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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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El Gran Hermano con la ayuda de Google

Buena parte de los datos que utilizan los espías británicos y estadounidenses los han recopilado empresas del mundo de las tecnologías a las que facilitamos información personal. Su obligación es ser transparentes

Timothy Garton Ash
EULOGIA MERLE

Las revelaciones de Edward Snowden sobre el aprovechamiento masivo de datos llevado a cabo por los servicios de espionaje de Estados Unidos y Gran Bretaña muestran que la mayoría de las fuentes de las que están extrayéndolos son de propiedad privada. Con frecuencia, se limitan a explotar los montones de datos reveladores que nosotros mismos consentimos en compartir con las grandes empresas del mundo de las tecnologías de la comunicación, normalmente cuando clicamos el botón de “aceptar” en un documento de términos y condiciones legales que nadie se molesta en leer. Lo que nuestros servicios de inteligencia obtienen de forma directa, a través de agentes secretos y espías, es una mínima proporción de lo que obtienen por medios electrónicos de estas fuentes empresariales. La conclusión es evidente: si el Gran Hermano regresara en el siglo XXI, volvería en forma de partenariado público-privado.

Las infraestructuras electrónicas que mantienen conectado al mundo forman parte casi en su totalidad de empresas comerciales. Nuestras carreteras son de propiedad pública, pero nuestras autopistas de la información pertenecen a corporaciones privadas. Por ejemplo, parece ser que el Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno británico (GCHQ en sus siglas en inglés) en Cheltenham intervino los cables de comunicaciones de supercapacidad que atraviesan Reino Unido sobre la base de unos acuerdos secretos con las empresas propietarias. Según informaciones de The Guardian y The Washington Post, el programa Prism de la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSA) obtuvo la cooperación de Microsoft, Yahoo!, Google, Facebook, Skype, YouTube y Apple.

Todas estas compañías están interesadas en obtener toda la información posible sobre las personas que utilizan sus productos, pero para sus propios fines, no los del Estado. El motivo que dan para vigilarnos a todos, que es un motivo aceptable, es que desean proporcionarnos el mejor servicio. Me gusta que mis búsquedas de Google me ofrezcan los resultados más relacionados con lo que estoy intentando averiguar. Me gusta que Amazon me presente sin cesar sugerencias de libros que pueden interesarme porque suelen ser sugerencias bastante acertadas.

Pero existe también otra razón más preocupante. Muchas de estas empresas, sobre todo si no nos cobran directamente por el servicio que ofrecen, ganan dinero a base de vender nuestra información a los anunciantes. Cuanto más saben sobre nuestros hábitos, gustos y más íntimos deseos, mejor situadas están para ofrecernos como blanco al que dirigir una publicidad individualizada. Si hacemos, por ejemplo, una búsqueda con las palabras “pantera rosa”, a partir de ese momento no dejan de saltar anuncios de panteras rosas en nuestro ordenador.

Con el espionaje de EE UU colaboran Microsoft, Yahoo!, Google, Facebook, Skype, YouTube y Apple

Esta acumulación comercial de informaciones íntimas y personales es ya de por sí algo para preocuparnos. Las palabras tranquilizadoras que nos ofrecen Facebook, Google y otros —“confía en nosotros”— no son suficientes. Al fin y al cabo, acabamos de enterarnos de que han compartido parte de esas informaciones con los espías. En general, estoy convencido de que lo hicieron a regañadientes, aunque es inquietante saber que el máximo responsable de seguridad de Facebook, Max Kelly, se fue de allí a trabajar a la Agencia de Seguridad Nacional.

La primera vez que sospeché algo de este tipo fue hace dos años, durante una conversación con altos directivos de Facebook y Twitter. Cuando empezamos a hablar de las llamadas órdenes FISA, las instrucciones que, con arreglo a la Ley de Vigilancia de Inteligencia Extranjera, les obligaban a entregar los datos que tenían sobre determinadas personas o determinados grupos a los servicios de seguridad del Gobierno, les noté visiblemente turbados. Con una mueca de disculpa, dijeron que no estaban autorizados a revelarme el número de órdenes FISA que habían recibido, ni siquiera una cifra aproximada.

