“El drama afectivo y emocional que viven los niños con altas capacidades en la escuela es extraordinario”
El catedrático emérito Javier Tourón defiende un sistema educativo que evalúe a todos sus estudiantes para adaptarse a las necesidades de cada uno: “El alumno medio no existe”
Javier Tourón (Vigo, 70 años), catedrático emérito de la UNIR, es uno de los investigadores de referencia en España en el ámbito de las altas capacidades. Tourón describe un panorama de creciente interés sobre el asunto, pero en el que todavía reinan la confusión, la descoordinación y los viejos prejuicios. Explica que la academia dejó atrás hace tiempo una visión “muy monolítica, unitaria”, expresada por una cifra, la del cociente intelectual, para adoptar otra mucho “más global, donde se tienen en cuenta las capacidades o aptitudes diferenciales de la persona”. Pero también factores ambientales y las llamadas soft skills, esas habilidades blandas que tienen que ver con la motivación o la determinación. Tourón contesta a las preguntas de EL PAÍS por videoconferencia.
Pregunta. ¿Qué son las altas capacidades?
Respuesta. Cuando hablamos de capacidades en las personas, como parece de sentido común, hablamos de un proceso evolutivo. Es decir, las capacidades son aptitudes que las personas tienen en inicio, pero que han de convertirlas en talento al aplicarlas a campos de actividad concretos. ¿Qué media entonces entre la capacidad o aptitud y el talento o la competencia? La educación, el trabajo. Por eso es muy importante entender que las personas no son de altas capacidades —antes se les llamaba, incorrectamente, creo yo, superdotados—, sino que tienen unas capacidades destacadas, y en distinto grado, que están en proceso de desarrollo.
P. ¿Qué características comunes pueden ser señal de altas capacidades?
R. Los niños, cuanto mayor es su capacidad, cuanto mayor es su aptitud, suelen ser más precoces. Normalmente son lectores precoces, hacen preguntas que son impropias de su edad, tienen una gran motivación por saber cosas de todo tipo, es decir, del cosmos, del universo, de la vida, de la muerte, de la existencia de Dios, del mundo, del bien… Y tienen una gran motivación y una gran concentración en los asuntos que les interesan, impropia de los niños pequeños, y gran capacidad de relación, de visiones de conjunto. También suelen ser personas muy sensibles que detectan inmediatamente cuál es la actitud hacia ellos de los adultos, u otros niños, que los rodean.
P. Pero también tienen características muy distintas.
R. Las altas capacidades son evolutivas y multidimensionales. Hay patrones muy diversos. Pueden tener capacidades muy desarrolladas en el razonamiento cuantitativo o el razonamiento verbal, o en ambas, o pueden tener una visión espacial muy alta… Es decir, hay niños que pueden ser muy buenos con la robótica y ser inútiles para lanzar una pelota o para temas de lengua o de ciencias, o de lo que fuere. Luego, hay aspectos no cognitivos en la dotación intelectual que son muy importantes, como el optimismo, el coraje, el romance con la disciplina, la sensibilidad a las preocupaciones humanas, la energía física...
P. ¿Hay un consenso académico internacional en torno a estas ideas? ¿Y tiene reflejo en cómo las administraciones españolas abordan el asunto?
R. Hay consenso internacional, sí. Pero la administración le da bastante la espalda. No hay un acuerdo, una definición en España que esté acrisolada y que esté escrita en algún sitio. Algunas comunidades legislan entendiendo que para que un niño sea acreedor de una medida diferencial o a una atención diferencial tiene que tener un rendimiento excelente en todas las materias, con lo cual se está confundiendo la capacidad con el rendimiento [de hecho, los niños con altas capacidades no tienen por qué sacar buenas notas]. Se están usando en algunos casos para identificar herramientas que no son de identificación —como el modelo de los tres anillos— o test de inteligencia concretos con un punto de corte que puede ser, por ejemplo, de 130 de cociente intelectual. Esto, hoy en día, no se admite por varias razones, entre ellas, porque el cociente intelectual es una puntuación de síntesis única y tratar de reducir toda la compleja realidad de la de las capacidades a un punto de corte es completamente absurdo.
