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Los impuestos que se necesitan para construir la sociedad del futuro

La reforma fiscal debe responder a cuestiones como el cambio climático, la digitalización, el envejecimiento y la calidad de los servicios públicos

Delegación de Hacienda en Barcelona.
Delegación de Hacienda en Barcelona.Albert Garcia
Laura Delle Femmine

Los impuestos son tan antiguos como la civilización. Y han ido cambiando, y mucho, a lo largo de los siglos. Solo hay que pensar en que llegó a haber un tributo sobre la orina. Lo introdujo el emperador romano Vespasiano para llenar las arcas que Nerón había dejado vacías. La tasa se aplicaba a la orina recogida en las letrinas públicas —que desde entonces se llaman vespasiani— que después se usaba en lavanderías o para curtir pieles. De ahí el origen, o así lo quiere la tradición, de la expresión pecunia non olet (el dinero no huele). Lejos de cualquier paralelismo, valga la anécdota para resaltar que los impuestos, y los sistemas fiscales en general, se han ido adaptando a los cambiantes escenarios económicos y sociales y a las necesidades —y extravagancias— de cada época.

Ahora las finanzas públicas de todos los países están puestas contra las cuerdas. Después de la pandemia, que ha disparado la deuda y el déficit públicos, ha llegado una crisis energética e inflacionista cuyo fin aún no se vislumbra y que mantiene bajo estrés el sistema. Todos los esfuerzos tributarios están dedicados a capear el momento y han dejado en suspenso la reforma fiscal que en España lleva años pendiente. “Hay problemas acumulados, que hemos ido resolviendo con parches. Además, las realidades van cambiando y surgen desafíos nuevos, como la digitalización o el cambio climático”, apunta Santiago Lago, catedrático de Economía en la Universidad de Vigo.

Lo que se mantiene es la brecha en presión fiscal con los países de la eurozona. España recauda menos que la media (39% del PIB frente al 42,2%), aunque en 2021 logró recortar a la mitad la distancia gracias a una espectacular subida de los ingresos. Según el Gobierno, al menos parte de esta mejora podría ser estructural y explicarse por un afloramiento de la economía sumergida. Con la pandemia, tener un contrato o una actividad regularizada era condición esencial para recibir las ayudas públicas. También aumentó el uso de la tarjeta, que obliga a declarar y supone un mayor control de las operaciones por parte del fisco.

La reducción de este gap con los socios de la moneda única era uno los objetivos del acuerdo de coalición entre PSOE y Unidas Podemos, que habían planteado “modernizar” el sistema fiscal a través de una reforma que, debido al deterioro de la coyuntura, no verá la luz. En cambio, se han aprobado ajustes. El Ejecutivo ha impulsado tanto modificaciones en impuestos existentes, por ejemplo, alzas del IRPF a las rentas más altas, como nuevas figuras fiscales. Entre ellas están las tasas Google y Tobin, ya en marcha, o los nuevos gravámenes temporales que entrarán en vigor el próximo año a bancos, energéticas y grandes fortunas con el objetivo de financiar las ayudas para mitigar el impacto económico de la guerra en Ucrania.

Propuestas técnicas

Una vez que se supere la tormenta, las propuestas técnicas no faltan. Hay más de 200 sobre la mesa. Una parte está contenida en el Informe Lagares, impulsado por el anterior Gobierno del PP y publicado en 2014, que tuvo muy escasa aplicación práctica. Otra se encuentra en el Libro Blanco del comité de expertos para la reforma fiscal, encargado por el Gobierno actual y presentado el pasado marzo. Ambos trabajos son ambiciosos y ofrecen sugerencias para el largo plazo que pretenden definir el sistema tributario del futuro.

