Cierto olor a gasolina
La asistenta fue la primera en darse cuenta –lo juro, señora, lo juro–, pero ella no quiso tomársela en serio, y no por ucrania, sino por asustadiza. Nunca había conocido a nadie que se alarmara con tanta facilidad, y por eso ni siquiera se lo comentó a su marido hasta que él dio su propia voz de alarma.
–¿Tú has olido a gasolina en casa últimamente?
Luego le dijo que Marcos, el vecino del 34, pero sobre todo el padre de uno de los mejores amigos de su hijo mayor, había ido a su encuentro aquella tarde. ¿Tú sabes qué se traen estos niños entre manos?, le había dicho. Aquella mañana, en el desayuno, su hija pequeña se había peleado con su hermano y le había dicho que como se comiera todos los cereales de chocolate iba a contar lo del bidón que tenía debajo de la cama. Mi mujer hizo como que no había oído nada, añadió, pero cuando los niños se fueron, miró debajo de la cama de Marquitos, ¿y qué te crees que encontró?
Pues el caso es que Svetlana ya me lo había dicho, reconoció ella, pero no le había hecho ni caso, la verdad, como es tan exagerada… Su hijo Pablo siempre había tenido los mismos amigos, tres niños de su edad, de la misma urbanización, que iban al mismo colegio. Los cuatro habían aprendido a montar en bicicleta al mismo tiempo, los cuatro jugaban en el mismo equipo de fútbol, los cuatro se apuntaban a las mismas actividades extraescolares, los cuatro iban al mismo campamento cada verano. Ya no, porque eran solamente tres. Los padres de Daniel habían perdido su casa antes del fin del curso anterior, después de meses de lucha desesperada con el banco, con las agencias que no conseguían venderla, con el juzgado que ordenó finalmente el desahucio, con los agentes que se abrieron paso arrollando a cuatro niños y a un montón de adultos que habían logrado impedirlo otras veces, aquella ya no. Para Pablo había sido un drama incomparable. Para Daniel, una tragedia. Porque vosotros os quedáis, había dicho a sus amigos, vosotros vais a seguir aquí, soy yo el que se va, el que sale perdiendo… Desde aquel día, Pablo y sus amigos estaban raros, y hacían cosas más raras todavía.
¿No os pasáis la vida diciendo que hay que hacer algo, que parece mentira que la gente esté tan parada?
Yo no me he enterado de nada, les contó Marta, la madre de Felipe; claro, que estoy como para enterarme de algo… Marcos no sabía que tenía problemas en el trabajo, ellos tampoco. Pobre mujer, pensaron todos a la vez, ¡qué mala suerte! El marido de Marta había desaparecido más de un año atrás. Ella no había contado nada, pero todos en la urbanización sabían que estaba muy deprimido desde que perdió el trabajo, un puesto muy lucido y mejor pagado en una multinacional que había decidido abandonar España. No había encontrado un trabajo semejante, ni siquiera parecido, y un buen día se había esfumado. Y ahora, les había confesado ella, en mi empresa van a hacer un ERE y nadie sabe quién está en la lista, así que…
Al escucharla, los padres de Marcos, los de Pablo, se miraron entre sí antes de volverse hacia ella. ¿Vosotros creéis…?, preguntó Marta incrédula, y ninguno dijo nada. Pero de verdad ¿creéis que…?
–Pues sí –aquella noche, Marcos fue el primero en confesar, pero lo hizo en voz alta, en un tono tan decidido, tan desafiante para un niño de trece años, que los cinco adultos se dieron cuenta a la vez que había sido mala idea celebrar aquella reunión en una pizzería–, la gasolina es para hacer cócteles molotov. ¿Qué pasa? Es muy fácil, lo hemos visto en Internet.
–Yo les dije que no hacía falta –precisó Felipe–, que si era por mí… Dani ya se ha ido, ¿no? Pues si ahora me tengo que ir yo, porque echan a mi madre, y tal, pues… No sé, es injusto hacerlo por mí y no haberlo hecho por Dani, ¿no?
–Que no, Felipe –Pablo remató aquella asombrosa confesión–, que no, porque cuando lo de Dani no sabíamos cómo se hacían los cócteles, por eso no pudimos tirarlos en su banco. Pero ahora, como hemos aprendido, pues…
–Un momento, un momento, un momento… –Marta se tapó la cara, se la frotó varias veces, los miró uno a uno como si no los conociera–. ¿Estáis guardando gasolina para hacer cócteles molotov y tirarlos en mi banco si me desahucian? ¿Es eso lo que estáis diciendo?
–Pues claro, ¿qué creíais?
–Pero ¿por qué nos miráis así? Desde luego, no entiendo nada… ¿No os pasáis la vida diciendo que hay que hacer algo, que es increíble que esto no explote, que parece mentira que la gente esté tan parada?
–Eso. ¿Y no decís que alguien tiene que empezar? Deberíais estar orgullosos de nosotros, ¿no?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.