¿Ninguna crisis es como las anteriores?
No es posible ni razonable recurrir al proteccionismo; tampoco practicar devaluaciones competitivas. Solo queda emigrar —ya lo hacen algunos— e incrementar la productividad, invirtiendo en investigación y en formación
A lo largo de la guerra de Secesión de Estados Unidos (1861-1865) la industria textil catalana tuvo serios problemas para abastecerse de algodón en rama. La escasez de materia prima provocó la paralización de muchas empresas. El cónsul británico en Barcelona relataba que los obreros sin trabajo eran empleados por los ayuntamientos o por las autoridades civiles en obras municipales. Grandes cantidades de dinero público, señalaba, se habían gastado juiciosamente. Algo parecido había sucedido en el pasado cuando por razones climatológicas tenía lugar una mala cosecha de cereales.
No parece que los ediles de aquellos tiempos tuvieran demasiada idea de modelos económicos. Sencillamente, bien por caridad, bien por temor a motines populares, recurrían a incrementar el gasto público, incluso endeudándose, con lo que buscaban paliar las consecuencias negativas de la crisis.
Sin duda no de otra forma actuó Franklin D. Roosevelt tras ganar las elecciones en 1933. Cuando los parados se contaban por millones y las coberturas sociales eran casi nulas, los políticos, y mucho menos los políticos de regímenes democráticos, no podían quedarse de brazos cruzados. Tenían que hacer algo, en muchos casos utilizando el método de ensayo-error.
Nunca tendremos la certeza de que fuesen las decisiones de Roosevelt, aplaudidas por Keynes, las que sacaron a Estados Unidos. de la depresión de los años treinta ya que en 1937 se inició otra caída. Algunas de esas medidas adoptadas son poco o nada recordadas, como la devaluación del dólar en torno a un 40% o el cierre de muchos bancos, o el seguro de desempleo. La política económica hitleriana logró reducir el paro en Alemania en 1934 al nivel de 1928, merced a la autarquía y a la expansión del crédito, pero esa política económica tuvo no pequeña responsabilidad en el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Hay que adelgazar los sectores que dificultan o contribuyen poco al crecimiento económico
El keynesianismo, como public spending, frente al ortodoxo equilibrio presupuestario prebélico, se popularizó tras la Segunda Guerra Mundial. Pero las décadas en las que se aplicó, grosso modo hasta la recesión de los años 70, fueron muy peculiares. Una parte considerable de la población activa desapareció a causa de la contienda. La brutal elevación de la mortalidad se distribuyó a lo largo de la pirámide de población de forma sesgada. Aunque no hay estudios globales, es muy probable que la mortalidad masculina fuese mayor cuanto menor fuera la cualificación. El esfuerzo bélico en la retaguardia y las argucias alejaron del frente a los especialistas, de picadores de mina a fabricantes de cohetes. Al acabar el conflicto, técnicas e instrumentos vinculados a la guerra —motor a reacción, antibióticos…— se aplicaron a las actividades civiles. Mano de obra muy cualificada, avance técnico, capitales americanos y, todo hay que decirlo, otro modelo de organización social, económica y política al Este, hicieron de los años cincuenta, sesenta e inicios de los setenta una época excepcional en Occidente. La relativa penuria de mano de obra poco cualificada se obtuvo de los países del Sur. Esta etapa acabó hacia mediados de los años setenta. Cuando la coyuntura económica cambió y los gobiernos intentaron reactivar el sistema inyectando capital público se produjo lo que se dio en llamar la estanflación, estancamiento más inflación. Si el incremento del gasto público, endeudándose, hubiera cambiado la tendencia, el llamado neoliberalismo, bien lejano del liberalismo decimonónico, no se hubiera impuesto. Sobre las decisiones y opiniones de los políticos y economistas de los años treinta influía la hiperinflación alemana de los años 1921-1923, de efectos sociales tan devastadores y la mayoría era partidaria de equilibrios presupuestarios y estabilidad monetaria. De forma parecida los temores a una estanflación e intereses nacionales concretos inclinan la balanza hacia el rigor presupuestario y la austeridad ahora.
