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La guerra económica del siglo XXI: empresas frente a Estados

La creación de grandes conglomerados en sectores como la tecnología, la energía o la salud provoca continuas fricciones entre sus objetivos y la defensa del interés general

Trabajadores de Amazon protestan frente a la casa de Jeff Bezos, fundador de la empresa, en Nueva York en diciembre de 2020.
Trabajadores de Amazon protestan frente a la casa de Jeff Bezos, fundador de la empresa, en Nueva York en diciembre de 2020.Kena Betancur (AFP via Getty Images)
Miguel Ángel García Vega

Existe una guerra entre quienes dicen que no hay una guerra y entre quienes dicen que sí la hay. Todo el mundo lo sabe. Las grandes tecnológicas, las farmacéuticas, las eléctricas han cavado sus trincheras. Enfrente, el Estado, y su defensa —con diezmados ejércitos— del interés general. Todo el mundo lo sabe. La sociedad, en tierra de nadie, solo posee herrumbrosas lanzas: las protestas civiles. Las grandes organizaciones están echando un pulso al Estado y sus competencias. Impuestos, regulación, aranceles, desprotección de los empleados, falsos autónomos. Los ricos se han enriquecido más con la crisis sanitaria y los pobres continúan vestidos con la precariedad. Unos 12,4 millones de españoles viven en riesgo de exclusión social o pobreza extrema. El sol se derrama al igual que vidrio fundido sobre su existencia. Todo el mundo lo sabe. ¿Hasta cuándo soportará el Estado este pulso de las grandes organizaciones? ¿Qué perdurará del interés general? ¿Dónde está el equilibrio entre la libertad económica y el compromiso social?

Son, quizá, las grandes cuestiones de la década. Los más de 20 expertos que construyen esta pieza rasgan ese verso repetitivo de Leonard Cohen. “Todo el mundo lo sabe”. Premios Nobel de Economía, profesores del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), Harvard, Stern, Yale, London School of Economics (LSE), Berkeley, Princeton, Míchigan, Pompeu Fabra o figuras mundiales, como el economista serbio-estadounidense Branko Milanović —una de las principales voces que denuncian la desigualdad—, reconocen la guerra entre el interés general (Estado) y las grandes organizaciones. Pero nadie menciona la palabra —como propuso Podemos, con las eléctricas o la banca— “nacionalización”. La respuesta es la ortodoxia económica. “Mayor transparencia, regulación y competencia”, resume por correo electrónico Thomas Philippon, profesor de finanzas en la Escuela de Negocios Stern de Nueva York. Aunque antes, sin concesiones, advierte: “Hay que obligar a esos colosos [tecnológicos] a que hagan tres cosas; sí o sí: pagar impuestos. Llevan 20 años evadiendo gravámenes de forma agresiva. Aceptar alguna forma de regulación y competir de manera justa. Han usado con demasiada frecuencia su poder de mercado para limitar la competencia”.

Este es el mundo y muchos parecen hablar únicamente desde sus bolsillos. Los números cuentan lo que se intuye. El año pasado, las cinco Big Tech (Apple, Amazon, Google, Microsoft y Facebook) ingresaron más de 1,2 billones de dólares. A Apple le sobra tanta liquidez que ha recomprado 90.000 millones (unos 77.300 millones de euros actuales) de acciones propias. Más o menos, el equivalente al PIB de Kenia. Los historiadores avisan de que el país ha regresado a una nueva edad de oro (1870-1901), cuando los monopolios ponían el nombre a todo. El azúcar, las finanzas, el ferrocarril o el petróleo de Rockefeller. ¿Otra vez los desheredados de la Tierra serán más pobres y los privilegiados más ricos? “Hay una lucha trascendental entre los gigantes tecnológicos y la sociedad civil, o sea, los ciudadanos de a pie”, describe Daron Acemoglu, profesor de economía del MIT. “Este enfrentamiento tiene consecuencias importantes para nuestro futuro. Por ejemplo, el control de la información, la soberanía del consumidor y la participación ciudadana en la política”. Transitamos un momento difícil para saber hacia dónde amanecerá el mañana. “Pero hay un despertar de la sociedad civil sobre los peligros del poder y los planes de estas compañías. Quizá exista alguna esperanza en el futuro. Sin embargo, es una lucha desigual”, admite el docente.

