Un instante que hiere
Una fotografía en la que en vez de ver a otros uno se puede ver a sí mismo. Cuando el observador pasa ser el observado.
He aquí una de esas fotografías que sirven lo mismo para un roto que para un descosido. Podríamos ilustrar con ella una noticia sobre el paro, una crónica sobre el transporte urbano o un reportaje sobre los robos en el metro. Una fotografía comodín, por entendernos, pues liga con un montón de guisos. ¿La convierte esa capacidad en una imagen insustancial, fútil, sin alma? No, no, nada de eso. Imaginen que se asoman al microscopio para examinar una bacteria y que lo que ven al fondo del tubo es su propio rostro. Les cambiaría la vida, incluso aunque al asomarse a la preparación por segunda vez, después de haberse retirado con violencia del aparato, la bacteria se encontrara en su lugar y ustedes en el suyo, lo observado abajo y el observador arriba, etcétera. Todo en orden tras el susto inicial. Con esta fotografía puede suceder algo parecido: que en vez de ver a los otros se vea uno a sí mismo.
Qué hago yo ahí, te dices con la respiración entrecortada. Deberías haber visto un microbio y resulta que te ves a ti mismo. Y si no a ti, a tu padre, a tu madre, a tu hermano, porque en esa imagen parece que estamos todos. Estamos todos y en forma de película, pues las ventanillas del vagón evocan los fotogramas de un filme, aunque también los visores de un terrario. La vida de las hormigas, podríamos decir, la vida nuestra. Estás leyendo el periódico, manteniendo sin esfuerzo alguno el papel de observador, cuando de súbito, ¡zas!, te conviertes en lo observado. Es un instante, de acuerdo, pero un instante que te puede herir.
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