Almanya
Cuando perdemos a alguien de nuestra vida, los recuerdos se agolpan, el tiempo se comprime
Una persona muy querida y de cuyo juicio me fío me regaló unos DVDs que supuso que no tendría. Esta vez no hube de pagar aduanas, aunque sin duda estamos cerca de que Rajoy y Montoro graven los presentes que nos hacemos unos a otros. De hecho –imagino que lo saben–, si ustedes les dan a sus sobrinos o hijos un dinerillo sin informar a la rabiosa Hacienda y sin que los chicos tributen por él, ya están incumpliendo las abusivas leyes que no se entiende cómo toleramos. De una de esas películas no había oído ni hablar y lo más probable es que jamás la hubiera visto. Hoy la crítica está más deslumbrada que nunca por los “ademanes de genialidad”, por quienes entregan espantos pretenciosos y solemnes, “transgresores” en apariencia, imbecilidades grandilocuentes. Y así se premia y ensalza hasta el infinito a gente malasombra y vacua como Haneke, Von Trier, el último Malick o Sorrentino, responsable de esa cataplasma enfática, La grande bellezza, ante la que babean tantos. Así que no es de extrañar que Almanya. Bienvenido a Alemania, de la turco-alemana Yasemin Samdereli, haya pasado inadvertida, o lo suficiente para que no me hubiera enterado de su existencia.
Es una película demasiado “menor” en sus pretensiones. Carece de alardes de originalidad y de posturas sublimes. Gran parte de su metraje se ve con agrado y simpatía y una sonrisa leve (ni siquiera busca la carcajada). Todo en exceso modesto para verle sus virtudes. Cuenta la historia de una familia de inmigrantes turcos a Alemania, en los años sesenta, con la llegada de los padres y los hijos aún pequeños, y en la actualidad, con los progenitores ya ancianos y los vástagos adultos, más o menos integrados. Tampoco “denuncia” nada: ni el racismo de la sociedad de acogida ni terribles condiciones laborales. Más bien presenta una situación de relativa armonía y agradecimiento mutuo entre las dos comunidades. Eso sí, sin adulación ni empalago: a los inmigrantes nadie les ha regalado nada. Tiene toda la pinta de ser un relato autobiográfico. El guión es de la directora y su hermana, cuentan la historia de sus padres o abuelos, originarios de Anatolia. Una historia como millares de otras, sencilla y sin truculencias ni aspavientos. Hay un niño de ojos muy expresivos, ya alemán de nacimiento y nieto de los inmigrantes, a través de cuya curiosidad se contemplan las dos épocas, la actual y los años sesenta. Es al niño al que se le va contando el pasado, poco a poco, para que entienda.
En la parte final (no creo reventársela a nadie, no hay misterios ni suspense, ni “giros sorprendentes”, otra de las tonterías a que los directores y guionistas de hoy están abonados) se produce una muerte natural y apacible. Eso es todo. Pero a partir de entonces Almanya adquiere un tono de emoción elegante y tenue, en absoluto subrayada ni “explotada” con trucos de mala ley, que pocas películas del siglo XXI me han transmitido. El muerto, como era de esperar, es el abuelo, el inmigrante originario, que vuelve de vacaciones al pueblo en que nació con toda la familia, poco después de haber adoptado la nacionalidad alemana. Y en su entierro hay una brevísima escena especialmente conmovedora. La cámara va pasando por todos los personajes, “desdoblados”: se ve a la viuda ya anciana sosteniendo la mano de la joven que fue, “secuestrada” para poderse casar con quien ya no existe; se ve a los hijos y a la hija adultos con las manos sobre los hombros de los niños que fueron, y que hemos conocido en los flashbacks, a su llegada al nuevo país, con su estupor ante las costumbres de sus empleadores o anfitriones. Todos lloran o rezan silenciosamente, con contención, sin excesos.
Es una panorámica tan sólo, la escena no dura nada. La idea no será ni original, no me atrevo a decir que no se haya hecho eso antes. Da lo mismo: muestra con sobriedad lo que nos ocurre a todos cuando perdemos a alguien de nuestra vida: los recuerdos se agolpan, el tiempo se comprime, de pronto no hay distancia entre el presente y el pasado. Y el adulto de ahora compadece y “protege” al antiguo joven o niño, al que no habría soportado la idea de ver morir a los padres; y, a su vez, el niño al que eso no le pasó compadece y “protege” al adulto que es ahora, al fin y al cabo el que está sufriendo la pérdida. Cuando ya puede encajarla, si es que eso puede encajarse. Bueno, sabemos que sí, en apariencia al menos. Pero en el fondo resulta incomprensible que sea posible seguir sin quienes constituían desde siempre el mundo, el de cada uno. Que no se paren todos los relojes, como dice el poema de Auden popularizado por otra película, Cuatro bodas y un funeral, hace años. La voz de otra nieta, joven, termina recitando la respuesta de “un sabio” a la pregunta “Quiénes o qué somos”. (He buscado si la cita es auténtica: sólo he encontrado algo vagamente reminiscente en Teilhard de Chardin, el filósofo y teólogo.) He aquí la respuesta, según los subtítulos: “Somos la suma de todos los que nos precedieron, de todo lo que fue antes que nosotros, de todo lo que hemos visto. Somos toda persona o cosa cuya existencia nos ha influido y a la que hemos influido. Somos todo lo que ocurre cuando ya no existimos, y todo lo que no habría sido si no hubiéramos existido”. Verdadera o inventada, no está mal para terminar una película tan serena, delicada, emotiva y modesta como para que casi nadie le haya hecho mucho caso.
elpaissemanal@elpais.es
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