Estética hueca en 'Intruders'
Hace 20 años que tengo el privilegio de ser amigo de José Luis Rebordinos, nuevo director del Festival de San Sebastián, y nunca en ese tiempo ha aparecido la sombra del desencanto, el mosqueo pasajero o perdurable, la sensación de sentirme utilizado o manipulado. Compartimos la pasión ancestral hacia algo llamado cine, lo cual no exige que nos guste forzosamente el mismo y cuando eso ocurre entablamos discusiones que siempre acaban en risas, en una visión tantas veces cómplice sobre las personas y las cosas. Rebordinos pertenece a esa gente impagable que desprende buen rollo, que siempre aporta alegría, calidez, vitalismo y humor, que tiene la elegancia y la generosidad de mantener la sonrisa y ocultar sus demonios, sus miedos y sus penas. También es de los seres más trabajadores que conozco, pero se las ha ingeniado para que su estajanovismo esté al servicio de lo que le gusta, también mantiene vivo algo tan frágil como la capacidad de ilusionarse continuamente y la adhesión a tres o cuatro principios irrenunciables.
Rebordinos logró con imaginación y esfuerzo épico sacar adelante y transformar en una fiesta duradera algo problemático de definir como la Semana de Cine de Terror. También el cariño incondicional de un público pintoresco que convertía ese festival en un ritual gozoso y surrealista, que coreaba su agradecimiento hacia el alma de este divertido e inimitable invento con gritos de "Rebordinos, lehendakari" y "Rebordinos, presidente". Sospecho que este hombre caería en una tristeza insondable si no pudiera organizar movidas relacionadas con el cine y que siempre le suponen un peligroso reto. Igualmente, ha realizado un trabajo heterodoxo y admirable durante muchos años pariendo ideas, apagando fuegos, atendiendo con respeto y facilitando el trabajo de los medios que cubren el Festival de San Sebastián. Ahora, su control de este es absoluto. Y yo anhelo que le salga bien, que exista calidad en la programación, que el público salga contento del cine e interesado por la presencia y las opiniones de sus autores e intérpretes, que no se cree demasiados enemigos en puesto tan goloso, que las lógicas zancadillas no le desequilibren, que logre suficiente eco internacional, que el mercado esté vivo, que seamos felices y comamos perdices, que la entrega de Rebordinos esté acompañada de olfato selectivo y de suerte. Esa entrega es tan intensa que le ha impuesto a Rebor algo insólito en su personalidad como ataviarse con trajes y corbatas. Es conmovedor observar cómo mima las apariencias y las obligaciones académicas alguien alérgico no ya a los trajes, sino también a los abrigos, los jerséis y las chaquetas, un fulano que parecía sentirse en su elemento natural arropándose exclusivamente con pantalón y camisa en el febrero berlinés, donde hasta los osos tiemblan de frío.
Muestra su primordial deseo el festival de convertirse en escaparate del mejor cine español. Aspiración legítima y encomiable, aunque por mi parte haría ampliable la utopía al cine a secas y de cualquier parte. Inaugurarlo con Intruders, tercera película del muy prestigiado director Juan Carlos Fresnadillo, suponía un aval atractivo, un arranque con expectativas. Fresnadillo acreditó su indiscutible poderío visual con la retorcida Intacto, que a mí no me gustó ni poco ni mucho y luego demostró que podía actuar con solvencia en el cine internacional en la meritoria 28 semanas después, una secuela habitada por zombis creíbles. En Intruders se ocupa de algo tan temible como niños acorralados por pesadillas reales, por fantasmas de rostro oculto que les amenazan y les mantienen insomnes. Al parecer ese horror se ceba paralelamente con dos criaturas que viven en distintos países. No solo los niños ven a los monstruos, sino que sus progenitores también han comprobado que el acoso es real, que van a compartir el miedo de sus hijos.
Esa inquietante temática ha logrado películas memorables en el pasado (¿existe algo más tenebroso y lírico que La noche del cazador y Moonfleet?) y constituye en el cine actual una de las fijaciones del misterioso y aromático cine de M. Night Shyamalan. Fresnadillo dispone de un actor tan sólido como Clive Owen, de medios notables y de su contrastada habilidad para crear imágenes. Percibes que la luz, los encuadres, la atmósfera y los movimientos de cámara están cuidados con infinito mimo. Pero nada funciona a pesar de tanto virtuosismo técnico. El guion está deshilachado y no atrapa, asistes con indiferencia a algo tan presuntamente asfixiante como el terror y el sufrimiento de los niños. La explicación final al prescindible enigma apela a los abismos psicológicos, pero resulta tan tibia y rutinaria como todo lo anterior. Afortunadamente, Fresnadillo no utiliza los sustos facilones ni los efectos gratuitos, pero jamás logra transmitirme la sensación de angustia y horror. Intruders está bien vestida. El problema es que dentro no hay nada.
Babelia
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