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“Me cuesta acabar los libros”

De niño, Emmanuel Carrère quiso ser arponero de ballenas, pero al final se dedicó a escribir Hoy es uno de los narradores más relevantes de Francia Sus obras son como los relatos de un gran reportero. Novelas de no ficción que dan forma literaria a lo que ocurre a su alrededor, aventuras documentadas con el fin de ser claro para que el lector no especializado lo entienda

Jesús Ruiz Mantilla
WITI DE TERA

Con su acercamiento a la realidad asaltada como en las ficciones, Emmanuel Carrère se ha convertido en uno de los escritores fundamentales de la Francia contemporánea. Entre la biografía, el reporterismo, la autoficción, ha desarrollado un estilo propio, que ha dejado un buen puñado de libros magistrales, hondos, emocionantes, paradójicos. Es el caso de su fascinante biografía de Philip K. Dick, Yo estoy vivo, vosotros estáis muertos (Minotauro); su gran éxito El adversario, la historia de un supuesto médico de la OMS que no era tal y que, al descubrirse el engaño, asesinó a toda su familia; De vidas ajenas, o el año pasado el gran Limonov (estos tres últimos, en Anagrama), una historia de la Rusia de los últimos 70 años a través del símbolo de un personaje excesivo, poeta maldito, combatiente con los malos en los Balcanes y líder de un partido antisistema, entre punk y nostálgico, por el que se ha convertido en todo un referente de la contracultura en su país. Su óptica desprejuiciada y curiosa, su estilo cristalino, mordaz, directo, le convierte en un grande de las letras europeas que hizo recientemente escala en el Hay Festival Cartagena (Colombia).

Viniendo hacia aquí, por las calles de Cartagena de Indias, me topé con la Alianza Francesa. Participa usted en un encuentro de inspiración británica y el territorio que pisamos tiene fuerte influencia española. ¿Ejercemos desde Europa la guerra colonial por otros medios? En lo que respecta a los franceses, estamos en situación de inferioridad. No nos encontramos en posición de ejercer mucha influencia frente a la preponderancia de la lengua inglesa. Y aquí, menos, por lo español. Somos minoría.

Pero creativamente con buena salud. ¿De verdad lo cree?

No solo lo creo, sino que se lo puedo demostrar. En los últimos años, a principios de siglo, no solo se muestran en racha, sino arriesgados. Usted, Michel Houellebecq, Jean Echenoz, nuevos valores como Laurent Binet, están encontrando nuevos caminos narrativos. Me alegro de oírlo porque generalmente a los franceses nos invade un sentimiento de complejo de inferioridad.

Ya, son ustedes llorones. ¿No lo piensa? Ahora que lo dice, veo que tiene razón.

Comparemos. ¿Cuánto tiempo hace que no le sorprende una novela anglosajona? Me impresionó mucho Canadá, de Richard Ford. No es que sea revolucionario, pero sí una gran novela. Ahora tampoco veo que nosotros los franceses innovemos tanto.

a los franceses nos invade un sentimiento de complejo de inferioridad"

¿En términos de riesgo? Bueno, quizá sí algo más. Sí, es cierto. Me alegro de estar de acuerdo con usted, pero es que pesa tanto esa sensación de que no somos nada. Tampoco es que me importe.

¿No le cabrea? Honestamente, no me lo planteo a menudo, pero ahora que me lo dice, voy a empezar a pensar en ello, de verdad.

Así que le hemos hecho feliz. Pues sí.

Usted, exactamente, ¿cómo define lo que hace? Libros, historias. Evito calificarlo como novela. Ese género lleva el peso de la ficción y lo que yo hago no es ficción puramente, aunque estén escritas como tales, con sus trucos, pero sin inventiva. No es que el material en mis libros sea la vida y en la ficción no, porque también se llenan de vida. Escribí ficción, pero lo dejé, y ahora no lo hago. Tampoco he llegado a este punto después de una reflexión teórica, no es que crea que la novela ha muerto. Las leo, me encantan, pero no me interesa abordar ese género. Ni quiero, ni puedo. Lo que me interesa en este momento se mueve fuera de la ficción. Tampoco me da mucho por la autoficción o lo autobiográfico.

