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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Los vigilantes de humos

Manuel Rodríguez Rivero

Dejé de fumar hace 10 años después de haber sido, durante 20, un fumador en cadena que no consumía menos de tres paquetes de cigarrillos diarios. Casi un fenómeno de feria: recuerdo que tenía compañeros de trabajo que acudían a mi despacho al final de la jornada para calibrar el tamaño de la montaña de colillas que coronaba el cenicero que siempre tenía a mano. Cuando conseguí dejarlo, hacía tiempo que el tabaco no me causaba ningún placer, pero su carencia me resultaba insoportable.

Probablemente dejar de fumar ha sido la mejor decisión de mi vida. Pero no fue fácil. Durante muchos años, cuando ya sabía que tenía que hacerlo, me comporté como Zeno Cosini, el protagonista de la estupenda novela de Italo Svevo La conciencia de Zeno (Gadir), que nunca encontraba el momento de fumarse "el último cigarrillo", ese con el que diría adiós al humo y buenos días a la liberación. Dejé de fumar solo, como hace todo el mundo. Quiero decir que, a pesar de las ayudas (pastillas, parches, cigarrillos electrónicos, terapias), al final es una decisión personal que implica buenas dosis de sacrificio y sufrimiento. Abandoné el tabaco porque me convencí de que me hacía daño y por cierto sentido (personal e intransferible) de la estética. Nadie me forzó a ello.

La misma sociedad que creó a Marlboro Man crea ahora a los vigilantes

He vuelto a pensar en aquella adicción al enterarme de que Michael Bloomberg, el multimillonario alcalde de Nueva York, ha conseguido que se apruebe la ley que extiende considerablemente la prohibición de fumar, declarando "zona libre de humos" una larga serie de lugares públicos que constituían, hasta ahora, el último reducto de los fumadores. Pronto no se podrá hacerlo en ninguno de los parques públicos (incluido Central Park), ni en las playas, ni en los paseos marítimos, ni en las plazas (por ejemplo, en Times Square), ni en los campos de golf, ni en los estadios, ni en los mercadillos o conciertos al aire libre que se celebren en alguno de esos sitios. No puede decirse que los neoyorquinos lo tengan fácil. Además de las prohibiciones que afectan a todos, muchos no pueden fumar ni siquiera en la intimidad de sus hogares: con frecuencia (especialmente en los barrios de clase media) las comunidades de vecinos imponen a los nuevos inquilinos o propietarios el compromiso de no hacerlo en ningún lugar del edificio.

Parece claro que Bloomberg sigue decidido a convertir Nueva York en una ciudad-niñera (es decir, autoritaria y paternalista) y a proteger a los ciudadanos de ellos mismos. Y de la forma más económica, algo coherente con los tiempos. No reforzará a la policía para que haga respetar la ley, sino que confía en que esa tarea la desempeñen los propios ciudadanos, aterrorizados por los efectos dañinos (incluso al aire libre) del tabaco. La colaboración, supongo, oscilará entre la enérgica, pero educada, advertencia al infractor para que apague el cigarrillo, y la denuncia con cajas destempladas al gendarme más próximo. Los honrados ciudadanos transmutados en vigilantes de humos, la delación convertida en imprescindible auxiliar de la ley.

La misma sociedad que creó el Marlboro Man, aquel tipo que exudaba virilidad y "valores americanos" (tres de los actores que lo encarnaron fallecieron de cáncer de pulmón), crea ahora a los vigilantes (voluntarios) para protegerla de los malos humos. Su labor es fundamental para el logro de la seguridad, que es el ideal inalcanzable de las llamadas sociedades de riesgo. Un ideal no basado en el olvido del miedo, sino, precisamente, en su fomento, por medio del constante recuerdo de los peligros que nos acechan. En nuestras ciudades pretendidamente asediadas por inconcretas (pero constantes) amenazas, el miedo y la vigilancia permanente se están convirtiendo en los más eficaces instrumentos de la nueva mercadotecnia política. Para ser libre, parecen decirnos, hay que tener un (saludable) miedo. Así vigilamos mejor.

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