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Columna
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De La Paz a Bogotá

Las revoluciones de Latinoamérica son apenas compatibles con los usos democráticos europeos

El secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), José Miguel Insulza, afirmaba a poco de su nombramiento que América Latina no era la parte más pobre del planeta, pero sí la más injusta. Y aunque no hay una correlación mecánica entre desigualdad y revolución, es un factor a tener en cuenta al igual que las expectativas frustradas, como predicaba Tocqueville de la Revolución Francesa; los sistemas puramente electoralistas de bajísima densidad democrática; o, globalmente, la colonización del Estado por minorías no elegidas.

Contra esas situaciones se alzan en América Latina tres revoluciones auto-homologadas, dos con fuerte componente étnico-indígena, en el que basa su actuación el presidente boliviano, Evo Morales, y más bien lo sufre Rafael Correa en el Ecuador, junto a una tercera, bonapartista, que últimamente sufre un proceso canceroso en Venezuela. Existe, sin embargo, una cuarta que jamás se denominaría a sí misma revolución, o le pondría tantas comillas como hicieran falta para no asustar a nadie, pero que se propone una transformación tan completa que no le cede en ambición a las anteriores. Es la Colombia del presidente Santos.

Quedan por aclarar las muertes del poeta Neruda y de Eduardo Frei

Las tres revoluciones programáticas, instaladas por vía impecablemente electoral, han descubierto que esos cuerpos intermedios de la sociedad, en esencia los grandes poderes económicos y su nomenclatura, hacían muy difícil si no imposible el establecimiento sobre una base más o menos socialista de una igualdad básica de oportunidades entre ciudadanos sin distinción de color, clase o herencia. Y, llevadas del natural autoritario de sus líderes, o de la prisa de quien tiene o tenía no más de dos mandatos para efectuar el milagro, esas revoluciones están deteriorando el sentido profundo de la democracia.

Así, en Ecuador, se iniciaba la semana pasada un periodo de 18 meses para renovar el aparato judicial, con la autoridad que le concedía al presidente un referéndum que solo ganó por un puñado de votos, lo que se traducirá en el masivo nombramiento de magistrados afectos al poder. En Bolivia se pretende, paralelamente, repartir las frecuencias audiovisuales entre tres actores: Gobierno, oposición y organizaciones sociales, a sabiendas de que estas últimas son meros implantes, con limitado margen de maniobra, del Gobierno de La Paz. Y en Venezuela el acoso al pluralismo hace ya tiempo que viene intensificándose de manera inclemente.

La revolución de Colombia es formalmente muy distinta, pero en cuanto a la tarea, resulta igualmente abrupta. El presidente, instalado el año pasado, se ha encontrado con un país en el que los volúmenes de corrupción, malversación de fondos públicos y violación de los derechos humanos, que ahora se destapan, sorprenden por su magnitud incluso a una opinión tan avezada como la colombiana. Millares de alumnos de enseñanza pública, a los que se asignaban copiosos subsidios, solo existían en un estadillo de oficina; cuantiosas devoluciones de IVA falsificadas iban a parar a los bolsillos de los más pícaros y sus allegados; una madeja de espionaje telefónico a políticos, empresarios, intelectuales y personalidades de todo tipo, era comparable con ventaja al escándalo británico del News of the World, porque se hacía directamente desde el poder; y, sin agotar la relación, está el caso ya conocido de los falsos positivos, eufemismo local de asesinato nada selectivo de campesinos y gente que pasaba por allí, pero que complica progresivamente a mayor número de militares.

El presidente colombiano va adelante con la reforma de la justicia para hacerla más ágil y ponerla al servicio de la ciudadanía; con la reforma política, que es una de las grandes vías para atacar la corrupción; y con el premio gordo que por sí solo debería reinventar Colombia: la devolución de varios millones de hectáreas arrebatadas a sus legítimos propietarios y de las que les expulsaron las bandas paramilitares, las FARC y ejércitos privados de desaprensivos en general, de lo que ya aparecen los primeros frutos, como son las tierras recuperadas por el Estado para su distribución entre una ingente población de desplazados.

Las tres revoluciones de formato estándar, chavismo en Venezuela, masas indígenas en Bolivia y mesocracia compungida en Ecuador, difícilmente se muestran plenamente compatibles con los usos democráticos que concibió Europa. Si son revoluciones no son democráticas, y si no son democráticas, ¿para qué hacen falta las revoluciones? La cuarta, en cambio, posee todos los elementos de una conmoción revolucionaria, aunque aspire a todo lo contrario, a alejar el espectro de aquellas otras revoluciones mediante la normalización o equiparación de Colombia a los valores de más alta densidad democrática que se conocen.

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