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‘Lobbies’, el poder en la sombra

Los grupos de presión, que se gastan millones de euros en condicionar decisiones políticas, aseguran que buscan una mayor transparencia para su actividad

María Fernández
El ‘lobby’ más potente en Europa es el de las empresas tecnológicas.
El ‘lobby’ más potente en Europa es el de las empresas tecnológicas.Nick Dolding (Getty Images)

Un irritado lobby nuclear avisaba esta semana al Gobierno y a los ciudadanos de que si se retiran los beneficios que reciben las empresas por no emitir dióxido de carbono “sería imposible la continuidad de las centrales”. Otro destacado lobby de consumidores exigía sanciones para las eléctricas por la explosiva subida de la luz. Solo las tecnológicas, según un informe de Corporate Europe Observatory and LobbyControl, tienen en Bruselas un regimiento de 612 empresas, grupos y asociaciones que ejercen presión en Europa y que se gastan 97 millones de euros al año para hacer llegar mensajes favorables al sector. Son, por encima de las farmacéuticas, petroleras, la banca o la industria química, las principales lobistas en un universo amplio, “pero profundamente desequilibrado” del cabildeo institucional, según el estudio.

Un elocuente ejemplo de ello está en España. La capacidad de grandes corporaciones para transmitir sus, por otra parte, legítimos mensajes, ha derivado en regulaciones o leyes que se han demostrado contrarias a normas europeas y han sido enmendadas en los tribunales tras largos y costosos procesos de reclamación por parte de ciudadanos individuales. Porque, como ilustra Ignacio Molina, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid e investigador del Instituto Elcano, “una farmacéutica se movilizará cuando una regulación amenace con tocar un céntimo el precio de un medicamento, pero los ciudadanos no”. Como tampoco lo hacen cuando los Ayuntamientos lanzan consultas públicas sobre, por ejemplo, los planes urbanísticos. “Alegan promotores, constructores, etcétera, pero no son acciones que aprovechen mayoritariamente los ciudadanos”. Algo que ocurre, continúa, por la poca calidad del debate democrático: “No nos hacemos preguntas sobre la captura del regulador por parte de intereses privados”.

Con su cultura de debates interminables para acordar lo imposible, Europa es la playa que los lobistas quieren encontrar bajo el asfalto. Los enormes presupuestos dedicados a la presión institucional tienen un impacto significativo en los políticos: más de 140 personas trabajan para las diez mayores tecnológicas cada día en la capital belga, un lugar donde hay tantos lobistas (49.059) como espectadores caben en el estadio de Mestalla (y 1.594 tienen acceso directo al Parlamento). Pero los parlamentarios, funcionarios o asistentes comunitarios saben que no encontrarán a nadie detrás de una columna cuando caminen por el pasillo, porque su actividad se reconoce y regula desde los propios tratados de la Unión.

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En España, un país con 73.197 cargos públicos según el recuento de Maldita.es, ocurre todo lo contrario: el reconocimiento de los grupos de interés sigue pendiente desde que se aprobó la Constitución de 1978. Lo sorprendente, explica María Rosa Rotondo, presidenta de la Asociación de Profesionales de las Relaciones Institucionales (APRI), es que establecer un terreno de juego donde fluyan las relaciones entre las partes interesadas y los representantes públicos es algo relativamente sencillo que goza de un amplio consenso social y hasta político. “El problema de regular a los lobbies es que implica que los políticos se regulen a sí mismos, porque ellos están en la ecuación”, ilustra.

Límites a la influencia

Empresas cada vez más fuertes, sistemas anticompetencia cada vez más desbordados y consumidores atónitos se conjugan en un cóctel que ha provocado que aumente la presión para establecer límites a su influencia. El Grupo de Estados contra la Corrupción (Greco), dependiente del Consejo de Europa, ha instado una y otra vez al Ejecutivo a hacer cosas tan básicas como enviar información detallada sobre los regalos o viajes a los que son invitados los diputados y senadores. Pero rendir cuentas hasta ese punto es algo que nadie parece tener interiorizado.

De la otra parte, los lobbies consultados dicen ser los primeros dispuestos a realizar ese ejercicio de transparencia. Cada vez son más los despachos, asesorías, fundaciones, asociaciones, empresas o patronales las que se fijan en lo importante de la persuasión para defender intereses propios o ajenos. Y quieren estar en igualdad de condiciones con la competencia. Miguel Ferre, ex secretario de Estado de Hacienda entre 2012 y 2016, dirige el área de Asuntos Públicos en la consultora Kreab: “El lobby solo tiene sentido si se hace de forma transparente. Nosotros trabajamos con cotizadas, compañías del Ibex, empresas familiares, multinacionales… Podemos realizar desde un servicio básico —un seguimiento regulatorio— hasta interceder en defensa de unos intereses ante una ley concreta. Cada cosa que hacemos la acompañamos de un informe de impacto. Nuestros equipos son capaces de medir, por ejemplo, las consecuencias que un cambio regulatorio en un determinado impuesto tendría para un determinado sector”. Defiende que los políticos tienen así el mayor número de puntos de vista posibles antes de tomar una decisión. “Siempre desde un enfoque profesional y totalmente transparente”.