Si Limonov, el protagonista de mi libro, gobernara a usted y a mí nos enviaría al Gulag"

Bueno, esparce su vida en sus libros, con nombre y apellido. Sí, lo distribuyo, pero es porque se va apareciendo naturalmente en el trabajo, cuando se combinan las cosas que me interesan en la vida con lo que estoy tratando. Pero, insisto, sin artificios.

Lo que usted tiene es instinto para saber qué historias pueden interesar a amplios públicos sin que ‘a priori’ puedan resultar atractivas. Por ejemplo, a quién se le podría ocurrir que Limonov fuera un tipo interesante. Sí, en eso estoy de acuerdo.

O simpático, después de mostrarse un ultranacionalista ruso, belicoso, combatiente en los Balcanes con Arkan, menudo angelito. Sabía que a quien se pusiera a leerlo le acabaría por atraer, pero no tenía idea de que le iba a seducir a tanta gente. Más leer un libro sobre un ruso que de entrada no te podía caer bien.

Pero ¿se trata de un libro sobre un ruso o sobre Rusia? Sobre Rusia, esa era mi intención. Un país al que he viajado a lo largo de los últimos 15 años, dedicándole largas temporadas, conociendo a mucha gente, haciendo documentales. Quería escribir algo sobre el país, pero no sabía exactamente qué ni cómo.

¿Y encontró un símbolo? No diría tanto, pero sí un personaje que me permitía contar multitud de cosas acerca de la historia reciente. Mezclé dos esferas. Nunca lo había hecho: la historia y la aventura.

¿Una posmoderna novela de aventuras? Bueno, más o menos. O clásica, con trama, con mucha acción. Estaba obsesionado con incluir ambas cosas, me estimulaba y pensé que si aquello me removía tanto a mí, también les pasaría a los lectores.

Pero existía un problema. ¿Algunas veces sintió ganas de estrangularlo? Bueno, mis sentimientos hacia él iban cambiando.

¿Y ahora? Lo mismo. Había escrito una historia larga en una revista sobre Limonov. Entre los círculos de demócratas que entrevisté, todos me hablaban con gran respeto sobre él. Me sorprendió porque yo tenía la idea de que era un fascista. Así que me intrigó. Después de pasar dos semanas con él casi todos los días, no tenía claro qué pensar. Me encontraba más confundido si cabe, pero decidí comenzar el libro precisamente porque no sabía si iba a ser más incómodo que emocionante. Y cuando terminé el libro seguía igual.

Le entiendo. Lo aprecio, lo respeto, pero es que viene a ser mi auténtico antagonista. Y me alegro de que afortunadamente no tenga posibilidad de alcanzar nunca el poder.

Escribir 'El adversario' fue una experiencia terrible que no repetiría"

Esperemos. Es que si así fuera, a usted y a mí nos enviaría al Gulag, pero, por otra parte, le respeto, porque tiene valor, ha pagado las consecuencias de sus actos. Quise llegar a una conclusión, a una síntesis, en el libro. Después de todo, quería saber si es un buen tipo o no.

Bueno, al final lo compara con Putin. Creo que eso es lo que más le disgusta del libro.

Él puede considerarlo un insulto, pero lleva usted razón. Hay una diferencia. Putin es un hombre de poder, y Limonov, un rebelde.

Pero ambos añoran la idea de la gran Rusia. Sí, ambos son nacionalistas, desprecian la democracia.

Sienten nostalgia del estalinismo… Buenas piezas. Sí, y aun así tengo la impresión de que lo lee gente de sensibilidades opuestas a eso, más como yo que como ellos. Demócratas, defensores de los derechos humanos, del Estado de bienestar, pero se interesan en un tío que cree que nuestros principios básicos son una mierda.

Que se basan en la hipocresía. Nos ve como hipócritas, lo equipara al colonialismo católico en la edad moderna, pero ¿sabe qué?, que no deja de llevar razón en algún aspecto, aunque no nos guste. El hecho de tratar de acercarnos desde nuestra perspectiva a sus posiciones es lo que hacía el reto muy interesante. Me mandó un correo hace unos meses en el que trataba de provocarme contándome que estaba preparando un ensayo sobre los que para él eran los grandes líderes de la época contemporánea: Pol Pot, Gadafi, Sadam Husein, Osama bin Laden… Hombre, trataba de quedarse conmigo, pero, por otro lado, lo decía en serio. Disfruta con esas cosas.