Nuevas bajas

También surgen quienes eligen vivir en medio del río, sin mojarse. “Algunos creen que son una amenaza, otros no. Es un área muy controvertida de la economía y el derecho”, reflexiona por correo electrónico sir Angus Deaton, premio Nobel de Economía en 2015 y profesor emérito de la Universidad de Princeton. Pero le arrastra la corriente. A finales de julio, The New York Times publicó unos sencillos cálcu­los que avanzan que la guerra acumula más bajas. El valor de mercado de las cinco grandes (9,3 billones de dólares, en aquellas fechas) era el doble que las 27 empresas más valiosas de Estados Unidos. La subida de los títulos de Amazon convirtió a Bezos tan rico que podría comprar un nuevo modelo de iPhone a 200 millones de personas y continuar siendo multimillonario. Los ingresos de LinkedIn (Microsoft) cuadruplicaron los de Zoom, una de las estrellas de las comunicaciones durante la pandemia. Todo exhala luz. Las ventas de Microsoft alcanzaron los 45.320 millones de dólares en su primer trimestre fiscal (finalizó el 30 de septiembre). Un 22% más que el año pasado.

Quizá el mundo de Bezos no sea de esta Tierra y de ahí su obsesión por el Espacio y Blue Origin. Parece olvidar el fértil suelo de Albuquerque (Estados Unidos), donde creció de niño. Aunque algunos se lo recuerdan. “La amenaza procede de dos vías”, alerta en conversación telefónica Branko Milanović, académico sénior en el Stone Center for Socio-Economic Inequality (Nueva York). “Igual que sucede con los monopolios clásicos, ahogan la competencia. Pero muchos de sus servicios son gratis. Algo que nunca ocurría con los tradicionales. Sin embargo, su capacidad para vender esos datos, que solo poseen ellos, los convierte en monopolistas frente a otras compañías”. La segunda “amenaza” es política. Amazon apenas tenía grupos lobbistas hace cinco años. Hoy gasta millones para influir en las leyes del país. “Si no se los detiene ahora, será imposible pararlos una vez que se hayan extendido a múltiples áreas de la economía”, advierte Milanović. Con los 43.100 millones de euros que Google recaudó por sus anuncios entre abril y junio se podría haber pagado la gasolina de todos los estadounidenses durante un mes.

El porcentaje de trabajadores en nuevas empresas cayó del 4% en 1980 a un 2% en la década de los 2010. Y las operaciones fuera de sus fronteras de fusiones y adquisiciones descendieron del 16% en 2014 al 9% durante 2019. Aunque el billete verde brilla para una minoría como esmeraldas. Ahora hay 745 milmillonarios en el país comparado con los 614 de marzo de 2020. Han añadido 2,1 billones de dólares a su riqueza durante la pandemia y ya suman cinco billones. “Estados Unidos siempre ha tenido una elevada tolerancia a la desigualdad. Mientras la gente entienda que las reglas son justas y cualquiera puede alcanzar el sueño americano”, asume en The New York Times Chuck Collins, director del programa de inequidad en el centro Institute for Policy Studies.

