El lúcido vigía de la democracia
Javier Pradera, gran intelectual de la España reciente, muere a los 77 años - Su ilimitada capacidad de análisis y argumentación marcaron su trayectoria
No resulta fácil destacar cuál de las ocupaciones de Javier Pradera, que ayer murió en su casa de Madrid a los 77 años, fue la más relevante de todas. Estuvo en los disturbios estudiantiles que a mediados de los cincuenta combatieron contra el franquismo. Militó en el Partido Comunista entre 1954 y 1964, y lo abandonó cuando Fernando Claudín y Jorge Semprún fueron expulsados. Trabajó en Tecnos y Fondo de Cultura Económica, y fundó Siglo XXI, pero su fama de editor le viene de la época en que dirigió Alianza. En 1976 se incorporó a EL PAÍS como editorialista y jefe de la sección de Opinión. Dejó esos cometidos en 1986, pero continuó como analista, columnista y miembro de su Consejo Editorial. Formó parte, también, del Consejo de Administración del Grupo PRISA. Para cualquiera que, desde la izquierda democrática, siguiera la historia de este país, Javier Pradera estuvo donde había que estar en el momento oportuno.
Abandonó el PCE cuando fueron expulsados Semprún y Claudín
Dirigió Alianza Editorial y fue responsable de Opinión de EL PAÍS
Alto y delgado, un tanto desgarbado, con los pelos desordenados y sus gafas, la sonrisa en la comisura de los labios siempre lista para celebrar cualquier ocurrencia o maldad, y sus manos huesudas pasando las páginas de una pila de periódicos, como si persiguiera cualquier idea sospechosa para refutarla de inmediato con una elaborada batería de argumentos. Sus primeros textos firmados en este diario aparecieron el 16 de mayo de 1976. Una columna, en la que hablaba de la desaparición de los procuradores franquistas y donde escribía que "el presidente de las Cortes, aliado con el Gobierno, ha improvisado un procedimiento de urgencia cuya fuente de legitimación no es jurídica sino política", y llamaba después a la unión de todos los partidos para que la legitimidad del proceso fuera irreprochable. Y la crítica de un libro, que le permitía reflexionar sobre lo ocurrido en la Unión Soviética tras la muerte de Lenin. La lúcida reflexión sobre las reglas democráticas y los comentarios de sus lecturas que no cesaron de aparecer en estas páginas.
Siempre supo mantener un punto irónico, aun cuando su obsesión fuera el rigor y la contundencia. La batalla de ideas en la que se embarcó cada día fue una batalla por la libertad. Su última pieza apareció ayer; se titulaba Al borde del abismo. No siempre se le entendió, aunque fuera diáfano a la hora de defender sus posiciones. En 1990 puso en marcha, junto a Fernando Savater, Claves de Razón Práctica, una revista centrada en la reflexión sobre el tiempo en que vivimos.
Nacido en San Sebastián el 28 de abril de 1934, Javier Pradera se licenció en Derecho en 1955 en la Complutense con un premio extraordinario, y no tardó mucho en ingresar por oposición en el Cuerpo Jurídico del Ejército del Aire. La primera vez que lo detuvieron fue en febrero de 1956 cuando Joaquín Ruíz Jiménez, que había abierto la mano a los estudiantes, fue destituido como ministro de Educación y los conflictos estallaron en la Universidad. Víctor Pradera, el abuelo de aquel joven revoltoso, había fundado el Bloque Nacional con José Calvo Sotelo y fue asesinado por un grupo de milicianos poco después de producirse el golpe de Estado contra la República. Su padre, Javier, corrió la misma suerte un día después. Así que aquel estallido universitario no solo fue relevante porque constituyera un claro desafío a un régimen rigurosamente autoritario sino porque lo protagonizaban, entre otros, algunos descendientes del bando de los vencedores. El joven Javier Pradera mostraba así su radical independencia frente a los lazos más fuertes, los familiares, y se comprometía a fondo (fue expulsado de su trabajo en el Ejército del Aire) en la larga y enojosa lucha contra el franquismo.
Formaba ya parte del Partido Comunista y andaba metido hasta las cejas en la afanosa vida de la militancia clandestina. Aun así, su honestidad le exigiría unos años más tarde cuestionar la expulsión de Claudín y Semprún de la organización en marzo de 1964. España estaba cambiando, y lo que aquellos intelectuales proponían era buscar apoyos en otros sectores de la oposición para acabar con el dictador frente al drástico designio de la ortodoxia que defendía que el PCE liderara una revolución democrática. Pradera se enfrentó al aparato: para que una democracia arraigara en esa España que empezaba a beneficiarse del crecimiento económico y que manejaba ya coches como el 600 y se ponía biquini en las playas era necesario contar con las nuevas clases medias.
Como editor, Pradera jugó también un papel decisivo. Cierto que se trataba de un papel sin brillo alguno, que se ejerce fuera de foco y que carece de proyección pública. Mucho más entonces que ahora. Era una labor que tiene mucho que ver con la de editorialista en un periódico. En un caso, lo que se proponen son libros; en el otro, argumentos e ideas.
Unos y otros fueron imprescindibles cuando murió Franco: España tuvo que girar bruscamente y aprender a vivir en democracia. El papel de Javier Pradera fue determinante en aquella difícil y compleja etapa. Desde el primer momento volvieron a imponerse en su nueva ocupación al frente de la sección de Opinión de este diario los rasgos que lo habían acompañado hasta entonces. Si desde joven hubiera sido fiel a las ideas recibidas, por sus orígenes conservadores, nunca hubiera cuestionado la dictadura. Lo hizo. Lo que le tocaba en la nueva etapa era analizar cada día las decisiones de los políticos, los jueces o los militares y proponer una lectura de lo que estaba pasando a los ciudadanos. Cuando todo está en proceso de derribo es una tarea donde es muy fácil caer en la demagogia o los excesos ideológicos. Javier Pradera supo cuestionar cada idea recibida y cada nuevo argumento que se manejaba en el nuevo escenario público. La honestidad de su trayectoria, la inteligencia con la que se acercó a una sociedad sometida a un brusco cambio de valores, su generosidad, la radicalidad de no renunciar a la complejidad y saberle sacar punta a los matices. De eso trata su historia personal, que tanto tuvo que ver con la historia de este país. Vivió apasionadamente sin buscar nunca el protagonismo y procurando que, a través de la lucidez de sus comentarios, las cosas no se torcieran demasiado y pudiéramos todos ser cada vez un poco más libres.
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