando era el caso) sobrio, escueto y significativo.
La mesa del Rey es un mueble de dimensiones medievales, para comunicarse de una punta a la otra hay que hacerlo por señas o con el teléfono móvil, y el ancho invita a subirse encima, a pelear cuerpo a cuerpo con el faisán que supuestamente va uno a comerse, pero en el siglo XXI, que es el de la corrección política, los comensales, aun los de esa mesa que invita a la incursión física y al griterío, nos quedamos en nuestro lugar y comimos con toda educación el almuerzo que ofrecía el Monarca: raviolis de verduras, pescado al horno y un postre a base de chocolate, todo acompañado con una copita de champán, una de vino blanco y otra de vino tinto.
Quizá dentro del Palacio Real, donde impera un riguroso ambiente del siglo XVIII, deberían ofrecerse almuerzos más acordes con su enorme mesa, con faisanes despatarrados en su bandeja de plata y ríos de vino en lugar de las pulcras copitas del nuevo milenio, porque, según he visto en las pinturas de la época, los reyes bebían de unas copas enormes y se servían el vino de unas jarras que no se terminaban nunca. Pero estamos en otros tiempos, y el almuerzo en honor de Elena Poniatowska, que por cierto es princesa con primos Borbones, fue más bien silencioso, con un lacónico brindis y un correcto discurso que hizo el Rey, desde su lugar en la mesa, con un micrófono para hacerse oír en aquella inmensidad.
Al final abandonaron la mesa la Reina, el Príncipe y la Princesa, rumbo al salón donde se serviría el café y unas copitas de brandi también muy del siglo XXI. Después Elena Poniatowska, acompañada por el Rey, recorrió lentamente el flanco derecho de la mesa, deteniéndose en algunas de las personas que quería presentarle a Su Majestad, y así llegó hasta donde estaba yo, con mi traje de cuervo de postín y un lamparón de ravioli en la corbata, y con esa naturalidad que la caracteriza, le dijo al Rey mi nombre y le contó, basada en un episodio que aparece en dos de mis novelas, que cuando era yo niño, y vivía en la selva de Veracruz, tenía un elefante en mi jardín. La palabra “elefante” cayó como un paquidermo en medio del comedor, se hizo un silencio que yo iba a aprovechar para explicar que se trataba del elefante de un circo que se escapaba a pastar en nuestro jardín, pero Su Majestad me desarmó con una media sonrisa, altamente polisémica, que todavía estoy tratando de decodificar, y después siguió andando con Elena rumbo al salón donde se servía el café.
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