No creo que en Francia corra peligro el respeto a la privacidad de los políticos con el asunto de Hollande"

Así que siguen llevándose más o menos bien. Ah, sí, claro, él está encantado con el libro, le caigo bien y está bastante agradecido. Me comentó que jamás diría lo que piensa sobre ello, pero está contento. Dice que soy el típico burgués intelectual que desprecia, pero es lo suficientemente listo como para darse cuenta de que una historia sobre él firmada por un escritor acólito, a nadie le interesaría.

Desde luego. En Limonov acertó de lleno; en su perfil de Philip K. Dick, también, aunque en principio despiste. Bueno, con Limonov corría un riesgo, tuve en cierta manera que inventármelo, pero el otro personaje ya contaba con dos biografías, tenía su prestigio y seguidores. Pero en mis elecciones no solo cuenta que yo crea que le va a gustar al público, influye que me quiera apetecer pasar dos años de mi vida siguiendo sus rastros. Necesito que me sean ajenos, pero cercanos; tiene que existir un eco mío que resuene en ellos.

Sin embargo, ante Jean-Claude Romand, en cuya historia se basa su libro ‘El adversario’, lo que tuvo que sentir fue terror. Sí, desde luego, mucho, mucho miedo y psicológicamente fue muy duro. Me llevó siete años decidirme a escribirlo, fue una experiencia terrible que no repetiría. En esa historia del hombre que oculta su vida y cuando los suyos se enteran de la realidad los asesina, palpita la muerte por todas partes. En Limonov, pese a sus bajadas a los infiernos, se sobrepone una energía vital.

Lo adoras y lo detestas. Efectivamente, pero lo de Romand era muy desagradable.

¿Le pudo el morbo? Me lo pregunté muchas veces.

Una imagen de Carrère de 1993.
Una imagen de Carrère de 1993.

Tiene que haber sido así. Desde luego. En ese proceso en que dudaba si escribirlo o no, me sentía muy avergonzado. Avergonzado por el hecho de que me fascinara, y lo que me tranquilizó fue comprobar que interesaba a tanta gente y que aquello de lo que no me sentía muy orgulloso de experimentar era algo corriente que compartimos mucha gente. No solo trata de una persona que asesina a los suyos. Es la historia de alguien que pasa años mintiéndole a todo el mundo de una forma tan absurda que no puede enfrentarse al hecho de su propia verdad. Nos ocurre a muchos, a veces aunque no en esa dimensión, ni todo el tiempo. Cuando lo descubrí, me liberé.

¿Cómo fue su relación con Romand? Le escribí una carta meses después del asesinato y no me contestó. Me olvidé y me puse con una novela de ficción. Se titulaba Una semana en la nieve. Tuvo su éxito y fue publicada dos años después. Fue entonces cuando él me contestó. Me dijo que había leído esa novela, que le había gustado y que la historia le recordaba a su niñez. Que si seguía interesado, no había problema. Me sorprendió, no me lo esperaba. Le vi tres o cuatro veces, no mucho.

Cuando salió el libro, ¿qué le dijo? Se lo mandé para que lo leyera antes de imprimirlo con la condición de que no podía cambiar nada. Fui a la cárcel a verle unas semanas después. Esperaba alguna reacción suya, pero no ocurrió nada. Se mostró…

¿Frío? Educado… Elogió mucho lo escrito, aunque se mostró en desacuerdo en algunas cosas, pero le pareció honesto. Y después, nada. Eso duró 15 minutos, las dos horas siguientes –cuando vas a visitar a alguien a prisión te quedas todo el tiempo– las dedicamos a tratar cosas banales: programas de televisión, esos temas. Muy raro.

¿Qué aprendió de aquello? Lo que le comenté sobre el género humano, y quien lo niegue es estúpido.

También guionista

(París, 1957). El éxito internacional le llegó con El adversario, llevada a la gran pantalla como ya había ocurrido con Una semana en la nieve, que le valió el Premio Fémina y el Premio Especial del Jurado en Cannes en 1998 en su adaptación cinematográfica. Le siguieron Vidas ajenas y Limonov, un acercamiento a su obsesión rusa, inspirada desde muy joven por su madre, Hélène Carrère d'Encausse, reconocida sovietóloga. Ha oscilado como un péndulo entre la narrativa y el cine, como guionista y realizador. Mordaz y directo, Carrère ha tenido un brillante recorrido literario desde que debutó con L'amie du jaguar en 1983. Sus biografías sobre Werner Herzog o Philiph K. Dick revitalizaron el género.