Trabajadores de una empresa china clasifican envíos desde la provincia de Hunan, el 12 de noviembre.
Trabajadores de una empresa china clasifican envíos desde la provincia de Hunan, el 12 de noviembre. STR (AFP)


Concentración

¿Justas? Raíces que crecen sobre tierra pétrea. Las corporaciones tecnológicas están devorando el mundo, como Saturno a su hijo: el interés general. “Y lo más dramático es que desde los organismos públicos no solo no se ha actuado con severidad para evitar esta acumulación de poder en unas pocas compañías, sino que, incluso, en algunos casos, se ha alentado esta concentración”, narra José García Montalvo, catedrático de Economía de la Universidad Pompeu Fabra (UPF). Y critica: “Resulta impresentable que Facebook [renombrada Meta, quizá con su nuevo nombre Zuckerberg quiera lavar, tal vez en el río de Angus Deaton, los pecados de sus manos] no haya cumplido una de las condiciones básicas de su fusión con Instagram y WhatsApp, que impide que las empresas puedan compartir datos. Pero ¿de verdad pensaba la autoridad de la competencia que se podría controlar lo que la firma haría con los datos una vez producida la compra?”, se cuestiona el experto.

La declaración en octubre pasado ante el Congreso de la ingeniera Frances Haugen —37 años—, que trabajó en la compañía desde 2019, desnudó el alma de Zuckerberg. “La empresa antepone sus astronómicas ganancias a la gente”, condensó. Eso es la plataforma: Corea de Norte; no la civilizada Suecia. Aunque se puede romper lo que hiere. En los años ochenta a los reguladores no les tembló la normativa para fragmentar AT&T en mini-Bells. La sociedad arriesga mucho. “El plan de Google de conectar Arabia Saudí e Israel mediante fibra óptica e incluso crear nuevas monedas vulnera la soberanía de los Estados”, avisa Thomas Husson, analista principal de la consultora estadounidense Forrester Research.

Pero en Estados Unidos, la “intromisión” del Estado en las empresas no suena a socialdemocracia, sino a comunismo. Esa Extracción de la piedra de la locura —que pintó El Bosco— sigue presente desde hace décadas en su sentido de país. Sean republicanos o demócratas. “En las democracias, el público debería tener la última palabra. Sin embargo, un control excesivo por parte de la Administración puede ahogar un crecimiento que resulta bueno para todos”, admite por correo electrónico Joseph S. Nye, decano emérito de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de Harvard y ex secretario de Estado de Defensa con Clinton. “Resulta inevitable cierto grado de conflicto”, sentencia.

La amenaza china

Las leyes antimonopolio, que deberían proteger al ciudadano, están congeladas como el permafrost en el Ártico. Esto es lo que un representante de NetChoice —un grupo que protege los intereses de Google, Facebook y Amazon— alertó a The Washington Post si legislaban contra las grandes tecnológicas: “Al mismo tiempo que el Congreso está viendo cómo impulsar la innovación estadounidense y la ciberseguridad, los legisladores no deberían aprobar ninguna normativa que ceda terreno a competidores extranjeros y abra la puerta de los datos americanos a peligrosos y desconfiables actores”. China es el principal intérprete del miedo. La preocupación es un viento aullante. “No solo hablamos de la defensa de la competencia, sino de economía política. ¿Son estas empresas una amenaza no por su poder de mercado, sino por su poder político?”, se pregunta Ernesto Dal Bó, profesor de negocios en la Universidad de California, Berkeley. “Posiblemente sí. Pero resulta incierto qué criterio podríamos usar para corregir la situación. Ni si las correcciones serían peores que las distorsiones que se quieren enmendar”.

La “excusa” es perfecta para la inacción. Apenas surgen compañías y los girasoles, ciegos, no hallan el sol. Los economistas Colleen Cunningham, de la London Business School, Florian Ederer (Yale) y Yuen Yuen Ang, profesora de Políticas de la Universidad de Míchigan, y autora de China’s Gilded Age (la edad dorada de China), han demostrado que muchas grandes empresas practican “las compras asesinas”. Adquieren firmas que podrían ser una amenaza competitiva. Líneas rojas que navegan océanos. El coloso asiático ha aprendido “el peligro del capitalismo de amiguetes”, observa Yuen Yuen Ang. “El presidente chino Xi Jinping tiene la misión de acabar con la edad dorada de China. Quiere reproducir la era progresista estadounidense —un tiempo con menor corrupción y más igualdad—”. Y agrega: “El desafío de Xi es mantener el fervor capitalista y ofrecer equidad. Es un reto único. El mundo aún no ha sido testigo de un Gobierno que supere con éxito los efectos secundarios negativos del capitalismo por decreto”.

