El frenazo catalán
No hay otra solución efectiva a la crisis que negociar un retorno a la estabilidad política
A estas alturas del procés y de la crisis política en Cataluña —que apenas ha amainado, aunque se ha evitado la inminencia de la deriva secesionista— poco aportará quien señale y lamente los costes económicos evidentes que acarrea dicha crisis. Ya se advirtieron meses atrás y después se han ido concretando con algunas estadísticas (casi todas parciales) y muchas percepciones subjetivas de malestar entre los empresarios y los inversores que se convierten en descensos de la inversión. El Barómetro de Deloitte, que este domingo publica Negocios, constituye una de esas piezas de percepción subjetiva en el empresariado que define con exactitud la situación de desconcierto e incertidumbre que provoca la crisis catalana entre los inversores. Si sólo el 64% de las empresas consultadas consideran que la economía ha mejorado en los últimos seis meses (hace medio año los optimistas eran el 81%) y hoy el 55% cree que mejorará su facturación, cuando a mediados de 2017 eran más del 68%, el problema de percepción desconfiada y pérdida de expectativas es evidente.
Los números no lo dicen todo. Por debajo de las estadísticas y de las encuestas es posible rastrear un aumento del pesimismo político y económico procedente de la perplejidad. Las empresas no entienden que los gestores políticos del procés consideren irrelevantes los costes económicos de la inestabilidad. La displicencia del independentismo es peligrosa porque niega que sea posible articular con las fuerzas secesionistas cualquier negociación política sobre problemas económicos en términos de racionalidad. Cualquier consideración sobre bienestar social y crecimiento de la economía queda supeditada al objetivo principal (la marcha hacia la independencia). Desde el independentismo simplemente se niegan los costes económicos asociados a su estrategia política, de forma que es una evolución ciega e irreductible a cualquier consenso económico o social lo que desespera a las empresas.
Las elecciones autonómicas de diciembre en Cataluña apenas han despejado la incertidumbre ni superado la perplejidad. Sigue existiendo una mayoría independentista (en escaños) que no admite una verdad manifiesta: las elecciones autonómicas están legitimadas para gobernar las comunidades autónomas, en ningún caso lo están para planear e impulsar una secesión, por más que exista una mayoría independentista en escaños. De esa confusión procede el riesgo que se convierte en incertidumbre. Y, como ya se ha explicado en estas páginas, la incertidumbre es un estado en el que el empresario no puede calcular ningún tipo de riesgo, ni económico, ni financiero, ni político, ni regulatorio.
No hay otra solución efectiva que negociar un retorno a la estabilidad política en Cataluña; estabilidad que el resultado electoral no garantiza. Entiéndase por estabilidad la certeza de que el próximo gobierno de la Generalitat, con gran probabilidad de cariz independentista, abjurará del objetivo de la independencia (ese que implica el abandono inmediato del euro) con carácter prioritario e inmediato; de que existirá una colaboración con el Estado para ayudar en los objetivos generales de política económica (déficit, deuda, etcétera); y de que no se vulnerarán de forma flagrante los criterios de seguridad jurídica. La confianza económica volverá sólo en tanto todo lo anterior quede claro de forma meridiana con hechos y compromisos. Este acuerdo, explícito o implícito (pero comprobable por sus efectos) es la única solución para acabar con el daño a la economía autonómica y a la del conjunto del país.
Dicho lo cual, parece obligado recordar que el procés no es el único problema, ni el más grave siquiera, de la economía española hoy. Sólo es el más inmediato y enojoso.
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