Pero ante todo hay que decidir hacia dónde se quiere ir. “Depende del modelo de bienestar que se quiera, y esa es una decisión política”, subraya Lago. Estados Unidos, por ejemplo, tiene menos impuestos, pero no hay sanidad universal. Los países nórdicos, al contrario, cuentan con unos servicios públicos potentes, pero una presión fiscal varios puntos por encima de la española. “No existe un nivel de presión fiscal óptimo. Eso lo ha de determinar la situación de cada país en función del nivel de gasto público que se quiera llevar a cabo, así como en función de la redistribución que se quiera acometer”, resume Alejandro Esteller, catedrático de Economía en la Universidad de Barcelona. “En términos prácticos, las políticas que acaban llevando a cabo los partidos políticos deben basarse en las preferencias de la sociedad”.

España recauda menos que sus vecinos pese a tener un sistema fiscal compuesto por los mismos grandes impuestos y tipos marginales parecidos. Las principales brechas se dan en el IRPF y el IVA, los dos tributos que más ingresos brindan a las arcas públicas. Las razones de esta menor recaudación son múltiples y algunas de difícil solución.

En primer lugar, el sistema está lleno de agujeros: bonificaciones, deducciones, exenciones o tipos reducidos. El IVA es el mayor coladero. El tipo general ha subido con las sucesivas reformas del sistema —e imposiciones de Bruselas— hasta instalarse en el 21%, pero hay una amplia gama de categorías de bienes y servicios que gozan de tipos reducidos (10%) y superreducidos (4%), hasta el punto de que el IVA acumula la mitad de todos los beneficios fiscales del sistema. Son más de 20.000 millones estimados para 2022, casi la misma cantidad que se recauda por el impuesto de ­sociedades.

El ejemplo que los economistas sacan a menudo es el de la hostelería: tomarse una cerveza o ir a cenar a un restaurante está gravado con un IVA del 10%. Es cierto que el turismo supone uno de los grandes motores económicos de España, por lo que tocar este incentivo puede suponer perder una ventaja competitiva. Pero no hay que olvidar que se trata de un impuesto regresivo cuyas tasas reducidas ayudan a las rentas bajas, pero favorecen en proporción aún mayor a las altas. Según la Autoridad Fiscal, estas se quedan con el 60% del beneficio.

“El IVA no sirve para redistribuir. Los tipos reducidos son muy ineficientes. Para ayudar a una parte de la población se favorece a otra que no lo necesita, y eso sale muy caro. Sería mejor canalizarlo a través de la renta o con sistemas de transferencia más ágiles”, recomienda Ángel de la Fuente, economista y director de Fedea. Suecia, por ejemplo, aplica el tipo general —­más elevado que en España— a la mayoría de los productos y servicios, y luego redistribuye más gasto público.

Según Francisco de la Torre, inspector de Hacienda, la elección de un sistema u otro depende del resultado que se busque. “Si se trata de reducir los niveles de pobreza, la redistribución más eficiente es por el lado del gasto. Si hay un problema de desigualdad, entonces es una cuestión de impuestos”, explica. “Creo que en España el problema está en la parte baja de la sociedad. Se necesitan políticas públicas que son más complicadas de diseñar, porque hace falta identificar a los destinatarios, saber a quién hay que dar la ayuda, y que el coste administrativo de los programas sea asumible”.

Un problema parecido lo plantea la imposición medioambiental, por ser regresiva como el IVA y en la que España está muy rezagada en comparación con la eurozona. Instituciones internacionales como la Comisión Europea, el FMI o la ­OCDE llevan años recomendando que se aumenten los impuestos verdes. También el Libro Blanco para la reforma fiscal plantea elevar el peso de estas figuras, con medidas como la igualación de la tributación del diésel a la gasolina —que el Gobierno ya intentó aprobar, pero desistió ante el rechazo del PNV— o nuevos impuestos a la aviación.

