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Bestiario estival
Columna
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El mono del Eixample

El simio de un tabernero dio mote a la zona que daría pie a la hoy calle de Casanova

A los barceloneses de nuestros días puede parecerles que el Eixample es ese trocito del universo donde reina el orden, el buen juicio y la cuadrícula inmaculada, y que siempre ha sido así. Pero lo cierto es que en los Vinyars -su antiguo nombre-, hubo barracas y huertos hasta bien entrada la década de 1930, y por sus lindes discurría la vía del tren, situada al fondo de una rasa, a varios metros por debajo del actual nivel de la calle de Aragó, que iba a dar por la avenida de Roma a la primitiva estación de Sants. Para salvar aquel obstáculo había varios puentes, uno de los cuales era conocido como el Pont del Mico, a la altura de la calle de Casanova (que terminaba justo aquí). Al otro lado se extendía un barrio aluvial, poblado por algunas fábricas y muchas chabolas.

El bicho tomó el hábito de beberse el vino de los comensales y los dueños lo ataron al puente
Al urbanizarse la zona se creó la plaza del Gall, donde Frederic Marès esculpió uno en 1958

Hasta finales del siglo XIX, el Mico era un puente de madera sobre el que pasaba el camino natural entre Barcelona y el entonces municipio independiente de Les Corts. Bajo él terminaban muchos suicidas decimonónicos y era un lugar muy transitado, pues en sus inmediaciones se organizaba un gran mercado ambulante que atraía a feriantes de todas las poblaciones vecinas. En un extremo de este baratillo se encontraba la taberna del Ninot, cuyo nombre procedía del mascarón de proa que decoraba el establecimiento y que representaba a un cadete de la marina mercante entregando una carta. Años después -en 1884-, el Ayuntamiento de Les Corts decidió reubicar a los vendedores bajo un mismo techo. Y la obra fue bautizada como el Mercat de l'Avenir, aunque siempre ha sido el Mercat del Ninot.

En el otro extremo de aquel rastro de gallinas, verduras y ropa de segunda mano, justo enfrente del puente, había otra taberna llamada del Mico, pues su propietario tenía por mascota un mono. Parece ser que el monito, mientras fue pequeño, despertó las simpatías de la parroquia, que sin tele en casa entretenía las horas viéndole hacer monerías. A todos hacía gracia y le acostumbraron a moverse con naturalidad entre mesas y botellas. Pero cuando el animal creció su presencia comenzó a resultar un incordio para todo el mundo. El bicho tomó la costumbre de robar comida y de beberse el vino de los comensales distraídos.

Por experiencia familiar puedo asegurarles que un mono con unas copas de más puede protagonizar espectáculos realmente bochornosos. El mejor amigo de mi padre se llamaba Guillermo y era el feliz propietario de una mona. Sus padres eran los guardeses de los estudios cinematográficos Fructuós Gelabert, situados en lo que hoy es la plaza de Sants. Como vivían a pie de obra, el hogar de esta extravagante progenie estaba realizado con diversas piezas de decorados sin techo, utilizados para alguna película. Aquí una chimenea de cartón piedra, allá un pasillo de telón pintado o unas butacas de atrezo. En un ambiente así les hacía juego aquel simio aficionado a beber del porrón, que en estado de embriaguez podía orinarse sobre las visitas colgado de una lámpara. Algo por el estilo debió de ser lo que hacía el mono de la taberna del Mico, hasta que su dueño decidió atarlo a la barandilla del cercano puente y dejarlo ahí mientras estuviese abierto el establecimiento. De esta manera, viendo al animalito encadenado a la barandilla, la gente comenzó a llamar a ese puente el Pont del Mico.

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Con los años la famosa bestia se murió, la rasa perdió profundidad y la vieja pasarela de madera se convirtió en puente elevado de piedra -con cuatro escaleras de acceso-, que fue llamado sin mucho éxito Pont de la Mona. En las primeras décadas del siglo pasado este era un enclave solitario y oscuro, que de noche atraía a atracadores y prostitutas, y donde se daban cita muchos enamorados. La denominación del Mico siguió incluso cuando se convirtió en un paso apto para vehículos. En 1927 se abrió por fin la calle de Casanova y pocos años más tarde el puente desapareció; aunque la barriada siguió llamándose del Pont del Mico. En 1937, sobre su antiguo emplazamiento llegó a caer una bomba de la aviación franquista. Para entonces ya no era más que un pedazo de terreno con el que se urbanizó la actual plaza del Gall. Si se acercan hasta aquí verán la fuente de Frederic Marès, que lleva desde 1958 cacareando. No es por criticar, pero le habría sentado mejor una estatua de un mono, en vez de la de un gallo. Sobre el chorro de agua, un mono bebido.

El gallo que preside la plaza del Gall, en la confluencia de Casanova con la avenida de Roma y Aragó. Mejor habría sido un mono.
El gallo que preside la plaza del Gall, en la confluencia de Casanova con la avenida de Roma y Aragó. Mejor habría sido un mono.C. RIBAS

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