P. ¿Y eso deja a mucha gente fuera?
R. Hay aproximadamente 8,2 millones de estudiantes en el sistema educativo no universitario y tenemos identificados —vamos a suponer que correctamente, que es mucho suponer— 40.916 con altas capacidades, según el Ministerio de Educación. Eso quiere decir que son un 0,5%. Pero, ¿cuándo necesitamos empezar a diferenciar la intervención educativa? Hay autores que dicen que, como mínimo, debe ser el 15% o el 20% superior. Pero pongamos un objetivo más modesto, del 10% o del 5%. En ese caso, grosso modo, yo diría que entre el 90% y el 98% de los alumnos que presumiblemente necesitan una atención diferencial en función de su capacidad están todavía sin detectar. Este es el problema más grave que tenemos ahora mismo en el sistema educativo, porque la identificación se está tomando de una manera reactiva. Es decir, cuando un niño plantea algún problema, a lo mejor algún profesor le pide al orientador que trate de hacer algún tipo de evaluación. Mi planteamiento es completamente diferente: todas las escuelas deberían estar obligadas a evaluar la capacidad de todos sus estudiantes, todos, para tratar de adaptar el currículo a las velocidades de aprendizaje y necesidades educativas que se derivan de esas capacidades.
P. Porque usted insiste en que la labor de la escuela en estos casos es fundamental.
R. El desarrollo del talento es el resultado de poner a trabajar las aptitudes personales que uno tiene y, para ello, ha de darse una intervención sistemática adecuada por parte de la escuela. Las actividades extraescolares, la familia, obviamente, tienen su papel, pero el problema más grande, para mí, está en la escuela, porque el niño pasa ocho horas al día y ahí es donde tenemos que hacer un esfuerzo por pensar en el desarrollo singular. Y la gran dificultad es que la escuela está organizada en función de la edad, no de la capacidad y de la competencia, por tanto, asume un principio que es difícilmente sostenible: que todos los niños de la misma edad tienen las mismas necesidades educativas. O que todos los niños de la misma edad, por decirlo de una manera, se pueden calzar con zapatos del mismo número. Esto no es así. Los niños, en función de su capacidad, tienen diferentes velocidades de aprendizaje y diferentes necesidades. Hay muchos estudios, sobre todo en Estados Unidos, que muestran que numerosos niños dominan, antes de empezar el curso, el 80% del currículo al que se tienen que enfrentar. O les ofrecemos un currículo más complejo o enriquecido de alguna manera, o simplemente están perdiendo el tiempo. Y eso les lleva muchas veces decir: “Mamá, no quiero ir al cole, lo que enseña la señorita yo ya me lo sé”. Un autor muy conocido, Julian Stanley, decía que a los niños hay que enseñarles solo lo que no saben.
P. ¿Qué debería hacer entonces la escuela?
R. Primero, evaluar la competencia curricular de sus estudiantes, de todos. Algunos tendrán déficit, otros irán según lo previsto y otros se saldrán de la norma. Porque no olvidemos que el alumno medio no existe. El alumno medio es una abstracción; el profesor que quiere educar al alumno medio está tratando de educar una entelequia. Y después, se deben determinar las capacidades intelectuales específicas y las destrezas soft, como la voluntad, la motivación, los intereses, otros rasgos de personalidad, las preferencias de aprendizaje… A partir de ahí, se trata de ofrecer a cada estudiante lo que mejor conviene para el desarrollo de su potencial. Y la personalización del aprendizaje conviene para los niños con alta capacidad y para todos los demás. De hecho, los profesores, cuando tienen alumnos con dificultades, ¿qué hacen? Ajustarse a sus déficits con adaptaciones curriculares o con profesores de apoyo, toda una serie de medidas que deberían, por la misma razón, aplicarse igualmente con los niños que tienen más capacidad. De lo que se trata es de convertir las escuelas en ámbitos de desarrollo del talento, no en lugares donde a todo el mundo se le trate igual. Por una razón elemental: las personas somos distintas y necesitamos un tratamiento educativo diferencial.
P. ¿Y qué pasa si no se atiende adecuadamente a los chicos y chicas con altas capacidades?
R. El capital humano es el más importante de cualquier país, así que no atender a las personas de alta capacidad —que son al final los que tendrán la posibilidad de producir los grandes avances en la ciencia, en las letras, en las artes, etcétera— significa la pérdida de su posible talento. Pero, además, el drama afectivo y emocional que viven estos niños en la escuela es extraordinario. Sufren un desgaste que a veces se puede traducir en trastornos de diferente gravedad y de diferente índole: emocionales, psicológicos… Y supone, también, un drama enorme para esos padres que ven que tienen que estar peleando perennemente y forcejeando con una escuela que no está dispuesta a atender la diversidad, por mucho que digan que sí. Por ejemplo, hemos visto que los niños de alta capacidad sufren el doble de bullying que el resto, porque son vistos como distintos. La escuela tiene que enseñar a aceptar y a respetar la diversidad de las personas: unos juegan bien al fútbol, otros son muy buenos en matemáticas, otros fantásticos en química, otros en la literatura y otros somos corrientes en todo y hacemos lo que podemos.
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