China ha recuperado el término de “prosperidad compartida” para presionar a empresas y emprendedores en su obligación contra la desigualdad. Dentro de una nación que, pese a ser socialista, tiene una de las peores tasas de redistribución del mundo. El mensaje, o el “miedo”, ha trascendido. El multimillonario Jack Ma se ha comprometido a donar miles de millones a la caridad y Tencent —la mayor firma de internet— destinará 13.400 millones de euros a ayuda social. El Gobierno no bromea. El coloso de la distribución Meituan abonó en octubre una multa de 457 millones por violar las leyes de la competencia. En otros horizontes, ¿de qué forma se lee esta nueva economía y el propósito cívico de sus empresas? “En el extranjero pueden ser vistas como simples tentáculos del pulpo estatal chino, lo que dificultará sus operaciones”, prevé Francesco Sisci, sinólogo italiano experto en China. Puede ser, pero en Europa los Estados reclaman el control de un espacio desatendido durante décadas.

Una mujer pasa ante un expositor de Google en un evento en Nueva Deli, India, el 28 de agosto.
Una mujer pasa ante un expositor de Google en un evento en Nueva Deli, India, el 28 de agosto. Adnan Abidi (Reuters)

Ese puzle federal que es Alemania necesita inversiones públicas. El KfW —un banco respaldado por el Estado— ha expuesto la cifra (en un país con más de 11.000 municipalidades) de 149.000 millones de euros. Escuelas viejas, puentes ruinosos, megaproyectos retrasados indefinidamente, como el nuevo aeropuerto de Berlín, que avergüenza a los germanos, señales temblorosas de teléfono o baños decrépitos en las aulas. Esta es la conversación cotidiana en la potencia europea. “La ‘segunda industrialización’, que es de lo que estamos hablando, exige un marco estatal”, indica Henrik Scheller, experto en política financiera y municipal. “Los gobiernos federal y nacional deben coordinarse y actuar cada uno allí donde tiene responsabilidad”. La propuesta más interesante —­cuenta The Economist— procede de los verdes, que quieren añadir una “regla de oro” que permita a la Administración financiar en una década 500.000 millones de euros dirigidos al cambio climático y las infraestructuras digitales. Porque ya están viendo cómo Tesla se instalará en diciembre en Berlín para competir con su industria automovilística de lujo. Amenaza una ventisca de agua y nieve y la empresa de Elon Musk quiere entrar en la tormenta. Quizá huyendo de un país que, según el think tank Brookings, está emitiendo “señales ominosas” de que el creciente sectarismo pueda llevar a una guerra civil o hacia “un terrorismo interior”. Esta fragilidad de los 50 Estados acoge en la memoria el discurso inau­gural del expresidente Abraham Lincoln (1809-1865), cuando apelaba a “los mejores ángeles de nuestra naturaleza humana” para superar los 600.000 muertos que dejó su victoria en 1860. Necesitamos ahora esa naturaleza del hombre. La sincera. Aunque Lincoln fuera asesinado cinco años más tarde, tras un mitin en defensa del voto de los negros.

