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RAYOS Y CENTELLAS
Columna
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El juguete rabioso

Mi hijo de cinco años ha recibido su primer juguete bélico. Y no es precisamente una pistolita de sheriff. Más bien, es un fusil Winchester de doble cañón con cartuchos para la recarga, acción de palanca y sonido a pilas. Y es grande. Puesto de pie, es casi más alto que mi hijo.

Nunca me han gustado las armas ni los juguetes que se parecen demasiado a ellas. Pero el autor del regalo es uno de mis mejores amigos, un amigo con deta­­lles algo psicópatas, sin duda, pero muy noble y buena persona. Cuando le regaló el fusil a mi hijo, mi amigo se veía más ilusionado que el niño. Así que me da reparo arrojar el fusil a la basura.

Para decidir qué hacer, realizo una encuesta entre mis conocidos. Trato de saber qué es más razonable, o por lo menos, qué es normal. Pero descubro que la “normalidad” depende de la segmentación del mercado: los varones, los mayores y los de derecha tienden a decirme que mi fusil es un simple juguete sin importancia. Las mujeres, los más jóvenes y los de izquierda, en general, hablan de él como un misil nuclear.

En principio, me identifico más con el segundo grupo, pero hay cosas que no me quedan claras. Una amiga me hace una encendida defensa de la igualdad, que, según ella, significa que los niños deben jugar con muñecas, lacitos y ponis, pero las niñas no deben usar juguetes bélicos ni disfraces de superhéroes. Su idea de la igualdad es que todos los menores, niños y niñas, sean iguales… a Hello Kitty.

Prefiero pagar más impuestos al Estado para que evite que la gente se dispare

Otro padre de familia defiende que los niños deben crecer en libertad y expresarse sin cortapisas. Orgullosamente, deja que sus niños coman lo que quieran cuando quieran y se vayan a la cama a la hora que les dé la gana. Sin embargo, no les permite jugar con pistolitas. Ni ver televisión. Su lista de cosas censuradas es tan larga como el Índex de la Inquisición. Incluso ha pedido al colegio de su hijo retirar de la biblioteca los cuentos demasiado violentos, por ejemplo, esa salvaje cele­­bración de la destrucción y el canibalismo llamada Los tres cerditos. Para este hombre, la libertad es la facultad de las personas de escoger sin presiones la vida que le guste a él.

Como mi encuesta no arroja resultados concluyentes, cambio de estrategia. Ahora me pregunto: ¿jugar con este fusil puede aumentar la tolerancia de mi hijo a la violencia? ¿Puede llegar a considerar “normal” dis­­pararle a la gente?

Y me alegra constatar que, aunque así fuera, le costaría mucho hacerlo. Al menos mientras viva en Europa. En este continente, si quisiera comprar un arma de fuego real, necesitaría un permiso equivalente al certificado de antecedentes penales y mentales, además de un registro. En cambio, mientras escribo estas líneas, un loco en Santa Mónica, EE UU, ha matado a cinco personas armado con un fusil de asalto AR-15 y 1.300 balas. Otro rifle de asalto Bushmaster y una pistola Glock le sirvieron meses antes a un adolescente para cegar la vida de 20 adoles­­centes y seis adultos en New­­­town, Connecticut. Y no sólo disparan los perturbados. En EE UU mueren por arma de fuego más de 30.000 personas al año. En una zona europea con la misma población, 700.

No sé si los asesinos de todos esos casos jugaron con juguetes bélicos. El problema es que podían adquirir con facilidad armas de verdad, incluso de combate. En nombre de la libertad individual, el Senado de Estados Unidos se negó a imponer restricciones a la venta de armas en abril. Eso habría salvado muchas más vidas que cualquier juguete pacifista. En uso de mi libertad individual, yo prefiero pagar más impuestos al Estado para que evite en lo posible que la gente se dispare.

Aliviado, decido relajarme con el fusil de juguete. En broma, lo tomo entre mis manos, lo recargo, y le apunto a mi niño al pecho. Le digo:

–Vamos a jugar a la guerra.

Él resopla, pone los ojos en blanco y me dice, con evidente vergüenza ajena:

–Ahora no, papá. Estoy dibujando florecitas.

Twitter: @twitroncagliolo

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