La revolución del Jerez
El vino más antiguo de España lucha por recuperar el mercado
Concluían los años setenta y la fiesta del jerez parecía que no iba a acabar. En menos de dos décadas se había triplicado la producción y el número de cepas de uva palomino sembradas en el Marco —que abarca tierras de Jerez, Sanlúcar de Barrameda y el Puerto de Santa María— llegándose a la cifra récord de 23.000 hectáreas plantadas. Por aquel entonces, un industrial llamado José María Ruiz-Mateos campaba a sus anchas por esta famosa zona vinícola del sur de España, donde llegó a controlar la tercera parte del negocio. Pepe Blandino, en ese tiempo trabajaba capataz de Domecq, recuerda que todos los meses cargaba uno o dos barcos de vino a granel destinado al mercado británico. “Aquello era una locura. Había un capitán yugoslavo que nos decía que no podíamos cargar más porque el barco escoraba, pero cuando se daba la vuelta nosotros seguíamos bombeando”.
La anécdota refleja aquellos años locos que se vivieron en las bodegas jerezanas, cuando primaba la cantidad y no la calidad, lo que contribuyó a provocar la mayor crisis sufrida hasta entonces por el sector. A la caída brutal de la demanda de Reino Unido, Holanda y otros importadores tradicionales, se sumó un exceso de uva y de producción que acabó por deprimir los precios y llevó al descalabro a muchas bodegas. Miles de puestos de trabajo se perdieron —en los ochenta vivían unas 12.000 personas del jerez; hoy no llegan a 1.500— y las principales marcas empezaron a diversificar sus negocios para sobrevivir.
Junto a la debacle comercial llegó la pérdida de prestigio de un vino que a mediados del siglo XIX llegó representar el 10% de las exportaciones de España y se codeaba con los mejores champañas franceses. “La situación se hizo insostenible. Y aún hoy lo sigue siendo: en los supermercados puedes encontrar una botella de fino por cinco euros, un despropósito, pues casi ni se cubren los costes”, dice Cesar Saldaña, director general del Consejo Regulador del vino de Jerez.
Producir el jerez es muy trabajoso. El sistema de criaderas y soleras mantiene el vino en constante movimiento y hace que el más joven (el fino o la manzanilla) tarde cuatro años en fermentar biológicamente bajo el velo de flor. Eso sin hablar de los olorosos, amontillados o los palo cortados, que pueden necesitar 15, 20 o 30 años antes de embotellarse. “El reto es revalorizar cada botella de jerez y convertirla en un producto de lujo”, asegura Helena Rivero, de Bodegas Tradición, cuyo abuelo murió de un infarto días después de perder las famosas bodegas CZ durante la peor época de la crisis.
Bodegas Tradición eligió el camino de la exclusividad. Nació en 1998 y en ella trabajan 16 personas. Cada litro de vino es embotellado manualmente y firmado. “Vendemos unas 16.000 botellas al año, y estamos en los mejores restaurantes de España”, dice Rivero. Saldaña habla de un cambio estratégico en el jerez que viene incubándose desde hace años y de los nuevos consumidores por los que hay que luchar: “De la abuelita inglesa que se toma una copita de sherry todos los días no vamos a vivir eternamente”, dice. “Una buena parte de nuestros consumidores es gente muy mayor y por la propia lógica de las cosas estos señores dejarán de beber jerez algún día. Les estamos muy agradecidos, pero no son el futuro”.
Desde hace años se están arrancando cepas en el Marco de Jerez. Quedan unas 7.000 hectáreas sembradas de uva palomino. “Antes estábamos pendientes de estar en las estanterías de los supermercados, ahora queremos estar en las licorerías y restaurantes”, dice Eduardo Ojeda, enólogo del grupo Estévez e integrante de Equipo Navazos. Junto a su socio Jesús Barquín, ha comprado botas que estaban guardadas desde hacía años y no tenían salida comercial. Sus series limitadas han tenido gran éxito entre los mejores sumilleres, como Pitu Roca, o entre chefs como Ricardo Sanz, de Kabuki. “La revolución del jerez”, dice Ojeda, “ha comenzado”.
Beber o no beber, esa es la cuestión
Al restaurante Kabuki de Madrid llega un cliente y pregunta a Ricardo Sanz con qué maridaría bien el pescado crudo que les va a preparar. Sanz no lo duda. Su carta de vinos de Jerez reluce, y eligen uno de ellos. Luego dirá: “El jerez es de los mejores vinos del mundo. Si en vez de ser español fuera francés, sería imposible beberlo, cada botella costaría mil euros”. De similar modo se expresan Pitu Roca, Eduardo Ojeda, Antonio Flores —enólogo de González Byass— y otros frikis del Jerez en El misterio del Palo Cortado, el documental de José Luis López Linares sobre el vino que William Shakespeare no se cansó de citar en sus obras, especialmente en Enrique IV. El documental de Linares ha sido todo un acontecimiento en la pasada edición de la Berlinale, y ahora está viajando por los principales festivales del mundo. “Es uno de los ejemplos de cómo están cambiando las cosas. Nosotros no lo hemos buscado, pero cada vez más gente se interesa y defiende nuestro producto”, dice Cesar Saldaña, del Consejo Regulador del vino de Jerez. Saldaña da otro dato revelador: “La facturación ha subido un 3% y las ventas de botellas han descendido un 4%”. Es el camino. Pero aún falta mucho para remontar la crisis en la que el sector se sumergió en los años ochenta.
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