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El polvorín de la deuda pública: por qué el mundo es adicto a vivir de prestado

Los Estados elevaron sus compromisos durante la covid y ya deben 85 billones de euros. La subida de los tipos de interés es una prueba de estrés para la sostenibilidad financiera global

deuda publica
Diego Mir
Lluís Pellicer

El globo de la deuda pública sigue hinchándose. Lleva haciéndolo desde hace más de medio siglo, aprovechando las grandes crisis: ha crecido con los vientos de Buenos Aires, Bangkok o Atenas. Y la pandemia fue otra espectacular bocanada de aire. Las obligaciones de los gobiernos de todo el mundo ascienden a casi 85 billones de euros, lo cual equivale prácticamente al tamaño de toda la economía global. Durante la década pasada, la de los tipos de interés ultrabajos o negativos, ese ingente monto no fue un problema. Pero la palanca del encarecimiento del precio del dinero, usada de forma masiva por los bancos centrales para atajar la inflación, puede prender ahora la mecha que eleve el globo. Las instituciones internacionales señalan a los países más empobrecidos como las primeras víctimas. “Se está intensificando una crisis de deuda en los países más pobres del mundo”, advierte el Banco Mundial. Aun así, los puntos rojos se extienden también en el hemisferio norte, de Tokio a Roma.

Los gobiernos salieron al rescate de sus economías en 2020, cuando el mundo sufrió un batacazo sin precedentes. Sectores de actividad quedaron completamente parados durante meses y el Estado respondió a la emergencia sanitaria y tendió una enorme red para impedir la caída de empresas y trabajadores. Ante la parálisis económica, tuvo que financiar ese gasto recurriendo a la deuda. Según el FMI, ese año se produjo “el mayor aumento de deuda desde la II Guerra Mundial”, pasando de suponer el 84% del PIB mundial en 2019 al 100% en 2020. “La deuda pública ahora representa casi el 40% de la deuda mundial total (que equivale al 247% del PIB), la proporción más alta desde mediados de la década de 1960″, dice un informe del FMI.

La llegada a ese pico —que en 2021 cayó ligeramente al 96% por el efecto de la inflación y el rebote económico— se explica también por las heridas abiertas durante la crisis financiera de 2008. La herencia de esa recesión fue una montaña de deuda: una parte significativa del pasivo del sector privado pasó al público por el rescate de empresas estratégicas y bancos. El informe de McKinsey, Una década después de la crisis financiera global, señala cómo solo en las economías avanzadas la deuda pública pegó un enorme brinco en 10 años: del 69% del PIB en 2007 al 105% en 2017.

No fue el único legado que dejó esa crisis. En esos años, las grandes economías experimentaban un débil crecimiento y una inflación muy baja, incluso con deflación. Los bancos centrales lucharon contra esa dinámica con una política ultraexpansiva, basada en una combinación de dinero barato y compras masivas de deuda pública. “Durante más de 15 años, y hasta hace poco tiempo, los tipos de interés han sido muy bajos, a veces incluso negativos, y la percepción general era que eso duraría muchos años más”, explica Charles Wyplosz, profesor del Graduate Institute de Ginebra. El propósito de Mario Draghi, expresidente del BCE, era sacar a la zona euro de la penuria, fomentar el crédito y elevar la inflación. Fue la época en la que los inversores tenían que pagar por prestar y los ahorradores por tener su dinero en el banco. “No está claro si funcionó como se esperaba, pero tuvo un efecto notorio: las instituciones financieras compraron deuda pública, que parecía segura porque todo el mundo la adquiría. Además, el BCE adoptó iniciativas para comprar una gran cantidad de deudas públicas nacionales, precisamente para frustrar cualquier riesgo de crisis”, añade Wyplosz.

La pandemia no hizo sino prolongar esa inédita era ultraexpansiva. La rápida y flexible reacción de los gobiernos permitió que las economías se recuperasen con unos mercados inusualmente fuertes. Pero de ese vendaval también queda rastro. Y, de nuevo, en forma de una ingente cantidad de deuda. Basta con examinar los datos del FMI. En las economías avanzadas, la deuda pública rebasó el 120% del PIB. “Estos países pudieron expandir la deuda pública y privada durante la pandemia gracias a los bajos tipos de interés, las acciones de los bancos centrales y sus mercados financieros bien desarrollados”, señala el FMI. Los países emergentes y los empobrecidos, en cambio, tuvieron que afrontar condiciones de financiación mucho más estrictas que les impidieron endeudarse a gran escala, de modo que su deuda conjunta apenas supera el 60% del PIB.

