La clase media en educación: de la perplejidad a la autoridad moral
Conseguir composiciones sociales heterogéneas a través de cuotas de alumnado ordinario y alumnado con necesidades educativas no es estigmatizador. Busca precisamente reducir el etiquetaje asociado a la escolarización en centros gueto
En el libro How not to be an hypocrite. School Choice for the Morally Perplexed Parent, el filósofo Adam Swift reflexiona sobre los dilemas que asedian a las familias de clase media cuando deben tomar decisiones sobre la escolarización de sus hijos e hijas. Swift explora la tensión entre los principios y valores de justicia social y equidad de la clase media progresista y la decisión individual de buscar y acertar en la elección de la mejor escuela para los hijos. Esta disyuntiva sitúa a las familias ante lo que llama perplejidad moral: sentirse moralmente obligado con la meritocracia y la igualdad de oportunidades y al mismo tiempo asegurar la mejor escuela posible. Obviamente, este no es el caso de muchas fracciones de clase media, que ni siquiera sienten alguna responsabilidad colectiva derivada de sus decisiones individuales. Evidentemente se enfrentan a decisiones no sencillas sobre la elección de escuela, pero no al dilema moral que sí experimentan aquellos sectores comprometidos con una educación pública, de calidad y de igualdad de oportunidades para todos.
La perplejidad moral genera suficiente incomodidad como para que en la mayoría de casos se gestione en privado, o como mucho en petit comité con los más íntimos o con aquellos que se sabe que se encuentran ante los mismos dilemas. Cuando se acaba tomando la decisión de apostar por una determinada escuela ―que a menudo se decanta más hacia el interés privado que hacia el interés público―, los razonamientos autolegitimadores se multiplican: el hecho de que las escuelas descartadas sean demasiado tradicionales y poco innovadoras, el estado de las infraestructuras, o niveles excesivos de concentración de “familias distintas a la nuestra” son algunos de los argumentos utilizados. Por supuesto, todos ellos son legítimos, pero no por ello dejan de tener efectos segregadores y diferenciadores de la red escolar.
Lo que Adam Swift no podía prever cuando publicó su libro hace 20 años es que determinadas fracciones de clase media pasaran de la gestión incómoda de la perplejidad moral en el ámbito privado a atribuirse a nivel público la legitimidad moral sobre las decisiones educativas y el bien común. De enfrentarse a decisiones personales complejas de equilibrio entre interés privado y público se pasa a autoasignarse una autoridad moral no sólo por prescribir el mejor modelo educativo, sino por ser la voz de los colectivos desfavorecidos. Este posicionamiento se ha hecho especialmente evidente en los últimos años, sobre todo a medida que nuevos pactos y medidas contra la segregación escolar han ido tomando forma en decretos y políticas concretas. La última muestra se ha hecho visible en dos artículos recientes que atacan las medidas contra la segregación escolar del Consorcio de Educación de Barcelona iniciadas en 2019, y que según el último Informe de Oportunidades Educativas del Instituto Metrópoli han permitido reducir la segregación escolar del alumnado vulnerable en la ciudad (un 23% en primer curso de educación infantil y un 26% en 1º de ESO). El argumento que ponen de relieve tanto Cecilia Bayo como Helena López se centra en el uso perverso de dos listas de preinscripción escolar, una para el alumnado con necesidades de apoyo educativo y otra para el resto. El sensacionalismo asociado a expresiones como lista de pobres o expulsados del barrio eleva la anécdota a categoría de problema estructural. Su argumentación es tan simple como cuestionable. Primero, la doble lista ―que no es más que un sistema de garantía de reserva de plazas de alumnado con necesidades de apoyo educativo― es perversa porque estigmatiza.
Conseguir composiciones sociales heterogéneas a través de cuotas de alumnado ordinario y alumnado con necesidades educativas no es estigmatizador, sino que busca precisamente reducir el etiquetaje asociado a la escolarización en centros gueto. El segundo argumento se basa en la supuesta reducción de la capacidad de elección de las familias vulnerables. Más allá de que sea sorprendente priorizar la elección escolar para defender un modelo de educación pública equitativo y justo, en realidad la reducción de la capacidad de elección no es menor de la derivada para el alumnado ordinario. Si la reserva de plazas está bien hecha, debe ser proporcional a la representación de cada perfil de alumnado en el territorio. El tercer argumento se basa en los efectos colaterales de expulsión de los alumnos fuera del barrio. Esto es simplemente falso, porque la proximidad es uno de los criterios de asignación y el 91,4% del alumnado vulnerable que realiza la preinscripción de secundaria en centros de Barcelona se escolariza en su distrito de residencia.
La lucha contra la segregación exige políticas valientes, que inevitablemente tienen algunos problemas de implementación que es necesario corregir y mejorar. La planificación de plazas y de sistemas de admisión escolar es compleja, y es necesario poner en valor que se realice a partir de criterios de equidad educativa. Más allá de la inconsistencia de los argumentos de repartir pobres o expulsar del barrio, quizás lo más preocupante es preguntarse si existe algún plan B detrás de la autoridad moral que deslegitima la política contra la segregación. Si el modelo de la doble lista ―por cierto, aplicado en Flandes desde hace bastantes años con éxito― no es la vía, ¿cuál es la estrategia para acabar con la segregación y en qué evidencia se basa? Quizás es que la crítica a la política contra la segregación esconde simplemente un intento de preservar el statu quo y no un cambio real de la desigualdad educativa estructural de nuestro sistema. De hecho, detrás de enmiendas a la mayor suele haber inmovilismo. Y en cualquier caso, lo que menos necesitamos en estos momentos son lecciones de moralidad.
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