Aunque la actual crisis energética desaconseje moverse ahora en esa dirección, hay consenso entre los economistas en que el refuerzo de la fiscalidad verde es una de las grandes tareas pendientes. “Es incuestionable que tengamos que ir en esta dirección, porque nos la estamos jugando con el cambio climático. Pero hay perdedores claros y habrá que buscar compensaciones”, valora Jesús Ruiz-Huerta, catedrático de Economía de la Universidad Rey Juan Carlos y presidente del comité de expertos que ha elaborado el Libro Blanco. “Existen deducciones reembolsables, impuestos negativos… Es lo que los sociólogos llaman fiscalización de las políticas sociales [es decir, integrar prestaciones e impuestos]. Es complicado en la práctica, pero se trata de apuntar líneas para el futuro”.

Mercado laboral

De la Torre enumera otras dos razones por las cuales en España se recauda menos que en los países del entorno. La primera es un mayor fraude, aunque asegura que el cumplimiento voluntario ha mejorado y la pandemia ha hecho aflorar mucha economía en b. La segunda explicación son bases imponibles más pequeñas. A eso no solo contribuyen exenciones y deducciones que reducen la tarta sobre la que se aplica el impuesto, sino factores estructurales: el menor tamaño de las empresas —la casi totalidad del tejido productivo español está conformado por pymes— y, sobre todo, el elevado desempleo. Tener a menos gente trabajando supone menos recaudación en IRPF y cotizaciones sociales —aunque en la parte pagada por el empresario España ingresa sobre el PIB más que la media de la UE—, que son las dos figuras más potentes. A ello se añade que los sueldos en España son inferiores a los de los principales países europeos.

El impuesto sobre sociedades, por otra parte, está herido de muerte. Alcanzó su mayor contribución a las arcas públicas antes de la Gran Recesión (más de 40.000 millones). Desde entonces, ha caído en picado y ahora recauda más o menos la mitad que entonces, ligeramente por debajo de la media europea. Aunque la aportación de este tributo anterior al crash financiero estaba inflado por la burbuja, es un tributo que ha recibido varias estocadas a lo largo de los últimos años.

La situación es compartida a nivel internacional. La globalización y la digitalización han propiciado una carrera fiscal a la baja entre Estados, que intentan retener algo de tributación de las grandes multinacionales mientras estas emplean esquemas cada vez más sofisticados para esquivar impuestos. El resultado de esta competencia fiscal es que el tipo medio legal del impuesto de sociedades en la OCDE —organización que lidera las negociaciones internacionales para gravar más a las grandes corporaciones— ha bajado del 28% del año 2000 al 20% de 2022. En España, ha pasado del 35% al 25%.

“Es un impuesto que se basa en un sistema de hace un siglo, pensado para actividades menos intensivas en mano de obra y en un comportamiento homogéneo del sector empresarial, pero no es así”, comenta Susana Ruiz, responsable de justicia fiscal en Oxfam Intermón. Ignacio Zubiri, doctor por la Universidad de Princeton y catedrático de Hacienda Pública en la Universidad del País Vasco, considera que este tributo hace agua por todos los lados independientemente del tamaño de la empresa. Entre las principales vías por las que se pierde recaudación destaca la exención de todos los rendimientos del capital, la generosidad del mecanismo de consolidación y, en general, de la compensación de bases negativas y las deducciones, bonificaciones y reservas. En particular, señala la “dudosa” eficacia de las bonificaciones al I+D+i, incluyendo el patent box. “Habría que poner un tipo mínimo del 15%, no sobre la base, sino sobre una definición corregida de beneficios contables y mejorar el control fiscal sobre todas las empresas, pequeñas medianas o grandes. A las grande se les debería ofrecer un distintivo público de colaborador con Hacienda a cambio de abrir su información fiscal”, añade.

Gregorio Izquierdo, director del Instituto de Estudios Económicos (IEE), el think tank de la patronal CEOE, ofrece una visión distinta. Señala como prioridad la mejora de la eficiencia del gasto y, una vez consolidadas las finanzas públicas, sugiere bajar la imposición patrimonial y societaria, además de las cotizaciones sociales a cargo de los empresarios. “El sistema fiscal más eficiente es el que recauda generando la menor distorsión posible y que contribuye al crecimiento económico potencial. Crecer más significa crear más empleo, y por cada punto de crecimiento se recauda un 0,4% adicional. Cuando gestionas de forma responsable el gasto público, el fraude tiende a reducirse y los ciudadanos están más dispuestos a contribuir”, asegura.