El think tank Atlantic Council calcula que las cuatro grandes autoridades monetarias del planeta (la Reserva Federal, el BCE, el Banco de Inglaterra y el Banco de Japón) lanzaron durante la pandemia programas de compra de deuda que sumaban ocho billones de euros. Los gobiernos aprovecharon los costes financieros que esa actuación les brindaba para lanzar programas de estímulos. Solo los países de la Unión Europea destinaron 1,7 billones a las medidas para paliar la crisis derivada de la covid. Y esa fue la tónica de todas las economías occidentales.

Sin embargo, no hay dos sin tres. Y justo cuando el mundo empezaba a dejar atrás la pandemia llegó lo que el historiador Adam Tooze ha bautizado como policrisis, y con lo que se refiere al resultado de la materialización de dos o más de los incontables riesgos que existen hoy en el mundo: la guerra en Ucrania, los atascos en las cadenas de suministro o la tardía apertura de China, entre otros factores. Los gobiernos tratan de proteger de nuevo a su población de esta nueva crisis, pero algunos han agotado ya su colchón fiscal. El ministro de Finanzas de Japón, Shunichi Suzuki, advertía el mes pasado de la precariedad “sin precedentes” de la hacienda de su país, cuya deuda en 2021 alcanzaba el 262,5% del PIB. Por ahora, el Banco de Japón mantiene unos tipos ultrabajos, del -0,1%, lo cual le permite seguir cargando con esa losa. Corea del Sur ha mostrado ya los problemas de liquidez que acusan las economías asiáticas, por lo que Japón podría verse contra las cuerdas si el banco central tuviera que acelerar la subida de tipos para atajar la inflación.

La bola de nieve europea

Japón es, por ahora, la gran excepción. Europa arrastró los pies, pero se ha lanzado también a la carrera de subir los tipos de forma enérgica para plantar cara a una inflación desbocada. Y no solo eso. En solo dos semanas, el BCE se unirá a la mayoría de las autoridades monetarias mundiales en el repliegue de velas para reducir balance. “No me parece preocupante. Al ritmo planeado de 15.000 millones anuales, necesitarían 22 años para deshacerse de toda su cartera de deuda”, sostiene Paul De Grauwe, profesor de la London School of Economics. La maniobra, de todos modos, ha despertado recelos entre los miembros más heterodoxos del Consejo del Gobierno, que temen que cualquier desliz pueda acabar en una crisis de deuda soberana como la de la década pasada. El BCE, de hecho, esta misma semana ha lanzado ya un aviso sobre el efecto ilusorio que puede provocar la inflación en los presupuestos. El Eurobanco ha advertido de que el alza de precios ahora permite soltar lastre y disparar los ingresos tributarios, lo cual compensa las partidas destinadas a ayudas o los incrementos de los salarios públicos y las pensiones. En un futuro, no obstante, esos ingresos extra pueden esfumarse y esos gastos permanecer, poniendo en riesgo la sostenibilidad de la deuda pública.

Después del manotazo de ayudas fiscales de la pandemia, los gobiernos de la UE han agotado hasta ahora 681.000 millones de euros en ayudas a empresas y consumidores, de los cuales el 40% corresponden a las subvenciones alemanas. Como resultado de todas esas crisis, la deuda de la zona euro trepó del 84,1% del PIB en 2019 al 93% en el tercer trimestre de 2022, con Grecia (178,2%), Italia (147,3%), Portugal, (120,1%), España (115,6%) y Francia (113,4%) a la cabeza. Europa tembló cuando, al anunciar la primera subida de tipos en 2022, las primas de riesgo se dispararon. El BCE aprobó entonces la creación de un instrumento para contener la deuda de un país del euro ante el ataque de los mercados. “Esas herramientas suelen funcionar mejor cuando se anuncian que cuando se implementan. Se trata de una red de seguridad y, como tal, ha funcionado bien porque, por ahora, no hay que usarla”, sostiene Giancarlo Corsetti, profesor de Economía del Instituto Universitario Europeo. Los mercados lo han aceptado y, si bien el coste de la deuda ha ido creciendo por la subida de los tipos, los diferenciales con el bono alemán se han mantenido estables. “Hoy la dinámica todavía es la de una bajada de la deuda con relación al PIB en la zona euro y también de España. Por supuesto, hay que ir con cuidado con la gestión presupuestaria, pero no creo que el endeudamiento ahora sea un problema”, apunta De Grauwe.

