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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Alicientes en series

José Luis Ágreda

El inicio del año plantea una cuestión muy menor –desde luego que muy menor, comparada con Las Otras–, pero que no deja de tener su interés porque concierne a nuestro ocio más íntimo. Hablo de las series ante las que nos despatarramos y alcachofamos en el sofá.

Escribo en la última mañana de 2012, aislada en una casa de campo del Empordà y con ningún deseo de vérmelas con la realidad. Por eso, porque no quiero pensar en nadie más y porque, por fortuna, carezco de conexión en mi cuarto, con lo cual no puedo estremecerme enterándome de las noticias –me conectaré cuando baje a la sala común, pero lo justo para enviar esta nota–, me mantengo deliberadamente en una especie de limbo.

La pequeña ventana de la masía aparece entelada por la humedad, la niebla tempranera apenas se rompe, dejando entrever los árboles cercanos. Como en un cuento de invierno, hago desaparecer en la boira a los necios y malvados personajes del mundo real y convoco a los protagonistas de series. He de decir aquí que, en las que uno sigue, las que de verdad jalea desde el sofá, no hay personaje que resulte prescindible. También ocurre lo contrario: que cuando una serie puntera te decepciona –cosa que suele ocurrir la segunda o tercera temporada: Homeland es la prueba, y Mad Men, la gran excepción–, el más juncal de los protagonistas se empequeñece. Pese a ello, preferiría que entrara por esa ventana el tontorrón congresista Brody de los últimos capítulos de la segunda temporada de Homeland a que lo hiciera, un suponer siniestro, don Mariano, el ejecutor en serie.

Ni Mark Hamon ni Tom Selleck han pasado aún por el cirujano. Brindemos”

Con el paso del tiempo, hay series menores, pero sólidas, que se revelan mejores acompañantes a la larga que esas otras, buenísimas –me mata de placer la danesa The Killing, mucho más que su versión Seattle–, que por tanto pueden decepcionarme. Entre las que me gustan porque no me defraudan y siempre ofrecen lo mismo, Navy. Ya lo sé, quién me habría dicho a mí que acabaría adicta a una saga de marines que defienden el gremio por doquier y sueltan basura ideológica. Pero Navy, con sus actores competentes, personajes que interactúan con unas relaciones tópicas, pero bien construidas, no decepciona, y posee una ventaja en relación con CSI, la de Las Vegas, que también me entretiene mucho: que la silicona, el bótox y el colágeno todavía no han hecho estragos en el grupo. Lo de CSI resulta pavoroso. Hay un moreno de cejas depiladas y mandíbulas prominentes que lleva en su cabeza apaños como para mejorar un tren de vida. En cuanto a las actrices, sus restos apenas pueden moverse: se desplazan como siguiendo las instrucciones del taxidermista con un auricular en la oreja.

Semejante epidemia fáustica –de patético pacto con el cirujano plástico para recuperar la lozanía de la primera temporada– todavía no ha alcanzado a Navy, ni tampoco, espero, a otro producto sólidamente policial: Blue Blood, que, pese a que es más conservadora que la salmorra, me gusta, y mucho. En ambos productos, el primero con casi una decena de temporadas a las espaldas, y el segundo entrando ahora en la tercera, hay algo que no siempre se encuentra: oficio. Algo que se agradece porque, al parecer, se acabaron los tiempos de Los Soprano y The Wire, y hasta las series más prometedoras, como Boss, tienden a mezclar sexo bobo con adicciones varias y hostias a troche y moche, o, como en Downton Abbey, a convertir en emblema la tontorronería y el pastel de riñones.

Frente a ello, no me cabe duda: Navy, Blue Blood. Ni Mark Hamon ni Tom Selleck han pasado aún por el cirujano, y muestran un agradable deterioro físico. Brindo por ello y espero que dure.

www.marujatorres.com

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