Ninguna crisis es como la anterior, pero suelen tener ciertas semejanzas. El actual estado de la economía española tiene parecidos con la crisis ferroviaria y bancaria de 1866 y con la depresión de 1890-1896. Una mezcla de ambas.
A mediados del siglo XIX Francia disponía de una capacidad de ahorro por encima de las posibilidades de inversión en su propio país. España fue uno de los países que atrajeron una parte relevante de los capitales galos dedicados a construir caminos de hierro. Se partía de la hipótesis de que una vez montada una red ferroviaria, España se convertiría en un gran exportador de cereales, proporcionando carga y pasajeros. Para financiarla se constituyeron bancos de negocios, amparados en la ley de 28 de enero de 1856. Estos fueron los que canalizaron el ahorro exterior y nacional. El tendido se llevó a cabo con gran rapidez; en diez años unos 6.000 kilómetros. La inmensa mayoría con material importado, libre de derechos aduaneros. Pero cuando los diversos ramales estuvieron interconectados se comprobó que la escasa afluencia de viajeros y de mercancías no hacían rentables las líneas de ferrocarril y sus dificultades afectaron a los bancos que les habían financiado. El error de cálculo arrastró a las empresas ferroviarias y a los bancos. Las quiebras fueron numerosas.
El keynesianismo fue en buena medida la política económica de la socialdemocracia europea
La depresión de 1890-1896 tiene otras características, menos coyunturales, más vinculadas a modificaciones en la economía mundial. Los innovadores de los países avanzados tienden a ampliar sus mercados exportando tecnología a países que no son capaces de producirla, pero si de aplicarla, y en donde su uso puede resultar muy rentable. Estados Unidos y Argentina son dos ejemplos extraeuropeos en donde el ferrocarril, una innovación europea, permitió poner en cultivo enormes extensiones de tierra antes inutilizadas o usadas de forma extensiva, merced al abaratamiento del coste de transporte. La llegada masiva de cereales americanos a Europa provocó una caída de sus precios, dando lugar a una recesión (1890-1896). En España este proceso se vio agravado por la progresiva destrucción del viñedo por la filoxera. Era probablemente la primera vez o casi, que un proceso de globalización tenía consecuencias negativas para ciertos sectores sociales y económicos del viejo continente.
La actual crisis en parte recuerda a la ferroviaria y bancaria de 1866 y en parte a la depresión de 1890-1896. Ciertos países tienen una balanza de comercio excedentaria y una elevada capacidad de ahorro. Para sacar rentabilidad a sus capitales han prestado a terceros de diferentes formas, terceros que han invertido y gastado en negocios no muy solventes, asumiendo grandes riesgos. Sin olvidar que también han generado una importante demanda de bienes y servicios a empresas de los países de donde procedían los préstamos. Cuando se evidencia que los deudores van a tener dificultades para devolver lo prestado surge la crisis. Antes, bajo el liberalismo, esta se llevaba por delante a parte del sistema bancario; ahora implica también al Estado a través de sus intentos por evitar la quiebra de parte del sector financiero nacional. Pero además de sufrir este tipo de crisis, algunos países europeos padecen graves dificultades vinculadas a la globalización, es decir, al uso de nuevas tecnologías en países, antes con tierras abundantes, ahora con mano de obra barata, que son capaces de producir a costes inferiores. A partir de los años cincuenta del siglo pasado la deslocalización de parte de la industria del automóvil europea y estadounidense —Citröen, Renault, Simca, Ford…— benefició a países, como España, con mano de obra barata y capaz de asimilar las nuevas tecnologías. Obviamente, este proceso se ha extendido a otras partes del globo. Dado que no es posible ni razonable recurrir al proteccionismo, ni practicar devaluaciones competitivas solo parece que queda emigrar, lo que ya está haciendo una pequeña parte de la mano de obra cualificada, e incrementar la productividad, invirtiendo en investigación y en formación, pero también adelgazar aquellos sectores que poco o nada contribuyen al crecimiento económico, cuando no lo dificultan. No es solo un problema de capitales, desafortunadamente. Absorber el paro y recuperar la productividad resultará largo y duro, entre otros motivos porque no pocos de los problemas actuales no son solo económicos.
Emiliano Fernández de Pinedo es catedrático de Historia Económica de la UPV-EHU.
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