La política contra la segregación escolar, entre dos aguas
Concluir que la segregación social en la escuela no es un problema educativo analizando solamente las calificaciones de los alumnos es de un reduccionismo alarmante
En los últimos años, la cuestión de la segregación escolar ha cobrado un creciente protagonismo en la política educativa. La LOE la situó en 2006 por primera vez como un problema educativo de responsabilidad de los poderes públicos y la LOMLOE la ha rescatado y reforzado después de que la LOMCE la hiciera desaparecer. Cataluña consensuó en 2019 un Pacto contra la segregación escolar y el País Vasco acaba de aprobar un nuevo decreto de admisión para mejorar la distribución del alumnado vulnerable. Asimismo, no son pocas las experiencias de política educativa municipal dirigidas a combatir la segregación de las escuelas. Estas iniciativas tienen un mérito incuestionable, porque la reducción de la segregación escolar es una cuestión de difícil gobernabilidad. La clase política es reticente a intervenir en un problema educativo caracterizado por la escasa voz de los afectados y que puede afectar a la libre elección de escuela, con lo que hay que poner en valor el que los gobiernos locales o regionales se atrevan a hacer política en este ámbito.
Las suspicacias y reticencias a los intentos de política educativa para reducir la segregación escolar, sin embargo, no provienen solamente de las familias de clase media. El cuestionamiento viene desde posiciones políticas de extremos opuestos, algo que está dejando de ser una sorpresa en nuestro país. No se trata de partidos, sino de posicionamientos de coaliciones o actores que, en general, comparten intereses y tienen algo que perder con las políticas de equidad educativa. La primera posición se caracteriza por el negacionismo, y la segunda por el simplismo. Vayamos por partes.
El negacionismo opera, en primer lugar, mediante argumentos que pretenden minorizar o excluir la segregación como problema educativo. Esta posición se ilustra especialmente a partir del reciente estudio de Julio Carabaña para la Fundación Europea Sociedad y Educación (ver aquí), en el que pone en duda que la segregación escolar sea un problema educativo. Según Carabaña, no existen pruebas contundentes de que el rendimiento escolar se vea afectado por la concentración del alumnado socioeconómicamente desfavorecido. Plantearse políticas contra la segregación escolar, en consecuencia, no merece la pena, puesto que los peer effects (efectos positivos sobre el aprendizaje de tener compañeros de distinta condición socioeconómica) son mínimos. No me ocuparé aquí de los aspectos técnicos del estudio, basado en datos de PISA. Baste decir que el uso de los datos muestrales y no poblacionales para este tipo de análisis introduce sesgos que subestiman los peer-effects (ver aquí), que en el estudio se ignoran otros trabajos que con datos de PISA sí identifican la existencia de efectos positivos (aquí o aquí) o que PISA se centra en educación secundaria y no permite medir las consecuencias de la segregación escolar en primaria, donde es sustancialmente mayor. Pero, ni que así fuera, negar que la segregación escolar sea un problema educativo porque no mejora las calificaciones de los alumnos es de un reduccionismo alarmante. Supone considerar que la relación positiva observada entre procesos de desegregación y la reducción del abandono educativo (aquí), la reducción de la discriminación racial (aquí), el menor gasto en programas compensatorios (aquí) o los niveles de graduación escolar y la mejor inserción laboral de los grupos socialmente desfavorecidos (aquí) no son objetivos deseables y necesarios de la política educativa.
En segundo lugar, existe también un negacionismo de la responsabilidad protagonizado por representantes de la escuela concertada más elitista o con mayor orientación lucrativa. Para estos, puede que la segregación escolar sea un problema, pero en ningún caso la guerra va con ellos. Según esta posición, la segregación escolar es una consecuencia inevitable de la desigual calidad escolar. Son las familias con sus elecciones las que configuran el mapa de la escolarización. De este modo, no hay diferencias de calidad educativa porque exista segregación, sino a la inversa, hay segregación debido a la distinta calidad de las escuelas. Por lo tanto, cualquier intervención pública que vaya más allá de la financiación a las escuelas y que pretenda incidir en la distribución del alumnado según sus características socioeconómicas debe considerarse una intromisión y una adulteración de la libertad de elegir de las familias. En síntesis, mercado, pero con dinero público. El negacionismo de la responsabilidad ignora la segregación residencial o las barreras de acceso económicas o geográficas como causas de la segregación escolar. Asimismo, sostiene que las elecciones de las familias responden a la calidad educativa, cuando en realidad casi siempre se basan en la composición social de los centros escolares. De hecho, sabemos que las diferencias de rendimiento entre escuelas públicas y concertadas dejan de existir cuando se tiene en cuenta el nivel socioeconómico del alumnado (ver aquí). Insisto, no es toda la escuela concertada la que adopta esta posición, pero no son pocos. Y el negacionismo de la responsabilidad debería ser suficiente para la supresión del concierto.
En la otra orilla tenemos el simplismo, protagonizado por algunos actores de la educación pública. Por supuesto, reconocen la segregación escolar como un problema grave, y actúan críticamente contra las administraciones por su inactividad o ineficacia para resolverlo. El problema en este caso reside en las recetas para hacer frente a esta cuestión. Según esta posición, la segregación escolar es fácil de resolver y pasa por eliminar la escuela concertada, que se mueve exclusivamente por el afán de lucro y no por principios de inclusión. Para simplificar el simplismo: si todas las escuelas fueran públicas, no existiría segregación. Las políticas que buscan una mayor corresponsabilidad entre sectores en la distribución del alumnado vulnerable, por lo tanto, acaban por legitimar una mayor financiación a la escuela concertada y el propio modelo de conciertos, sin conseguir evitar que se continúe discriminando y excluyendo al alumnado vulnerable.
Por supuesto, es legítimo defender que toda la escuela sea pública. Pero argumentar que la eliminación de los conciertos acabará con la segregación es tan poco realista como ingenuo. La segregación escolar no solo existe entre sectores público y privado, sino dentro de cada sector (aquí), y si bien existe una relación positiva entre niveles de privatización y segregación escolar (aquí), la segregación escolar está lejos de desaparecer en sistemas con elevada provisión pública, como Noruega (aquí) o incluso Finlandia (aquí).
Negacionistas y simplistas son portadores de recetas mágicas, pero lo cierto es que los problemas complejos, y la cuestión de la segregación es uno de ellos, no tienen soluciones fáciles. La problemática de la segregación escolar tiene expresiones locales diversas y requiere estrategias que tengan en cuenta las causas que la generan en cada territorio. Sin embargo, la particularidad local no exime a los poderes públicos de articular medidas a escala nacional y de Comunidad Autónoma que den cobertura regulativa y financiera a las políticas educativas, urbanas y sociales a escala local. Nada de ello sucederá si dominan las posiciones que niegan la mayor o excluyen a alguna de las partes del proceso. El negacionismo o el maximalismo conducen al inmovilismo por su poca factibilidad política. Aunque puede que no se pretenda otra cosa que mantener el statu quo.
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