Exterior de la central nuclear de Almaraz.
Exterior de la central nuclear de Almaraz.

Esa última palabra es la más repetida por los lobistas. Para Alfredo Gazpio, responsable de Asuntos Públicos en Danone, “los gobiernos y los parlamentos ya no tienen el monopolio de la toma de decisiones. Se ha producido una descentralización del poder. ¿Cómo democratizamos el acceso al regulador por parte de los colectivos? Con transparencia”. Y liga el cabildeo con la “empatía social” que pide la ministra Teresa Ribera a las eléctricas estos días que arrecian las críticas por los precios de la luz. “Las empresas han pasado a ser un actor político, a participar de la propia conversación. Es una nueva manera de ver la economía”. Manuel de la Fuente, socio de Asuntos Públicos de la consultora Harmond, está de acuerdo: “El poder ya no está enteramente en el sector público: están las ONG, las patronales, asociaciones, fundaciones, think tanks… eso requiere un abordaje integral. Ahora hay variables intangibles que afectan a la cuenta de resultados y muchas compañías se dan cuenta de que los incendios se apagan en invierno. No siempre hay que tener relaciones interesadas: hay que pensar en el largo plazo, construyendo una cultura de transparencia, de normalidad democrática entre regulados y reguladores”.

Pero algo tan saludable reclamado por los lobistas no parece sencillo. “Hoy las cosas están en proceso de cambio. Madrid, Cataluña o Castilla-La Mancha tienen regulaciones buenas, completas, que deberían servir de reflexión”, insiste Rotondo. El Gobierno abrió este año una consulta pública para elaborar un anteproyecto de ley “de transparencia e integridad en las actividades de los grupos de interés”. Se recibieron 29 aportaciones: 18 de entidades privadas, 5 de entidades públicas y 6 de particulares. Y eso fue todo. Quizá la ley sea una realidad dentro de dos o tres años, o nunca. Por otra parte, PSOE y PP presentaron dos propuestas para reformar el reglamento del Congreso. La de los socialistas incluye un régimen sancionador a los diputados y a los lobbies, pero como mínimo no verá la luz hasta dentro de un año.

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Obligar a los grupos a inscribirse en un registro; establecer la “huella legislativa” para que las leyes incluyan todas las aportaciones realizadas por grupos interesados o algo tan sencillo como hacer públicas las agendas de los decisores políticos son herramientas que podrían contribuir a poner luz en la, hasta ahora, oscura actividad de persuasión. “En el tema de la agenda no me valen las críticas sobre que incumpliría la ley de protección de datos por el infantilismo de argumentos como que podría salir una cita con el dentista o una comida con la pareja. Hablamos de asuntos públicos”, antepone la presidenta de APRI. Tampoco apoya que los registros de lobbies sean voluntarios, como el de la CNMC, que sin embargo fue pionero en España, “porque si lo es, solo se van a registrar quienes lo hagan bien”.

La CNMC tiene 500 inscritos y posee un código de conducta publicado en el BOE. También tiene un canal de denuncias interno y confidencial. Desde la institución defienden que “no hay que demonizar, de entrada, la actividad. El buen lobby, entendido como la defensa por cauces legales y regulares de unos intereses concretos, es legítimo y necesario, una forma de canalizar la participación de la sociedad civil en el proceso de toma de decisiones”. Contra lo que sí hay que luchar, admiten, es “contra el mal lobby: contra el que pretende capturar a esos poderes a través de medios o estrategias irregulares o ilícitas y quebrar el nexo entre el responsable público y la búsqueda del interés general”.

Isabel Álvarez Vélez, profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Comillas, es más escéptica: “¿Qué diferencia hay entre que estés o no en un registro? Al poder político le interesa conocer la opinión de las organizaciones. Y no tenemos que presumir que la actividad sea sospechosa, pero el problema es cómo regulamos esa actividad”. Ella cree más útiles los códigos de conducta y, sobre todo, el control y la fiscalización posterior.

