De vuelta a Baden-Baden
¿Y cómo se lo contamos?
La noche anterior les costó dormirse, y aún no habían encontrado la manera. Los dos recordaban las protestas y los llantos del año anterior, aunque ninguno quiso evocarlos en voz alta. La culpa es nuestra, por malcriarlos… Eso tampoco lo dijeron, porque reconocerlo, a aquellas alturas, sólo provocaría una amargura inútil. Al fin y al cabo, su pecado no era más grave que el de tantos y tantos próceres cuyas fotografías siguen apareciendo en los periódicos cargados de medallas físicas o simbólicas. Ellos habían criado a sus hijos en la opulencia porque les habían contado que vivían en un país opulento. Y se lo habían creído. Ni más ni menos que los gobernadores del Banco de España.
–Niños, tenemos que hablar –al día siguiente, ella abrió fuego en la mesa del desayuno.
–Sí, veréis, tenemos que contaros…
Él no pasó de ahí porque recuperó de pronto un viejo chascarrillo familiar, una escena que nunca había visto, pero le habían contado muchas veces, su bisabuelo, un obrero próspero, dueño de su propio taller, pero obrero, despidiendo a la familia, que se iba a veranear a la sierra mientras él se quedaba trabajando, pasando calor, decía. Hasta que el coche de línea arrancaba y entonces, mientras les decía adiós con la mano, murmuraba para sí una frase distinta. Madrid en verano, sin mujer y con dinero, Baden-Baden.
–Pues… –la suya le dio un codazo y le miró.
–Sí, que… Os acordáis de que el verano pasado fuimos al pueblo de mamá porque no teníamos dinero para alquilar nada en la playa, ¿verdad? –sus hijos, varones, 17 y 15 años, pusieron a la vez cara de asco, pero él no se arredró, no tenía margen–. Bueno, pues ahora…
Madrid en verano, sin mujer y con dinero, Baden-Baden. La fórmula seguía en vigor
Hace un año, él conservaba un empleo con más de una década de antigüedad y su mujer llevaba seis meses en el paro. Este año, la situación parecía mejor, pero era peor. Ella había encontrado trabajo en febrero, un empleo precario, a tiempo parcial y mal pagado, cuya principal virtud era que le permitía ahorrar la prestación por desempleo por si volvían a venir mal dadas. A él le había pasado un ERE por encima en noviembre. Después de un trimestre de anonadamiento absoluto, había empezado a moverse y había conseguido algunas colaboraciones, demasiado pocas como para hacerse autónomo, suficientes, eso sí, para esquivar una depresión. Los dos estaban trabajando, pero trabajando mal, sin certezas, sin expectativas de progreso, sin seguridad de ninguna clase. Y, naturalmente, sin vacaciones.
–Lo que quiere deciros papá –su mujer, tan habilidosa como siempre en estos casos, aprovechó para cargarle el mochuelo– es que este verano nos vamos a quedar aquí.
–Sí, porque mamá no tiene vacaciones y yo tengo algunos trabajos sueltos para estos meses, así que…
Se detuvo para apreciar la ausencia de reacción de sus hijos, que 12 meses antes se habían puesto como dos fieras al enterarse de que les esperaba un mes de agosto plácido y rural. Este año, en cambio, parecían tranquilos, hasta contentos, y el mayor ni siquiera había dejado de mojar galletas en el café para comérselas a continuación.
–En fin, que en Madrid también os lo podéis pasar bien en verano.
–Sí –su mujer le apoyó a toda prisa, tan sorprendida como él–, y además, si no salimos, tendremos más dinero. Os podremos subir la paga.
–Claro. Y hay muchos conciertos, verbenas, fiestas…
–Y el Parque de Atracciones, ¿no?
Sus hijos ni siquiera necesitaron mirarse para ponerse de acuerdo.
–Dabuti –dijo el mayor.
–Sí, mola mucho más que el pueblo –el pequeño apenas fue más expresivo.
Sus padres intercambiaron miradas perplejas, hasta preocupadas, por aquella insólita conformidad. ¿Estos son mis hijos?, pensó ella. ¿Por qué hacen esto?, pensó él. La incruenta victoria obtenida donde esperaban un doloroso fracaso no les deparó paz, sino una inquietud que tampoco comprendían.
–Pero… –hasta que su padre se armó de valor–. No lo entiendo. ¿De verdad no os importa quedaros aquí?
Madrid en verano, sin mujer y con dinero, Baden-Baden. Más de un siglo después, la fórmula seguía en vigor; sus razones, no.
–¿No ves que nadie tiene dinero para irse de vacaciones? –su hijo pequeño sonrió–. Todos nuestros amigos se van a quedar.
–Y las churris –subrayó su hermano.
–Eso.
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