“No quiero que ese niño vaya a clase con mi hijo”: el efecto compañero influye en la trayectoria educativa
Miles de estudiantes han conocido esta semana con quién irán en el aula. Una circunstancia en torno a la cual hay preocupación, prejuicios, y ciencia


Después del letargo veraniego, los chats de clase de muchos chavales ―y de sus familias si no les llega la edad para tener móvil― han echado humo esta semana. Los centros educativos abrieron sus puertas el lunes, y buena parte ha comunicado la composición de los grupos en el nuevo curso, cuyas clases comienzan mañana en casi toda España. Muchos colegios e institutos de más de una línea mezclan a los estudiantes del mismo grado cada uno o dos años. El pasado domingo, 31 de agosto, Paula, de 14, esperó sentada delante del ordenador hasta que el reloj marcó las 0.00 y entró en la plataforma web de la enseñanza pública valenciana para ver en qué clase le había tocado. Pocos minutos y una cascada de mensajes de WhatsApp después, respiró tranquila: “Voy con casi todas mis amigas”. Muchos padres y madres también aguardan impacientes saber con quiénes se sentarán sus hijos. Una circunstancia en torno a la cual hay preocupación, prejuicios y también ciencia: la investigación apunta a que el llamado efecto compañero tiene trascendencia en su trayectoria académica.
La práctica de mezclar regularmente las clases está relacionada con ello. “Además de para que se conozcan todos y todas, sirve para romper dinámicas feas, y separar a los que se distraen. O también cuando ves que un niño se está quedando solo; dices: vamos a ver con quién puede tener afinidades y los juntamos”, afirma Josebe Azpiri, directora de un colegio público en Hondarribia (Gipuzkoa). El profesorado de su centro, que solía ser de tres líneas pero al que la natalidad va dejando en dos, dedica tiempo a diseñar la composición, cuidando de que haya un reparto equilibrado del alumnado con necesidades de apoyo educativo. En el proceso tienen en cuenta la opinión de los chavales, que manifiestan por escrito “con quién quieren ir y con quién no quieren ir”. Y, en ocasiones, de los progenitores. “Hay familias que piden que no pongamos a su hijo con este niño o niña porque se llevan fatal o por lo que sea, y normalmente se hace. Si también lo ve el profesorado, claro. Pero normalmente, si una familia viene a decirlo, lo hace con razón”.

Eso hizo a final del curso pasado Gerardo, cuyo hijo estudia la ESO en Valencia. “Fuimos a hablar con la tutora y le dije: ‘No quiero que mi hijo siga en clase con este chico, no le sienta bien”, cuenta el padre, que califica al chaval de “follonero” y (con un poco de mala conciencia) de “maleducado”. “No me gusta echarle toda la culpa al otro. Creo que parte del problema viene de mi hijo, y de que si se junta mucho con alguien así va a sacar su lado malo, que también lo tiene. Se van a retroalimentar”, afirma. “Y tampoco es que los vayamos a separar del todo, para eso habría que cambiarlo de colegio, pero creo que con poner un poco de distancia la cosa se va a relajar. De todas formas, la regla básica es que tú no eliges a los amigos de tus hijos. Puedes intentar influir un poco, pero son ellos los que los eligen”.
El impulso adolescente
Los mecanismos que, sobre todo a partir de la adolescencia, llevan a los chavales a poner en la parte alta de sus prioridades la relación con sus pares, ser muy sensibles a su ascendiente, y desoír los consejos de los padres en la materia están muy arraigados en los seres humanos, explica David Bueno, biólogo y experto en neuroeducación de la Universidad de Barcelona. “Es un impulso que se genera dentro de su propio cerebro. Buscan separarse de sus progenitores y socializar con sus iguales porque tienen que empezar a establecer su propia vida como adultos. Y eso hace que tiendan a imitarles, que la influencia del grupo de amigos y de otros adolescentes sea muy importante en sus vidas, y a buscar su aprobación. Una opinión favorable significa que se están integrando bien con su grupo social, y una desfavorable, todo lo contrario”.
Los investigadores han dedicado esfuerzos a tratar de medir, a una escala mayor que la individual, hasta qué punto es poderoso el efecto compañero tanto en la marcha educativa de los estudiantes, como en su trayectoria académica a más largo plazo ―en cuestiones como la tendencia al absentismo, la decisión de ir o no a la universidad, y en tal caso, qué rama elegir― así como en otro tipo de hábitos ―como la propensión al consumo de alcohol y otras drogas―. José Montalbán, investigador del Instituto de Investigación Social (Sofi) de la Universidad de Estocolmo, publicó el año pasado una revisión de la literatura científica sobre estudios causales (aquellos que van más allá de las correlaciones) en torno a este efecto, integrada en el manual Economía de la educación. Su conclusión es que el efecto existe, que su impacto no es muy alto en el rendimiento educativo a corto plazo, que sí resulta mayor en el plazo más dilatado de las trayectorias académicas y vitales, y que, en todo caso, la potencia estimada depende de factores como el método utilizado para calcularla.
