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PALOS DE CIEGO
Columna
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Optimismo obligatorio (casi)

Javier Cercas
Gabi Beltrán

1. Hay quien piensa que, en una época de crisis económica, el optimismo es casi una obligación moral, igual que, según le dijo Franz Kafka a Gustav Januch, en un mundo sin Dios es casi una obligación moral el sentido del humor. Puede ser, pero últimamente no siempre resulta fácil ser optimista. El 8 de febrero, al día siguiente de que nos enteráramos de que un tercio de los ediles del Ayuntamiento de Barcelona cobran más de 100.000 euros al año, y el alcalde, 143.708 –casi el doble que el presidente del Gobierno–, Xavier Trias, alcalde de Barcelona, declaró: “Bajar según qué sueldos comporta según qué cosas”. Se trata de una frase críptica, pero todos interpretamos lo que interpretamos. ¿Interpretamos correctamente? ¿Está insinuando Trias que si no se les paga bien, los políticos se corrompen? Es lo que suelen decir de vez en cuando algunos de nuestros políticos. ¿Cabe deducir de ello que todos nuestros políticos se han metido en política para forrarse y que si no les dejamos hacerlo por las buenas, lo van a hacer por las malas? ¿Será por eso por lo que entre 2007 y 2011, el PP le subió su sueldo a Rajoy el 27% mientras el presidente les pedía a los trabajadores que trabajaran más y cobraran menos? No estoy haciendo demagogia. Es verdad que, por seguir con Trias, su sueldo no es tan alto si se compara con el de otros alcaldes de grandes ciudades: el de Londres cobra 234.000 dólares, aunque Barcelona tiene cuatro veces menos habitantes que Londres; pero los alcaldes de Estocolmo, Oslo o Helsinki, más cercanas en población a Barcelona, cobran por encima de los 200.000 dólares, aunque los sueldos de los maestros suecos, noruegos o finlandeses son muy superiores a los de los españoles. Sea como sea, esa no es la cuestión (o no lo es ahora). La cuestión es que parece aberrante establecer un vínculo entre la corrupción y los sueldos de los políticos. A nuestros políticos, como a nuestros maestros, hay que pagarles dignamente, pero la corrupción hay que combatirla (aparte de con maestros bien pagados) con leyes eficaces contra la corrupción y con instrumentos eficaces para aplicarlas. A estas alturas ya todos sabemos más o menos cuáles son; lo único que falta es que los políticos se pongan manos a la obra. Todo lo demás es marear la perdiz.

Uno de cada tres españoles no lee nunca. ¿Nada? No, nada de nada”

2. El mismo 8 de febrero nos enteramos también de que, según un informe presentado por la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE), uno de cada tres españoles no lee nunca. ¿Nunca? No. ¿Nada? No, nada de nada. En “El acento”, este periódico hacía una interpretación optimista del informe: a pesar de todo, el índice de lectura en nuestro país ha aumentado desde el 54,3% (en 2009) hasta el 63%, y se acerca así a la media europea, que es del 70%. Mi interpretación no es ni optimista ni pesimista; yo solo me pregunto: Dios santo, ¿sabe uno de cada tres españoles lo que se está perdiendo? ¿Alguien se lo ha contado? Vaya por delante que soy bastante escéptico con las campañas de fomento de la lectura, por lo mismo que lo sería con las campañas de fomento del sexo o del jamón de Jabugo; pero, del mismo modo que los chavales se pasan el día rodeados de chicas guapísimas (y viceversa), a mí me gustaría que los rodeásemos de libros buenísimos y de maestros bien pagados que supiesen disfrutarlos y les contasen lo que se están perdiendo. Luego, si los prueban y no les gustan, allá ellos: quien no disfruta follando ni comiendo jamón de Jabugo es que no tiene remedio.

3. El doctor Johnson opinaba que solo los idiotas escriben sin cobrar. Tenía razón, y yo lo sé muy bien, porque hasta mis cuarenta años casi no hice más que el idiota; mucho me temo que dentro de poco tendré que volver a hacerlo. Según el mencionado informe de la FGEE, el 58% de los españoles lee ya en formato digital; pero, de ellos, el 68% baja o descarga gratuitamente los libros. Soy incapaz de hacer una interpretación optimista de ese dato. Sólo se me ocurre decir que, contra semejante robo, como contra la corrupción, no cabe más defensa (además de maestros bien pagados) que la de una ley eficaz y la de unos políticos que se atrevan a promulgarla y aplicarla. Todo lo demás también es marear la perdiz.

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