Manifestación en Madrid contra el desmantelamiento de la atención primaria, el 13 de noviembre. 
Manifestación en Madrid contra el desmantelamiento de la atención primaria, el 13 de noviembre.  Alejandro Martinez Velez (Europa Press via Getty Images)

Las últimas encuestas del CIS apuntan a que la percepción de los españoles sobre los impuestos ha mejorado, sobre todo a raíz de la pandemia. Según José Moisés Martín Carretero, economista y consultor, este resultado se explica más bien porque la opinión de los ciudadanos había empeorado tanto con la política de austeridad posterior a la crisis financiera, que solo había margen de mejora. “La pandemia ha hecho mucho en este sentido. El haber resuelto de manera diferente la crisis hace tener más confianza en los servicios públicos, pero la tensión sigue ahí”, alerta.

Martín Carretero cree que la mayoría de los ciudadanos, aunque afirman que prefieren pagar más impuestos a cambio de más servicios, a la hora de votar no expresan siempre esta preferencia. “Paradigmático es el caso de la Comunidad de Madrid”, comenta en referencia a la masiva manifestación a favor de la sanidad pública de la semana pasada. La región madrileña, de las que menos invierten en sanidad, es a la vez la que más ha ejercido a la baja su competencia fiscal en los 30 años de gobierno del PP, con recortes generalizados de impuestos y beneficios específicos para los mayores patrimonios. “Con subir la fiscalidad a los ricos no llega para financiar el Estado de bienestar, pero si la clase media sigue pagando y deja de recibir, al final el apoyo a los impuestos cae y el contrato social no funciona”.

El riesgo del populismo

Clara Martínez Toledano, profesora del Imperial College de Londres, alerta sobre los riesgos de reducir la progresividad. “Puede generar descontento, sobre todo entre las clases medias y bajas, y esto puede repercutir en cambios en la preferencia de voto hacia posiciones nacionalistas. Lo vimos en Brasil con Bolsonaro, en EE UU con Trump, en Reino Unido, en Italia…”. La economista descarta que en España se haya llegado a este punto, pero avisa de que la desigualdad ha aumentado. El 1% más rico concentra ahora más renta nacional que antes de la Gran Recesión (del 13% al 17%), mientras que las clases medias han reducido su participación en la riqueza del 45% al 43%. Este fenómeno se explica, principalmente, por el peso que tiene la renta del capital en la parte alta de la distribución. “Los ricos han tenido más ahorros y unos retornos más altos. España tiene un impuesto dual sobre la renta, pero la escala de gravamen sobre el ahorro es más baja y menos progresiva”, analiza.

Determinar el nivel de gasto de una economía es una decisión política, pero luego hay que diseñar el sistema para que recaude lo suficiente, un principio que a España le cuesta cumplir. El desfase crónico entre ingresos y gastos públicos se ha mantenido incluso en los periodos de bonanza —en las últimas dos décadas solo se consiguió superávit en los años de la burbuja inmobiliaria— y es quizás la muestra más evidente de que algo falla. “Tenemos un déficit estructural y un endeudamiento alto. No podemos bajar impuestos, significaría desplazar los gastos hacia el futuro cuando además tenemos necesidades crecientes”, alerta Ruiz-Huerta.

La más imperante de estas necesidades tiene que ver con las pensiones, la partida de gasto más voluminosa, que irá aumentando de aquí a 2050 en más de tres puntos del PIB (del 12% al 15,5%) con la jubilación de la generación de los baby boomers, los nacidos entre finales de los cincuenta y los setenta del siglo pasado. La Seguridad Social ha traspasado a Hacienda los gastos impropios que sobrecargaban el sistema y se ha aprobado la primera parte de la reforma de las pensiones, que implica medidas como la revalorización de las prestaciones con el IPC o incentivos para retrasar la jubilación. Queda pendiente decidir qué hacer con las bases máximas de cotización y el periodo de cómputo de la pensión, pero el desafío va más allá de garantizar el pago de las prestaciones.

