La porra, la cruz y la tijera
La parte buena de que manden “éstos” –así se refería mi madre al franquismo, en memorable definición sintética, acompañada por el levantamiento del pulgar, señalando a su espalda– es que las generaciones que no conocieron directamente sus represiones, acciones y omisiones tienen ahora encima de sus cabezas una muestra del género lírico que la gente de mi edad, y de más aún, sufrió como banda sonora.
Quienes creían que exagerábamos aquellos que nunca abandonamos la idea de la memoria histórica en ninguna de sus manifestaciones, disponen actualmente de una amplia panoplia de representaciones y personificaciones del ayer que nunca cesa. La mezcla de autoritarismo y rosario, de mantilla e hipocresía, de cachiporra y melindres morales ha sido puesta al día –hombre, tenemos lo que queda de democracia y de libertad de expresión, y está Internet: todavía no pueden callarnos–, pero el tupido velo bajo el que los sepulcros blanqueados se ocultan se rasga súbitamente cada vez que un ministro metepatas muestra su verdadero rostro, ya sea en el Congreso, en la rueda de prensa de turno o en una embajada de España en Roma, tomada por el Opus Dei tanto como lo está el Vaticano desde que Juan Pablo II le metió mano.
Aquello de que volvían los mismos con distintos collares se ha consumado”
Efectivamente, hijos e hijas mías. Lo que nos temíamos los mayores, aquello de que volvían los mismos perros con distintos collares, se ha consumado. Puede que Jorge Fernández Díaz no sea Carrero Blanco –le faltan cejas para ello–, y puede que no aplique en su comportamiento cachiporrístico sus criterios religiosamente extremos. Los tiempos son otros. Y, del mismo modo que él tiene derecho a expresar sus necedades decimonónicas sobre sexo y demografía, nosotros estamos autorizados para ponernos varias moscas en cada oreja. Que un cristiano renacido –a estos ricos píos no les basta con nacer: quieren acaparar todas las posibilidades–, nada menos que en Las Vegas, abuse de los privilegios de su cargo para desafiar nuestra inteligencia, rodeado de cardenales y otras hidras, debería soliviantarnos más allá de la ofensa a los homosexuales.
Pero ¿de dónde salen éstos?, entran ganas de inquirir. Quizá esos jóvenes a quienes me refería se lo preguntarán. Yo tengo la respuesta muy interiorizada: es una cantera. Las mejores familias, los mejores colegios, los mejores compañeros, los mejores mentores, los mejores amigos, las mejores parroquias y los mejores negocios. Cuando pueden, regresan. Más modernos, más jacarandosos, con mejores relaciones –las de ahora se llaman mercado, y metan ustedes aquí las instituciones internacionales que se les vayan ocurriendo– y la mejor jeta de amianto.
La herencia recibida de los socialistas –ésta, sí– en lo que respecta a la sumisión del Estado español al Estado vaticano, la ausencia histórica de redaños por parte de la socialdemocracia patria –no solo las leyes: ese Vázquez trapicheando devociones en su satrapía romana, ese Bono–, se lo ha puesto en bandeja a este y a cualquier otro Gobierno de la derecha. Tal como están las cosas, con el proceso de descomposición del sistema que se está produciendo en los países europeos del sur, el nuestro aporta un pintoresquismo supremo, que es el de las peculiaridades añadidas.
Falta de transparencia y crucifijos al cuello, porras y pelotas de goma y gases lacrimógenos y –por todos los dioses– ganas de repoblar la tierra, alcaldesa y presidente de comunidad de la capital, gobernando como sucesores y apacentando sus rebaños hasta la Dormidina, ministros que controlan lo económico al tiempo que manejan la impostura. Un tipo, en cultura, cercano también al Opus, estableciendo las bases de la discriminación escolar por clase social y por sexo.
No, no son marcianos. Son españoles. Son “éstos”.
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