El desigual impacto de una inflación de dos dígitos en el bolsillo de los brasileños
El alza de los precios acumula un 10,7% en 12 meses pero el golpe a los desposeídos es dos puntos mayor que a los privilegiados
Es jueves al final de la mañana y este mercado de productos frescos en una calle de Santo Amaro, un barrio de clase media baja de São Paulo, está casi desierto por culpa de un fenómeno que Brasil no vivía hace un cuarto de siglo: una inflación que supera los dos dígitos. Y todavía no ha logrado contener. El alza de los precios que recorre el mundo pospandemia se siente de lleno aquí. Ahuyenta la clientela, obliga a cerrar puestos y, en un efecto perverso, aumenta la desigualdad socioeconómica que corroe este país. La inflación golpea con más dureza el estómago de los brasileños pobres que el bolsillo de los ricos. Una clienta por aquí y otra por allá compran algo de fruta o de verdura mientras una tercera mujer recoge discretamente lo que considera aprovechable entre el género desechado por los tenderos.
Dayane Ferreira, de 38 años, era analista financiera hasta que la pandemia la dejó sin trabajo así que de precios y de inflación sabe un rato. Tras terminar la compra y apoyada en el carrito de la niña, estima que en este mercado los precios de muchos productos han subido como un 30-40%. Su receta para cuadrar las cuentas incluye los siguientes ingredientes. Uno, comprar menos cantidad de los productos que se han disparado. “Antes pagábamos el medio kilo de café a 9-10 reales, ahora está a 17; el precio de los tomates es el doble”, detalla. Dos, busca todo tipo de ofertas y va hasta donde estén. Tres, “no desperdiciamos nada. Solo compramos lo que vamos a comer”. Busca trabajo pero por ahora sin éxito. Por eso, ni pensar en viajar o cualquier otro lujo que antes podía darse.
Con subidas mensuales durante los últimos 12 meses, Brasil acumula una inflación del 10,7%, una cifra que evidentemente palidece ante a Venezuela o Argentina pero es altísima para un país que ha mantenido los precios notablemente estables en las últimas dos décadas tras el Plan Real de 1994, que logró eliminar la hiperinflación.
Pero esa cifra media esconde el muy desigual impacto entre los privilegiados, los desposeídos y todos los que quedan entre ellos. Para los más pobres (los que ingresan menos de 1.800 reales, o 285 euros), el alza de los precios es del 11,39%, como detalla María Andreia Lameira en el último informe de coyuntura del Instituto Ipea. En cambio, para los que encabezan la tabla con más de 2.700 euros mensuales, es dos puntos inferior, del 9,32%.
A los más pobres, las subidas de la luz, el gas, el alquiler, las patatas, el café o el azúcar les impacta como un misil supersónico, los aboca a la inseguridad alimentaria. Cada día, 19 millones de brasileños se levantan sin saber cómo van a conseguir o si van a conseguir la próxima comida. Los trabajadores han perdido un 10% de su renta.
En cambio, las subidas en los productos esenciales hacen poca mella en los presupuestos de los ricos. Las alzas que más les perjudican son las de la gasolina, los vuelos (ahora que vuelven a planificar vacaciones, fiestas de Nochevieja o incluso Carnaval) y el transporte tipo Uber, según el citado informe de Ipea. El mercado del superlujo ha gozado de excelente salud durante la pandemia porque su clientela tuvo que gastar en Brasil lo que hubiera invertido durante viajes al extranjero.
Quienes conocieron los tiempos de la hiperinflación de los años ochenta no los olvidan. La señora Rosa Lopes Masomoto, que tiene 77 años y hasta que se jubiló trabajaba en un banco, es una de ellos. “Fueron terribles, peores que hoy. El poder adquisitivo era pequeño, teníamos que llegar al mercado corriendo antes de que cambiaran los precios. Era una locura, los aumentos eran galopantes, recuerda mientras busca verduras frescas. Las generosas pensiones que los brasileños más favorecidos reciben han amortiguado para ellos un golpe que impacta, como siempre, de manera desproporcionada a los millones que se buscan la vida en el mercado informal. Como esas ancianas que se colocan en las esquinas a vender dulces caseros.
O los protagonistas de una de las escenas que más ha horrorizado a los ciudadanos de este país orgulloso de haber salido hace unos años del mapa mundial del hambre. Las personas de las llamadas colas de huesos, las que aguardan en fila para recibir las osamentas y despojos para matar el hambre.
En millones de familias, como la de la empresaria Jessica Batista, de 30 años, la pandemia y el consiguiente desplome de la renta les ha obligado a cambiar la dieta. Cuenta que en su casa consumen “más carne blanca y menos roja” desde que la pandemia rebanó por la mitad los ingresos. Más pollo y más cerdo.
Arnaldo Silva, con 59 años y 40 en el oficio de carnicero, afirma que jamás en su vida había visto el kilo de solomillo a 178 reales (casi 32 dólares). Es el producto que más se ha disparado. Parte de los clientes se han pasado a cortes más baratos, otros han desaparecido. A media mañana su tienda está vacía. Dice que las entregas a domicilio es lo que les ha mantenido a salvo.
El mercado callejero de Santo Amaro está entrando en un peligroso círculo, explica el frutero Rogerio Fernández, de 53 años. Sin clientela, los puestos de carne y de pescado, echaron el cierre como uno de los puestos de frutas, otro de plátanos, uno de frituras… “Son las once y mire cómo está esto”, dice señalando al vacío dejado por los otros tenderos. “Y en nada, todos a comer, y aquí ya no viene nadie”. Su temor es que a medida que la oferta se reduzca la clientela deje de ir a comprar allí y aboque a la ruina a los que todavía aguantan.
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