Problema demográfico

“Tenemos un problema demográfico. El envejecimiento va acompañado también de un aumento del gasto en sanidad y en las políticas de los cuidados”, alerta Elisa Chuliá, socióloga e investigadora en Funcas. Olga Cantó, catedrática de Economía en la Universidad de Alcalá, pone el acento sobre otro reto de cara al futuro: la fractura intergeneracional que podrá causar el incremento de la desigualdad entre mayores y jóvenes. Mientras que los segundos sufren más paro y precariedad, los primeros están acumulando riqueza, al beneficiarse de un sistema de prestaciones e impuestos que redistribuye más a hogares mayores.

“Hay que tratar de equilibrar. Ahora existen deducciones en el IRPF focalizadas en los mayores de 65 años y no se entiende el motivo. Estas personas podrían tener otros ingresos además de la pensión de jubilación”, explica Cantó, quien defiende subir las cotizaciones máximas y revisar el sistema fiscal, eliminando ventajas para unos e introduciendo apoyos para otros, por ejemplo ayudas a la crianza o para la vivienda. “Me resisto mucho a enfrentar una generación a otra. Hay que cubrir las políticas que faltan”, aconseja.

“El sistema contributivo ya no da de sí. Deberíamos rediseñar todo el sistema de prestaciones sociales desde que nacemos y evitar convertir la longevidad en una batalla generacional”, coincide Martín Carretero. Otra vez, como la pescadilla que se muerde la cola, se vuelve a una decisión que tiene más tintes políticos que técnicos. “El elemento fundamental es decidir qué nivel de servicios públicos queremos”, dice este economista. Una decisión que sigue en el aire.

Ayuso
Los presidentes de Murcia, Fernando López Miras, de Andalucía, Juan Manuel Moreno Bonilla, de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, de Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco, y Alberto Núñez Feijoo, presidente del PP.miguel angel molina (EFE)

El sudoku del Estado autonómico

El Estado autonómico otorga amplias competencias a las comunidades, que tienen encomendada la gestión de los servicios públicos básicos como la educación, la sanidad y las políticas sociales. También se les reconoce una gran autonomía fiscal. Hasta el punto de que son frecuentes las disputas a cuenta de los impuestos que administran. Ha ocurrido hace dos meses, cuando la Junta de Andalucía prometió una rebaja tributaria en el IRPF y a los más ricos. El anuncio recibió críticas del Ejecutivo central y de algunas autonomías, mientras que fue aclamada y en parte plasmada en cascada por otros gobiernos regionales del PP. Ahora hay una pugna por el nuevo impuesto a las grandes fortunas que Hacienda está tramitando y que invade competencias de las comunidades. Mientras tanto, sigue sin acometerse la reforma del sistema de financiación autonómico, caducado desde 2014, y que también enciende los ánimos por el reparto de recursos.

“Creo que el Estado autonómico es más un acierto que un escollo. Se trataba de encajar una serie de aspiraciones territoriales que no tenían cabida en regímenes anteriores”, defiende Diego Martínez, profesor en la Universidad Pablo Olavide de Sevilla. Una consideración que tiene un amplio consenso entre los economistas. “Es verdad que el proceso de descentralización ha sido asimétrico, se ha avanzado muy rápido con el gasto [en la cesión de servicios] y se ha ido mucho más lento y de manera imperfecta por el lado de los ingresos [la competencia en impuestos], pero ha llegado un punto en el que sobre algunas cosas no se puede dar marcha atrás”.

Una de ellas es la imposición fiscal a la riqueza, que está descentralizada y transferida a las comunidades. Estas concentran el impuesto sobre el patrimonio, el de sucesiones y donaciones, y el de transmisiones patrimoniales. Se trata de tributos estatales cuya gestión está totalmente cedida a las autonomías, que pueden modificar tipos y aplicar rebajas, y que, pese a tener una recaudación relativamente exigua, causan mucho ruido porque cualquier movimiento puede adquirir matices ideológicos y porque sus bases imponibles son muy móviles.