España tiene una defensa contra esta avalancha estado­unidense, sin fracturar, por ahora, multinacionales inmensas y competidores desleales. Fiscalidad. Y evitar que a países como Irlanda —convertidos en cuasi paraísos tributarios— les crezca un trébol de cuatro hojas cada vez que se implanta una industria tecnológica extranjera. “Impuestos, gobernanza y regulación coordinada en el ámbito global y europeo”, propone Roberto Ruiz-Scholtes, responsable de Estrategia de UBS. Pero el “famoso” 15% mínimo que Europa aplicará al gravamen de sociedades (y que tras dos décadas ha aceptado a regañadientes Irlanda, con un coste de entre 800 y 2.000 millones de euros) apenas aportará 400 millones a España en 2023. Ecos similares del hundimiento de la política contra los paraísos fiscales. “Además, durante demasiado tiempo, hemos dejado de lado las leyes anticompetencia. Resulta necesario tomárselas en serio, algo que llevamos sin hacer 20 años”, advierte Federico Steinberg, investigador principal del Real Instituto Elcano. Y añade: “En Europa estamos viendo un retorno de un mayor peso del Estado, de medidas socialdemócratas, de presupuestos expansivos en lo social”.

El Viejo Continente, y España, tiene que recuperar valores amontonados en el trastero colectivo. “La cuestión básica es que la Administración posee un papel importante en la protección de los consumidores (pensemos en los medicamentos o la alimentación) y la ausencia de regulación puede provocar un daño profundo a las personas”, analiza por teléfono Nicholas ­Barr, profesor de Economía Pública de la LSE. Cada experto tiene sus propuestas. ¿Qué sucede cuando las eléctricas, las tecnológicas o las farmacéuticas arrinconan el interés general? “Lo que no funciona es que algunas empresas digitales tengan tantas economías de escala y controlen sus mercados sin competidores. Eso ya lo vimos en 1900 con compañías ferroviarias y con las eléctricas. Hemos tardado casi 100 años en regular esos sectores. Puedes construir una línea de alta velocidad donde compiten varios proveedores, lo que carece de lógica son dos vías de tren que discurren paralelas”, ejemplifica Jan Eeckhout, economista belga y autor de La paradoja del beneficio.

Riesgo de abusos

Las grandes tecnológicas nunca cometen ese error: cuantos más usuarios tienen, son más eficientes. “eBay cobra el 7%, frente a lo razonable, que sería un 0,5%; mientras el juego Fornite paga el 30% a la plataforma de Apple”, desgrana Jan Eeckhout. ¿Y dónde está el Estado español? ¿Aferrado, en una esquina, a las tres cuerdas, encajando golpe tras golpe? Luz, farmacéuticas, tecnología. Buscando un acuerdo con el gas argelino, que sin duda elevará el precio de la factura al viajar un 75% licuado por barco. ¿Ese es su asalto? “La Administración tiene que facilitar la competencia. El objetivo no es vaciar las empresas, sino que las compañías compitan entre ellas”, propone el economista. Esa estrategia de eliminar los pasos de peatones camina tan neoliberal que resuena el andar del crash de 2008. “Todas las concentraciones de poder son malas, porque existe el riesgo de abusar”, comparte el jurista Antonio Garrigues Walker. La situación avanza entre la esterilidad del esfuerzo y la necesidad de la lucha. Muchos quieren triunfar en la batalla, pero aceptan cierta inevitabilidad del fracaso. “No existe ningún sector en la economía que funcione bajo la libre competencia”, admite Emilio Ontiveros, presidente de Analistas Financieros Internacionales (AFI).

En la cultura judía hay una canción titulada Chad Gadya (una cabrita) escrita en arameo y hebreo. Cada verso se suma al anterior y se forma el cántico. Escrita hace cuatro siglos, trasciende un canto de infancia para ser una metáfora económica, y política, del daño del poderoso sobre el frágil. “¿Hasta cuándo durará el ciclo infernal del opresor y el oprimido? / ¿Del verdugo y la víctima? / ¿Hasta cuándo tanta locura? / ¿Ha cambiado algo? / Yo he cambiado este año. / Era un dulce cordero, ahora soy un tigre, un lobo sanguinario, / era una paloma, una gacela; ahora ya no sé lo que soy”. Todo el mundo sabe que hay una guerra entre quienes dicen que no hay una guerra y entre quienes dicen que sí la hay.