La UE se halla a las puertas del que se antoja un intenso debate sobre la reforma de las reglas fiscales. Y el foco está en la deuda. Bruselas pone sobre la mesa planes individualizados a medio plazo, con el objetivo de que los países vayan soltando lastre. Lo hace con la estrategia del palo y la zanahoria: sanciones más razonables pero más frecuentes y automáticas y fondos a cambio de reformas con el plan de recuperación. Entre otras modificaciones legales, la Comisión Europea persigue que los países adecúen sus sistemas de pensiones a la realidad demográfica, en la que la población sigue envejeciendo. Las protestas de París son la expresión más visible de esas reformas, que también se están planteando en Madrid, Berlín o Bruselas. Mabrouk Chetouane, director de estrategia de mercado global de la gestora Natixis IM Solutions, pone énfasis en el papel del plan Next Generation EU para reducir las vulnerabilidades de la política fiscal de la zona euro. “La cantidad de dinero para apoyar la inversión es muy sustancial, que al final respaldará el crecimiento potencial. Y sabemos que la mejor forma de abordar el déficit fiscal es incrementar el potencial de la economía”, sostiene.

Panel electrónico con la cotización de los mercados en Tokio. Japón es uno de los países más endeudados del mundo. 
Panel electrónico con la cotización de los mercados en Tokio. Japón es uno de los países más endeudados del mundo. SeongJoon Cho (Bloomberg) (Bloomberg)

Al otro lado del Atlántico, el debate tiene un cariz más bien político. Con la Reserva Federal soltando el pie del acelerador, Washing­ton está pendiente casi en exclusiva de su Congreso una vez que el Gobierno ha alcanzado ya el techo para endeudarse. Con la Cámara de Representantes en manos de los republicanos, el acuerdo se antoja complejo y apunta a que se demandarán recortes.

Alarma en los emergentes

La luz roja se ha encendido, sin embargo, en los mercados emergentes y los países empobrecidos. “Ha habido síntomas e incluso señales de alarma en los mercados emergentes, que han sido fuente de serias preocupaciones. Ya vimos algunos casos preocupantes el año pasado en estos países, que acusan mucho el alza de los precios de la energía y los alimentos”, señala Nicolas Véron, investigador del Peterson Institute for International Economics y de Bruegel.

Sus obligaciones financieras son inferiores, pero aprietan más. Incluso ahogan. Según el último International Debt Report del Banco Mundial, la deuda externa de los 75 países con una renta per capita inferior a 1.255 dólares se triplicó, alcanzando los nueve billones de dólares. “El foco ahora está en los países emergentes, pero también en varios países de África y Asia, como hemos visto con Sri Lanka”, explica Giancarlo Corsetti. Esas naciones están destinando, según el Banco Mundial, más de una décima parte de sus ingresos por exportaciones a atender los pagos de la deuda a largo plazo, lo cual supone la proporción más elevada desde el año 2000.

El documento sobre riesgos elaborado para el Foro Económico Mundial de Davos identificaba el creciente coste de la deuda como una de las amenazas más inmediatas para la economía global. Y se detenía en los emergentes y los países más vulnerables, que acusan más que el resto las consecuencias de las subidas de tipos de interés, en especial los elevados costes de financiación y la fortaleza del dólar. Todo eso se produce en un momento de debilidad económica y de encarecimiento de las materias primas por la guerra de Ucrania. Precisamente esta semana, el ministro de Finanzas de Zambia, Situmbeko Musokotwane, ha criticado la tardanza para cerrar un acuerdo con sus acreedores —entre ellos, el Banco Mundial— para reestructurar una deuda de 13.000 millones de dólares. Antes, en diciembre, Ghana había cerrado un acuerdo con el FMI para reestructurar una deuda de 3.000 millones de dólares. La lista no acaba ahí. El informe ponía nombres y apellidos a los países con un elevado riesgo de default: Argentina, Egipto, Ghana, Kenia, Túnez, Pakistán y Turquía.

En mayo del año pasado, de hecho, Sri Lanka se convertía en el primer país asiático en declararse en suspensión de pagos al incumplir con un pago de 51.000 millones de dólares con varios acreedores, entre ellos China e India. Sus apuros financieros coincidieron con un momento de crisis económica, social y política que acabó con una revuelta popular en julio. De forma casi automática, una docena de países vieron cómo los inversores castigaban con dureza sus bonos en los mercados de deuda, exponiendo de nuevo los riesgos de contagio que existen. Las obligaciones de Argentina, El Salvador o Ghana dieron rentabilidades superiores al 20%, mientras que Egipto, Ecuador y Nigeria se situaban por encima del 15%.

