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Un hombre de la cultura, el periodismo y la política
Columna
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Emisario de la España real

Carmen Claudín

Con Javier Pradera entró en mi casa la España real, la que me explicaba mi padre, Fernando Claudín, y por el análisis de la cual fue expulsado del partido comunista, junto con Jorge Semprún. Para una adolescente afrancesada y cartesiana que aún estaba gestionando en su cabeza cómo los camaradas podían decidir ignorar en qué se estaba convirtiendo España porque así lo dictaba la línea de partido, oír a ese hombre de altura inacabable y sarcasmo iconoclasta era una fruición intelectual.

El papel de Javier en las valientes revueltas estudiantiles del 56 en Madrid despertaba en mí la misma emoción que sentí unos pocos años después en las calles de París en ese Mayo 68 que aún no sabíamos que se estaba acercando, si bien tuve siempre muy claro que los riesgos eran incomparables. El hecho de que procediera de una familia del régimen no hacía sino aumentar mi respeto por un hombre que tuvo el valor de romper con la comodidad del conformismo.

El país que traía estaba lejos de la de la retórica del exilio comunista
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Poco después de la expulsión de mi padre y Jorge en 1964, cuando nuestras vidas personales quedaron encerradas en la soledad del aislamiento al que el Partido sometió a toda la familia, Javier apareció en nuestra casa de La Courneuve, en el cinturón obrero de París, un piso semiclandestino al que solo la gente de confianza podía venir. La España que traía consigo era una realidad muy lejana a la que la retórica del exilio comunista me tenía acostumbrada. A través de él, empecé a tener una imagen más cercana de aquellos intelectuales del interior de los que solo había oído hablar. De hecho, transmitía una modernidad desconocida para mí, acostumbrada al discurso de los comunistas españoles exiliados, que seguían narrando una España más cercana a la famosa película de Frédéric Rossif, Mourir à Madrid, que a la de los SEAT 600 y las playas llenas de turistas.

La figura desgarbada de Javier acompañaba una inteligencia aguda y mordaz que decía, casi siempre en pocas palabras, cosas fuertes o divertidas. Sus llamadas telefónicas, en general lacónicas, te hacían llegar una voz pausada y tono socarrón. Hace unos meses llamó a casa para preguntar si me acordaba de "¿qué queríamos decir con lo de capitalismo monopolista de Estado?"...

1956 y 1964 fueron dos años de todos los cambios en la historia del movimiento comunista internacional, el primero, y en la historia del partido comunista español, el segundo. Y, con ellos, mi vida personal dio dos vuelcos radicales que, más tarde, siempre consideré una suerte increíble para mí: dejar Moscú para París, ahorrándome una buena educación soviética, y aprender en carne propia lo que significa el dogmatismo, las verdades absolutas y la ausencia de pensamiento crítico.

Semprún y Pradera siempre han estado ligados para mí con esas fechas. Ambos han sido material de construcción de lo que he sido. Ese vínculo especial, íntimo, me ha unido a ellos como la vela al viento. Jorge y Javier estaban en casa cuando murió mi padre. Después, siempre que nos veíamos a lo largo de estos años, el vínculo estaba ahí.

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