Varias de las empresas mencionadas en The Guardian y The Washington Post han respondido diciendo que nunca habían oído hablar de Prism, pero han dado cifras sobre el total de peticiones de las fuerzas del orden que recibieron durante seis meses, hasta el final de mayo, relacionadas en su mayoría, por lo visto, con casos penales, más que con el tipo de asuntos previstos en FISA. Por ejemplo, el tío Sam solicitó información sobre 31.000 o 32.000 usuarios de Microsoft, 18.000-19.000 usuarios de Facebook y 10.000 cuentas y dispositivos de Apple. ¿Es mucho o poco? Si uno de esos usuarios es usted, es mucho. Yahoo! ha dejado ver de forma bastante explícita su bochorno: “Como todas las empresas, Yahoo! no puede dar a conocer legalmente el número de peticiones que se nos han presentado hasta ahora según las disposiciones de FISA porque esas cifras son secretas; sin embargo, instamos enérgicamente al Gobierno federal a que reconsidere su actitud en esta cuestión”.

En una democracia, son los ciudadanos los que deben decidir el equilibrio entre seguridad y libertad

Algunos lectores se habrán dado cuenta de que he utilizado el condicional: “Si el Gran Hermano regresara…”. “¿Cómo que si?” exclamarán. “El Gran Hermano ya ha regresado, está en la NSA, Facebook, Google y el GCHQ”. Pero eso es una exageración. Es cierto que la cantidad y la intimidad de lo que saben los espías y las empresas sobre cada uno de nosotros, en total, supera con mucho los sueños más descabellados de un general de la Stasi. Y eso es un peligro, sin duda. Pero Reino Unido y Estados Unidos no son Estados totalitarios. Vivimos con la amenaza real de actos violentos por parte de radicales de diverso tipo y difíciles de atrapar, como han vuelto a demostrar hace poco el atentado de la maratón de Boston y el asesinato de un soldado fuera de servicio en Londres. Esas personas son más difíciles de descubrir que un arsenal nuclear soviético.

No obstante, los Gobiernos británico y estadounidense no pueden limitarse a asegurar que el fin de mantenernos a salvo justifica los medios. No es suficiente que repitan que todo se hace con arreglo a la ley, sobre todo cuando las leyes que se utilizan, como la británica Ley de Regulación de los Poderes de Investigación, son de lo más elásticas. Es insultante que los ministros pretendan apaciguarnos con la frase de que “nunca comentamos los asuntos de inteligencia”.

Sin que eso suponga contar a los terroristas nada que ya no sepan, es perfectamente posible, por ejemplo, que el Gobierno de Estados Unidos permita a las empresas revelar el número de órdenes FISA que ya han cumplido. Como ha dicho con insistencia el Gobierno alemán, de una sensibilidad admirable en las cuestiones relacionadas con la privacidad, el Gobierno británico nos debe —no solo a los británicos, sino a todos los demás europeos de cuyos metadatos se ha apropiado— una declaración como es debido sobre el programa Tempora, aparentemente gigantesco, del GCHQ.

Existen numerosos detalles operativos que siempre tendremos que aceptar como cuestión de fe, pero en una democracia, a la hora de la verdad, somos los ciudadanos quienes debemos decidir dónde establecer el equilibrio entre seguridad y privacidad, seguridad y libertad. Lo que está amenazado son nuestras vidas y nuestras libertades, no solo por el terrorismo sino también por la inmensa depredación de nuestra privacidad que se comete en nombre de la lucha contra ese terrorismo. Si esas compañías de las que los Gobiernos obtienen la mayoría de nuestros detalles íntimos quieren demostrar que siguen estando en el bando de los buenos, que se unan a esta lucha en favor de una mayor transparencia. Nuestro “derecho a saber” no afecta solo a los Gobiernos.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige www.freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution, Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: Ideas y personajes para una década sin nombre.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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