José López Tafall, director de la patronal de automoción Anfac, siempre deja dossieres a los políticos con los que se reúne. Una huella por escrito. “Detallamos nuestros posicionamientos con datos, estamos inscritos en todos los registros públicos. Nuestro papel es no engañar a nadie, y el suyo, la responsabilidad de hacer buenas normas”. José Luis Martínez Campuzano, desde la Asociación Española de Banca; Humberto Arnés, director de Farmaindustria, y Jorge Marichal, presidente de la patronal hotelera CEHAT, se expresan en los mismos términos al definir su trabajo diario, igual que la patronal Fiab. E insisten en que reconocer y dialogar con asociaciones representativas ha salvado al país del caos durante la pandemia.

“En la definición de grupo de interés entran muchos colectivos, pero hay que distinguir entre aquellos que la propia Constitución considera relevantes y aquellos que no. Los primeros son pilares del Estado social”, define Arnés. Marichal lo resume así: “Está muy bien escuchar a todo el mundo, pero hay cosas que tienen que sonarte en la cabeza más que otras. 17.000 empresas tienen que sonar más fuerte que 20. Me parece muy bien que esas 20 velen por sus intereses, pero hay algo que se llama interés general que se ha demostrado que se defiende teniendo muy vertebradas a las organizaciones empresariales en los países para que se tomen medidas”. Otro tema que APRI pone sobre la mesa es la necesaria revisión de las “puertas giratorias”, que pueden generar un potencial conflicto de intereses o un indebido tráfico de influencias. Propone endurecer la regulación actual para un cargo político cuando en los años anteriores haya sido lobista en materias que queden bajo su nueva responsabilidad.

Quizá, como reconoce un lobista, “siga habiendo políticos que venden sus contactos del Iphone”, y empresarios dispuestos a comprarlos. Quizá el “mamoneo institucional”, sea una cultura difícil de erradicar en España. Transparentar “cuesta trabajo”, reconoce Ana Gloria Gómez, de Dyndra, que nació gracias a un grupo de investigadores de la Universidad de Granada para evaluar la transparencia de los ayuntamientos andaluces y ya tiene 1.500 analistas. “Pese a todo, se nota que la cultura está cambiando. Por obligación, por la acción de instituciones superiores o por la presión de los ciudadanos”.

El ejemplo comunitario

Ante los órganos de la UE, donde se decide buena parte de la política de gasto y la regulación que pasará a incorporar cada Estado miembro, Bélgica, Alemania, Francia, Italia y España son, por este orden, los países con más delegaciones acreditadas. Casi un tercio de las organizaciones que tienen un pie en la capital belga se gastan entre 100.000 y un millón de euros anuales en esa representación. En el Parlamento Europeo hay un sistema de acreditación específico para lobbistas y el reglamento de la Eurocámara incluye un código de conducta que los obliga, sin ningún matiz, a dejar claro a quién representan. Pero fuera de las instituciones comunitarias y sin ninguna norma que obligue a los Estados a legislar sobre el asunto, los enfoques para regular el cabildeo son muy variados: Austria, Francia, Alemania, Irlanda, Lituania, Polonia y Eslovenia han impuesto requisitos de registro, mientras que Bélgica, Italia, Países Bajos y Rumania ofrecen incentivos para que los grupos de presión se inscriban voluntariamente. “Lo que Bruselas sí puede hacer con los Estados miembros es ejercer cierta presión ahora que va a repartir los fondos Next Generation”, recuerda María Rosa Rotondo.

De hecho, la Comisión ha evaluado la calidad de los Estados de derecho como uno de los aspectos a tener en cuenta en el reparto, y entre otras cosas llama la atención a España —que por lo demás sale bien parada en la fotografía— sobre la inexistente regulación de los grupos de interés.

Incluso aunque la llegue a haber, los expertos avisan de que puede quedarse en un brindis al sol si solo se centra, por ejemplo, en el Congreso y el Senado y no llega a todos los órganos de decisión de la Administración. “Si fuese lobbista no perdería el tiempo en invitar a cenar a un diputado, porque su capacidad para moldear el sistema legislativo es bajísima”, ilustra el profesor Ignacio Molina. “En Bruselas y en EE UU, en cambio, sí están en juego más intereses. Aquí un lobbista se dirigirá al poder ejecutivo, y ese es un terreno muy técnico”. Llevar la transparencia a todos los niveles, desde ministros a directores generales, contribuiría a que la ciudadanía asumiese la actividad como beneficiosa para el sistema.

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Sobre la firma

María Fernández
Redactora del diario EL PAÍS desde 2008. Ha trabajado en la delegación de Galicia, en Nacional y actualmente en la sección de Economía, dentro del suplemento NEGOCIOS. Ha sido durante cinco años profesora de narrativas digitales del Máster que imparte el periódico en colaboración con la UAM y tiene formación de posgrado en economía.

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