De hecho, heredar o tener un patrimonio relevante supone grandes oscilaciones en la factura fiscal de los contribuyentes en función de la comunidad donde vivan. Eso porque, desde hace una década, las autonomías están instaladas en una competencia fiscal a la baja, con Madrid a la cabeza. La región de la capital ha sido pionera en implementar una bonificación del 100% en el impuesto sobre el patrimonio y dejar así en la práctica de recaudarlo. A partir del año que viene, también Andalucía aplicará el mismo beneficio fiscal. Estas rebajas, sin embargo, se verán anuladas por el nuevo impuesto estatal a las grandes fortunas. Con esta figura temporal, ideada para financiar los mayores gastos derivados de la guerra en Ucrania, el Gobierno impondrá de facto una armonización entre comunidades. “Haría falta un poco más de respeto por las competencias y las preferencias ajenas. Obligar a Madrid a subir el impuesto de patrimonio por la puerta de atrás no es aceptable, pero tampoco está bien acusar de infierno fiscal a las comunidades que optan por impuestos más altos que los tuyos. Los votantes pueden tener preferencias distintas: unos prefieren mejores servicios al precio de mayores impuestos, y otros menores impuestos al precio de peores servicios. Tan legítima es una cosa como la otra,” plantea Ángel de la Fuente, economista y director de Fedea.

De la Fuente añade que uno de los grandes problemas del sistema de financiación regional “es que hay un déficit de responsabilidad fiscal. Las comunidades no acaban de aceptar la idea de que si quieren gastar más, tienen que subir impuestos y dar la carta. Si ellas se quedan con los beneficios políticos del gasto pero no tienen que afrontar los costes de financiarlo, el incentivo a gastar demasiado es irresistible.” Martínez coincide con este análisis. Cree que debería visualizarse más el coste de las decisiones fiscales de las comunidades, que ahora quedan en parte encubiertas. El sistema de financiación actual se basa en un complicado sistema de fondos alimentado por ingresos tributarios autonómicos —los compartidos con el Estado (IRPF, IVA y especiales) y los cedidos (como sucesiones o patrimonio)— y aportaciones del Estado, que tiene el objetivo de que todas las regiones, sean ricas o pobres, puedan prestar los mismos servicios. En este esquema, el fondo de garantía es el principal instrumento de nivelación: se trata de una bolsa común donde cada comunidad transfiere sus ingresos tributarios teóricos, los que tendría si no aplicara bajadas o subidas de impuestos, y que se reparte en función de la población ajustada, es decir, ponderada por factores como el envejecimiento o la dispersión geográfica.

Todos los economistas coinciden en que este sistema necesita ser simplificado y mejorada su transparencia, porque acaba creando desequilibrios injustificados en el reparto. “Habría que hacerlo [el sistema de financiación] más sencillo, la nivelación más transparente, y evitar que haya comunidades con recursos menores a lo que les correspondería según la aplicación del modelo, como ocurre hoy con Murcia y la Comunidad Valenciana“, enumera Santiago Lago, de la Universidad de Vigo. “Pero no se han cometido errores graves, salvo con la descentralización de la tributación patrimonial y la aplicación del sistema foral”. Navarra y el País Vasco tienen otro régimen de financiación que les brinda mayores recursos y hace que aporten mucho menos a la solidaridad del sistema. “Pero es una cuestión política, no económica”, recuerda Ignacio Zubiri, de la Universidad del País Vasco.

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Sobre la firma

Laura Delle Femmine
Es redactora en la sección de Economía de EL PAÍS y está especializada en Hacienda. Es licenciada en Ciencias Internacionales y Diplomáticas por la Universidad de Trieste (Italia), Máster de Periodismo de EL PAÍS y Especialista en Información Económica por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo.

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