O miente, lo prueba el éxito que tuvo. ¿Le sorprendió? Honestamente, no. Lo que me dio fue confianza y seguridad de que al escribir sobre algo tienes que sentir a priori eso, algo de reparo. Eso te identificará con tus lectores.

Lo que le une a esos personajes que busca es su espíritu contradictorio. En ‘Limonov’ cuenta usted cómo en su juventud era un buen chico de derechas y ahora se ha vuelto todo un socialdemócrata. El viaje suele hacerse al revés. Al menos en España. ¿De verdad lo cree?

Sí, hay un dicho que lo resume: “A los 20, incendiario; pero a partir de los 40, bombero”. Me dan mucho miedo esas definiciones de izquierda y derecha. Más después de mi inmersión en Rusia. Cuando eres un nostálgico del estalinismo, ¿qué te consideras? ¿De derechas o de izquierdas? Bueno, yo creía que el derechismo –no era un facha, ni mucho menos– me hacía más dandi. Lo contrario a lo que pensaba la mayoría de la gente de mi edad. Ahora no es que me considere de izquierdas. Un socialdemócrata no radical de esos a los que Limonov pegaría: soy un demócrata, creo en nuestro sistema con sus imperfecciones, pero encuentro muchas dificultades para decidir a quién votar.

Usted es todo un ‘bobo’, como dicen en Francia: un ‘bourgeois bohemian’, que es lo que en España llamaríamos ‘pijo progre’. Bueno, están por todas partes, una clase que se extendió por los barrios periféricos acomodados, que viven allí, votan a Hollande…

Aunque no tengan tanta vida exaltada en términos amorosos. ¿Y usted? Noooo. Pero, bueno, lo mejor que puedes hacer en la vida es ser consciente del cliché al que perteneces en vez de evitarlo. Mi vida es la de un típico bobo, sí, pero me siento a gusto con ella. Afortunado, vivo de lo que me gusta, un privilegio. Y ya. Con la diferencia de que me interesa mucho la existencia de aquellos que no tienen nada que ver conmigo.

Pero le costará meterse en otras pieles. Es que no creo que deba hacerlo. Debemos retratar a esa gente desde nuestro propio lugar, incluso reafirmándolo. Una vez observé a una niña a quien su madre corregía y le decía que no debía comportarse de determinada manera y aprender a ponerse en el lugar de otros. Y ella respondió: “Sí, pero si me meto en su sitio, ¿adónde van ellos?”. Me pareció muy sabio.

¿Nos ponemos en el lugar de Hollande? ¿Cómo?

Mucha gente lo critica por el hecho de que cuando se experimenta una pasión amorosa, uno no tiene la cabeza y el cuerpo como para presidir un país. Pues eso parece.

¿Cree que Francia, que siempre ha defendido la esfera íntima de sus cargos públicos, resentirá esa cualidad que les diferencia tan bien de otros? No, no lo temo. Lo que me interesa de este caso es la posición de Valérie Trierweiler, a nadie le cae bien, lo cual es terrible, porque debe de estar sufriendo muchísimo y a nadie le importa. Cuando ella irrumpió, a todo el mundo le pareció de lo más moderno que no estuvieran casados y demás. Pero ahora que ha aparecido una mujer más joven, la repudia de la manera más arcaica y de pronto la coloca en un espacio absolutamente humillante porque no goza de ninguna protección legal. Resulta tan curioso que se da la vuelta y te hace pensar que es mejor casarse. Me tiene impactado.

¿Le cae mejor ella ahora? No, igual. Nunca me llamó mucho la atención, pero es esa consecuencia paradójica del asunto la que me sorprende.

Ahí tiene una historia sin claro final. Me cuesta acabar los libros.

Es que no tienen fin. No hay final posible. Lo bueno es que los lectores sigan escribiéndolos por su cuenta. Sin duda. Pero no dejo de obsesionarme por ello.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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