Los nuevos zombies
Una carta de un lector de El País me hizo gracia hace unos días, porque bajo el epígrafe “Somos maleducados” señalaba lo que de vez en cuando he venido apuntando desde los años noventa: en 1995 publiqué en otro sitio dos artículos, titulados respectivamente “Descorteses” y “Bestiales”, en los que lamentaba la progresiva pérdida de las formas más elementales de educación en España, y cómo eso llamaba la atención –para mi sonrojo– de las amistades extranjeras que aparecían por aquí. Se quedaban perplejas al comprobar que poca gente decía “por favor” o “gracias”, o “perdón” si les daba un empellón en la calle; cómo muchos camareros y dependientes se les dirigían con un tuteo invariable y en fórmulas nada urbanas: “¿Qué queréis?”, como si los clientes fueran una molestia o intrusos. Luego observé otras costumbres reinantes. No sólo es raro que alguien ceda el paso, sino incluso que se “estreche” mínimamente al cruzarse con otro, siempre ha de hacerlo uno si no quiere ser arrollado o embestido. Durante una época probé a no apartarme a propósito, a ver qué ocurría: los que venían de frente me atropellaban casi sin falta, no hacían ni ademán de desviarse un milímetro, era como si yo no existiera. Demasiados topetazos en poco tiempo; volví a mis rodeos o a bajarme a la calzada, más pruebas eran innecesarias.
Ese lector, Enrique Castro, de Barcelona, decía que quizá no estábamos enterados, pero que esa era nuestra fama fuera: la de ser rudos, incivilizados, zafios, desconsiderados, groseros. Lo mismo que los chinos tienen fama de escupir a todas horas (justa o no, la tienen), la nuestra es la de maltratar a cualquiera, no pedir permiso, no preguntar si algo molesta, no disculparnos por nada. No sólo viene siendo así desde hace muchísimos años, sino que la tendencia va en aumento. Llegará un instante en que será difícil convivir, o nos lo será a quienes cada vez parecemos más antigüedades.
Demasiadas personas van absortas en sus móviles y jamás elevan la vista"
Lo peor es que exportamos, me da la impresión, nuestras señas de identidad más feas. Primero fue la chapuza, que se veía raramente en Inglaterra o Alemania y en cambio ya está allí bien instalada. Ahora es el deterioro de los modales. En mis viajes de trabajo al extranjero me encuentro con comportamientos hasta hace no mucho impensables. Los editores que lo invitan a uno para apoyar la promoción de un libro con su presencia superflua (pero parece que lo que hoy importa más es la cara del autor y su cháchara, no su obra; “the singer, not the song”, como me dijo mi amigo Eric Southworth), a menudo lo tratan a uno fatal: le mienten, lo engañan, lo explotan, le mandan unos programas de actividades que luego se amplían a traición hasta el agotamiento, abusan lo indecible, se cobran su libra de carne en la piel del escritor exhausto. La prensa “interesada” suele ser caprichosa, informal y arbitraria, pretende que uno haga el idiota más de la cuenta y que se preste a sus ocurrencias más vejatorias. Pero todo esto viene ya de antiguo, uno está hecho a la idea, y más en tiempos de crisis, en los que nada le parece suficiente a nadie.
Más novedoso me resulta lo siguiente: uno viaja de una ciudad a otra, en tren, coche o avión, acompañado por una persona del departamento de promoción, suele ser joven. Pues bien, esa persona, nada más tomar asiento en el medio de transporte que sea, sin decir una palabra, ni preguntarle a uno si le importa, saca su iPhone, su iPad o como se llamen, le da a uno el perfil o la espalda, finge que se ha evaporado y se enfrasca en su tuiteo, en sus SMS, en sus What’s App, su Skype o lo que sea, de los que puede no levantar la mirada en las dos o tres horas de trayecto. Debo decir que lo prefiero: si uno se pasa el día soltando rollos en entrevistas y presentaciones públicas, lo último que desea es seguir hablando en los ratos muertos o libres. Lo llamativo es que esos encargados de prensa, de los que uno es huésped, ni siquiera hagan amago de ofrecer un mínimo de conversación, ni consulten su preferencia, ni se disculpen por su absoluto desinterés por quien está a su lado. Creo que no son conscientes de su descortesía, es decir, les debe de parecer lo más natural del mundo, darán por sentado que todos llevamos iPhones y iPads y que a todos nos atrae mucho más intercambiar mensajes-píldora con los ausentes que departir con quien se halla presente. La verdadera conversación pertenece al pasado, a quién le interesa.
Los que no llevamos aparatos por la calle debemos caminar con ocho ojos, no ya con cuatro. Antes no era infrecuente reprocharle a alguien que chocaba con nosotros: “Mire usted por dónde anda, hombre”. Ahora sería improcedente y absurdo, porque no se espera que mire nadie. Demasiadas personas van absortas en sus móviles y jamás elevan la vista. Les traen sin cuidado los edificios, los parques, la inagotable fauna de las ciudades, lo que sucede a su alrededor. Aún más si pisan o embisten a un transeúnte, así sea un anciano con bastón y paso frágil o una mujer embarazada o con tres criaturas. Debo confesar que tanto me irritan estos zombies electrónicos, sin curiosidad por nada físico, que sólo deseo –momentáneamente, luego retiro mi pensamiento excesivo– que se estrelle contra ellos un autobús mientras se emboban en sus imbecilizantes pantallas.
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