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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Contra la soledad

Rosa Montero

Qué desoladora la noticia de esos tres niños discapacitados de 3, 9 y 14 años que aparecieron muertos en un centro de acogida de Valladolid. En el momento en que escribo estas líneas, la monitora, que se intentó suicidar, parece ser la presunta asesina de los críos. Tal vez por un desequilibrio mental, tal vez por un equivocado impulso compasivo. El centro, de Mensajeros de la Paz, hace un meritorio trabajo acogiendo a niños que, además de padecer alguna minusvalía, han sido abandonados por sus familias o no tienen quien se pueda hacer cargo de ellos. De manera que el destino ya se había cebado de modo redundante en esas víctimas: no sólo sufrían cerca de un 80% de discapacidad y necesitaban silla de ruedas, sino que además venían de hogares rotos. Y ahora los han asfixiado hasta la muerte y, por sus condiciones físicas, no pudieron correr, no pudieron escapar ni defenderse.

"Los animales tienen un formidable efecto terapéutico en el autismo y otras dolencias"
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La vida puede ser de una crueldad feroz, aún más aterradora por lo indiferente. Uno de los sucesos más tristes que he leído en mi vida ocurrió en España hace dos o tres décadas. Una empleada de la limpieza de una guardería infantil se llevaba al trabajo a su hijo discapacitado mental, porque no tenía con quien dejarlo. Y un día este chico, creo recordar que tenía unos diez años, prendió fuego a uno de los pequeños de la guardería y lo mató. He aquí otra tragedia redundante, un crimen sin culpables y sólo con víctimas. El ciego y negro rayo de la desdicha destrozándolo todo. Y lo peor es que se podría haber evitado. Si esa limpiadora hubiera tenido alguna ayuda, si ese niño hubiera estado en un centro de día mientras su madre trabajaba, esa desgracia no hubiera ocurrido. La soledad, la falta de apoyo social, eso es lo más duro, lo más asfixiante para tantas familias con hijos discapacitados o enfermos.

Hace unas semanas publiqué en estas mismas páginas un artículo sobre los ángeles que a veces veo cuando voy a pasear por el parque del Retiro: esos niños en sillas de ruedas y esos adultos que siguen siendo niños; seres puros, luminosos, felices; verdaderos ángeles, esto es, los únicos ángeles en cuya existencia creo. Y a raíz del artículo se ha producido una carambola bellísima: me han escrito varios padres de ángeles, mandando fotos de sus niños, explicando sus historias. Todas las aportaciones han sido hermosas, pero hay una que me ha dejado especialmente tocada; es de la madre de un niño con el síndrome de Sanfilippo, cosa que ni siquiera sabía que existiera y que al parecer es conocido como el alzhéimer infantil. Por desgracia he perdido la carta y no tengo el nombre de la madre ni de su hijo, pero recuerdo bien lo que decía. Los críos afectados por este síndrome crecen normales hasta los tres o cuatro años, y después empieza una vertiginosa degeneración neurológica: pérdida de movilidad, agresividad, trastornos de sueño, demencia y una muerte temprana en la adolescencia. Este trayecto aterrador lo contaba esa mujer con entereza admirable, con sobrecogedora y hermosa sabiduría. Y añadía que su hijo tenía cinco años, que era un niño feliz y adorable y que lo estaba disfrutando cada hora, cada segundo. Pero también pedía que se hablara de la enfermedad, que la tuvieran en cuenta, que por favor estudiaran su cura aunque hubiera pocos afectados por el mal. Ya digo, la sensación de estar solos y abandonados es lo peor. Cuando la vida te golpea con sus rayos negros, la ayuda del entorno puede ser la salvación.

Esto queda muy claro en un libro fascinante que han editado en España hace unos pocos meses: Un amigo como Henry, de la escocesa Nuala Gardner (KNS Ediciones). Es la historia de un chico, Dale, con autismo grave. Dale nació en 1988, cuando se sabía mucho menos del síndrome (algunos hasta sostenían que las culpables eran las madres por su frialdad emocional). El libro de Nuala es un relato espeluznante de su épica lucha contra la enfermedad; de la falta de apoyo, de la incomprensión; de la imposibilidad material de sacar adelante a un niño así en soledad, hasta el punto de que Nuala pensó en suicidarse. Y lo más maravilloso es que la ayuda salvadora vino, en efecto, del exterior, pero no de una persona, sino de un perro. De un golden retriever sabio y estoico llamado Henry que resultó esencial para poder conectar con el angustiado Dale: incluso consiguieron establecer comunicación verbal con el niño gracias a fingir que era Henry quien hablaba. Hoy se sabe que, en efecto, los animales tienen un formidable efecto terapéutico en el autismo y otras dolencias, y están empezando a ser utilizados de manera más o menos habitual (por cierto, el 10% de las ventas de este libro va a parar a la ONG española PAAT, que adiestra Perros de Asistencia y Animales de Terapia). Y es que la vida puede ser feroz y aterradora, pero también tiene estos pequeños milagros.

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