Refinería de Valero St. Charles en el Estado norteamericano de Louisiana.
Refinería de Valero St. Charles en el Estado norteamericano de Louisiana. Shannon Stapleton (Reuters)

Presión sobre la transición verde

La conversación lanza esquirlas como si las palabras pasaran una a una sobre un torno que jamás cesa de girar.

Farmacéuticas, gigantes tecnológicos, eléctricas y gasistas cada vez tienen más poder. ¿El Estado debería recuperar el terreno perdido? —.

—No. No funcionaría. Lo público no es garantía de nada—, dice Mariano Marzo, catedrático emérito de la Facultad de Ciencias de la Tierra de la Universitat de Barcelona—.

— ¿Pero las gasistas y las eléctricas están echando un pulso al Gobierno o es algo coyuntural? —.

— Es coyuntural, con algunos elementos de fondo. Existe una imposibilidad de gobernar debido a la actual mayoría parlamentaria. Y algo tan complejo y a largo plazo como es la transición energética requiere de un pacto de Estado. Menos politiquería electoralista y más gestión basada en la ciencia y la tecnología. Necesitamos estadistas, no populistas—, remata.

Al final tenía razón el filósofo William James (1842-1910), cuando teorizó que en el mundo existen universos paralelos. Solo que uno estaría habitado por la gente común y el otro por los intereses de los altos ejecutivos y las grandes corporaciones que gestionan.

Después de años bombeando todo el petróleo y gas posible, los gigantes energéticos occidentales como Chevron, BP, Exxon Mobil o Royal Dutch Shell están reduciendo la producción para enchufarse a la energía verde. Pero el universo de los colosos estatales ha descubierto pozos de dinero. Saudi Aramco —el mayor productor de oro negro del planeta— anunció en octubre su intención de incrementar su producción al menos de un millón de barriles diarios a 13 hasta la década de 2030. “Estamos capitalizando la oportunidad [del giro sostenible de las petroleras occidentales]”, se justificó Amin H. Nasser, consejero delegado de la energética ante un grupo de analistas, según The New York Times. La misma estrategia la replicarán Argentina, Colombia, Iraq, Libia, Kuwait, los Emiratos Árabes Unidos, Brasil. Más crudo estatal para un planeta al que casi ni le caben las nubes negras.

Sin embargo, a veces, se abren cielos claros sobre ese horizonte de chatarra. Existen maneras de construir una relación “sana” entre las grandes empresas y el interés general. Carlos Martín, director del Gabinete Económico de CC OO, resume esa relación de vecindad y sus reglas. “No permitir que [las compañías] sean demasiado grandes para dejarlas caer o poner en peligro la competencia en los mercados”, propone. Interpretado de otro modo. “Los Estados deben estar muy bien empoderados y equipados para romperlas en unidades más pequeñas, si resulta necesario”, apunta.

Movimientos de ajedrez. Proteger a la Reina. “Impedir la captura del regulador prohibiendo la participación de expolíticos y altos funcionarios del Estado en consejos, filiales o asociaciones”. Bloquear las ‘puertas giratorias’. Fracturar el pronombre “mío”. “La propiedad debería hacerse más temporal, rotatoria y líquida con el fin de promover la igualdad de oportunidades desde el nacimiento, superando la inequidad estructural que llega de lo aleatorio que supone nacer en una familia acomodada o pobre”, zanja. ¿Qué mérito tiene crecer en un entorno u otro? Nadie lo elige. No es el camino hacia una sociedad más justa.

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Sobre la firma

Miguel Ángel García Vega
Lleva unos 25 años escribiendo en EL PAÍS, actualmente para Cultura, Negocios, El País Semanal, Retina, Suplementos Especiales e Ideas. Sus textos han sido republicados por La Nación (Argentina), La Tercera (Chile) o Le Monde (Francia). Ha recibido, entre otros, los premios AECOC, Accenture, Antonio Moreno Espejo (CNMV) y Ciudad de Badajoz.

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