Compañeros de cuarto
Montalbán, que es también profesor en EsadeEcPol, cita en su trabajo investigaciones llevadas a cabo en Estados Unidos, Reino Unido, Suecia, Francia y otros países que reflejan, por ejemplo, que el rendimiento escolar del alumnado se incrementa ligeramente cuando en el curso hay 10 puntos porcentuales más de chicas. Que todos los estudiantes se benefician de compartir cuarto en la universidad con un alumno de nivel académico alto, y que quienes más se benefician ―según una investigación realizada con estudiantes del Dartmouth College, una de las ocho universidades privadas de la elitista Ivy League de Estados Unidos― son los que tienen también nivel alto, mientras los más perjudicados por tener un compañero con bajos resultados son los que también los tienen. O que, a igual “nivel académico absoluto”, la posición relativa de desempeño que los estudiantes ocupaban en su antigua clase de primaria tiene consecuencias en su trayectoria educativa a largo plazo, especialmente en los hombres, según un estudio realizado en Inglaterra.
Montalbán es escéptico sobre la utilidad de las intervenciones directas por parte de las administraciones a la hora de buscar efectos compañero positivos. Entre otras cosas, porque el resultado puede no ser el esperado. Una de las investigaciones que analiza en su trabajo, realizada con alumnado de la Academia de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos (a la que se accede con 17 años) concluyó, en contra de lo que esperaban los autores, que organizar las clases poniendo en ellas estudiantes de nivel excelente con otros de nivel bajo (dejando en aulas aparte a los de nivel medio), no mejoró el rendimiento del grupo con peores resultados. El experimento tuvo un efecto neutro para los estudiantes de nivel alto y fue negativo para los de bajo. Y los investigadores concluyeron que ello se debió a que los estudiantes de ambos extremos del arco académico no se relacionaron entre sí, “sino que se segregaron en su subgrupo particular”, dañando el rendimiento de los que iban peor. “Es decir”, señala Montalbán, “que puedes intentar que una serie de tipos de individuos cooperen o interactúan de cierta forma, pero luego ellos toman sus propias decisiones, hacen cosas. Reaccionan, digamos, a esa política”.
El profesor del Sofi apunta que se han visto mejores resultados, en cambio, en iniciativas que buscan la mejora de forma indirecta (el llamado partial population approach) y aprovechan “redes de amistades ya existentes, posiblemente bastante robustas porque se han creado de manera natural”, interviniendo sobre una parte de las mismas. Un experimento que consistió en tutorizar a una porción de las familias de centros educativos de barrios de renta baja de París para que conocieran mejor el funcionamiento de la escuela y aprendieran a apoyar y supervisar el trabajo escolar de sus hijos, no solo mejoró el resultado y el comportamiento de dichos alumnos, sino, de forma adicional, de los hijos de cuyos progenitores no habían recibido la asesoría. Es decir, que progresaron gracias a la mejora de sus compañeros. Y otra investigación en California concluyó que estimular que un grupo de estudiantes hiciera más ejercicio de forma regular tuvo como consecuencia que también sus amigos lo incrementaran.
La importancia del contexto
Sheila González, profesora de Ciencias Políticas de la Universidad de Barcelona, especializada en desigualdad social y educativa, señala que una parte de la disparidad de los resultados de investigación en torno al efecto compañero responde a que muchas veces este “se ha medido a partir simplemente de la mezcla” ―en ocasiones, aprovechado experimentos naturales como la evacuación de alumnado a otro Estado como consecuencia de inundaciones en EE UU―, y hay que tener en cuenta que hay “otros elementos que están mediando”. Por ejemplo, la cultura escolar. “No es lo mismo que la mezcla se produzca en un centro que es muy partidario de la misma y estructura su organización para atender lo mejor posible esa diversidad, que la mezcla se produzca en un entorno escolar de resistencia a la misma, lo que puede generar dinámicas excluyentes. Ambos supuestos pueden tener porcentajes de mezcla parecidos, pero las dinámicas de aula, organizativas y las vivencias del alumnado y sus familias serán seguramente marcadamente diferentes y producirán efectos distintos”.
Buena parte de la lucha contra la segregación escolar (es decir, de la conveniencia de promover que en los centros educativos haya alumnado procedente de hogares de distintos extractos socioeconómicos y culturales) se basa precisamente, afirma González, en la premisa de que el efecto compañero favorece “unas dinámicas de aprendizaje que no se pueden conseguir con otros tipos de políticas, y que estas, además, son baratas, porque se producen de forma espontánea a partir de la convivencia de perfiles diferentes”. Para que funcionen, sin embargo, es necesario que haya una serie de condiciones, empezando por el grado de la mezcla. “Si, por ejemplo, se envía a un niño extremadamente pobre a la escuela más rica de la ciudad, es probable que sienta lo que se conoce como efecto pez fuera del agua y no funcione. Pero nuestras sociedades permiten espacios de convivencia donde el efecto compañero se puede producir de forma no tan radical”.
González señala, para “tranquilizar a las clases medias y altas”, que la investigación apunta a que mientras el alumnado vulnerable “se beneficia mucho” del contacto con otros perfiles durante su etapa educativa ―en cuestiones como plantearse la posibilidad de cursar estudios superiores o en la facilidad para adquirir la lengua del país de acogida―, “el riesgo de pérdida de aprendizaje o adquisición de malos hábitos entre los estudiantes de hogares más instruidos es mucho menor debido a la gran red de seguridad que proporciona la familia”. Los estudiantes de hogares más acomodados, además, prosigue la investigadora, también se benefician del contacto, al hacerlos “más conscientes del privilegio” o, según por ejemplo un estudio realizado en la India, “favoreciendo que desarrollen la empatía”. Paradójicamente, añade González, son los progenitores de clases acomodadas, cuyos hijos “son menos sensibles al entorno” donde tienen lugar su aprendizaje, los que más se preocupan por la composición social de los centros educativos.
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