La crisis en Sri Lanka puso de manifiesto, a su vez, el poder que ha acumulado China como gran acreedor bilateral mundial. Bajo el paraguas de su nueva Ruta de la Seda, Pekín ha financiado desde el aeropuerto de Lusaka (Zambia) hasta la ciudad portuaria de Colombo (Sri Lanka). La crisis de la covid-19 destapó hasta qué punto el régimen de Xi Jinping ha tratado de rivalizar con el Banco Mundial y el FMI para convertirse en un gran prestamista del globo. Según la consultora Rhodium Group, Pekín tuvo que reestructurar en 2020 y 2021 préstamos por 52.000 millones de euros, lo cual triplica el volumen renegociado en el bienio precedente.

Las instituciones occidentales recelan de China, a quien critican por sus malas artes y su opacidad al prestar a otros países. Los miembros del G-7 instaron en mayo del año pasado a Pekín a “contribuir de forma constructiva” en esos procesos de renegociación de la deuda. También lo ha hecho la directora gerente del FMI, Kristalina Georgieva, que ha extendido esa demanda al capital privado. Según las estimaciones de las instituciones multilaterales, el 61% del pasivo de esos países está ya en manos de inversores, lo cual supone 15 puntos más que en 2010 y complica las renegociaciones. En el otro 39% de la tarta ganan terreno los países que no pertenecen al llamado Club de París, en el que están la mayoría de los Estados occidentales, entre ellos España. Y según cálculos del Banco Mundial, a finales de 2021 China era el mayor prestamista bilateral, con una cuota del 49%.

La India se ha fijado el reto de abordar la deuda externa de esos países bajo su actual presidencia del G-20. Según ha informado esta semana Reuters, sus autoridades están redactando una propuesta para aliviar la deuda de los gobiernos más apurados que pasa por pedir a los prestamistas, incluido China, un recorte en sus préstamos. Los ministros de Finanzas abordarán ese asunto este mismo mes en su cumbre de Bangalore. La economista jefa de Asia-Pacífico para Natixis, Alicia García Herrero, cree que el acuerdo es muy complejo. “China arrastra los pies para reestructurar la deuda de Sri Lanka. No accede a los términos del Club de París ni de los privados. Y ahora empieza a plantear problemas con Zambia. El problema es que vea venir una montaña de deuda en apuros porque la situación de Pakistán es problemática. Y ese país le supone 40.000 millones de dólares, según algunos informes. Por eso se resiste a aceptar reducciones del valor nominal de la deuda y se abre más a extensiones de los pagos”, explica.

Sostenibilidad

Economías con elevados volúmenes de deuda siguen relativamente cómodas, mientras que pintan bastos para otras con apalancamientos más modestos. Eso pone sobre la mesa la eterna pregunta de qué nivel de endeudamiento es sostenible. Olivier Blanchard, ex economista jefe del FMI, ha publicado varios artículos en el último año. Y su conclusión es que no hay una fórmula universal. “Toma dos países con el mismo nivel de sobreendeudamiento, pero con dos diferentes tipos de gobierno o con deuda denominada en diferentes divisas. Una de esas deudas podría ser segura, mientras que la otra podría no serlo”, resume en un artículo publicado por el FMI.

Las instituciones internacionales, sin embargo, quieren curarse en salud. Los banqueros centrales recelan de los paquetes fiscales que lanzan sus gobiernos y les piden prudencia ante el temor de que entorpezcan su tarea echando gasolina a la inflación o poniendo en riesgo sus finanzas. El Banco Mundial pide abordar la deuda de los países más desfavorecidos, el FMI sigue urgiendo a los gobiernos a poner en marcha planes fiscales para volver al equilibrio presupuestario a medio plazo y la OCDE insiste en garantizar la sostenibilidad de las pensiones. El Banco Internacional de Pagos, además, levanta las alfombras y advierte de una deuda en la sombra de 75 billones de euros solo en instrumentos opacos. Hay buena mecha. El reto es no activar un detonador.


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Sobre la firma

Lluís Pellicer
Es jefe de sección de Nacional de EL PAÍS. Antes fue jefe de Economía, corresponsal en Bruselas y redactor en Barcelona. Ha cubierto la crisis inmobiliaria de 2008, las reuniones del BCE y las cumbres del FMI. Licenciado en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona, ha cursado el programa de desarrollo directivo de IESE.

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