La izquierda narcotizada
El pasado 15 de febrero se cumplieron ocho años de una de las mayores manifestaciones que ha vivido Barcelona: una de las que superó el record histórico del millón. Bajo el auspicio de partidos de izquierda y sobre todo de organizaciones sociales, centenares de miles de personas salieron a las calles de la capital catalana. Se trataba de que el Gobierno del pro-tejano José María Aznar rectificase y que España no participara en la guerra de Irak, cuyos resultados -con más de 600.000 muertos- están a la vista. Con motivo de aquella manifestación -en la que participó CiU- se leyó un manifiesto en el que se condenaba "la nueva agresión imperialista". En la primera fila de los líderes de partidos -que marchó tras una cabecera anónima- no faltó nadie. Bueno, casi nadie. La excepción fue el PP, empeñado en buscar en Irak las tan peligrosas como inexistentes armas de destrucción masiva.
La Barcelona solidaria y los partidos de izquierda están narcotizados ante la explosión de Egipto, Túnez y Libia
El entonces conseller en cap del Gobierno de Pujol, Artur Mas, retrasó su visita al referente nacionalista de Quebec para poder participar de la gran fiesta antiimperialista de las calles barcelonesas. ¿Por qué tuvo tanto éxito la movilización? ¿Por tener los catalanes un corazón condenadamente buenista? ¿Por la naturaleza intrínsecamente antinorteamericana o antipepera de la ciudadanía? ¿Por un sentimiento de rabia e indignación? Seguramente hubo un cruce de motivos. El caso es que la manifestación puso en los mapas del presidente de EEUU y del Pentágono a la capital catalana.
El inquilino de la Casa Blanca se refirió en términos no muy elogiosos a la Barcelona contestaria. Entonces se daban una serie de conjunciones astrales: en España gobernaba un PP soberbio (en el sentido de pecado capital) y con mayoría absoluta; la sociedad catalana estaba especialmente sensibilizada contra esa prepotencia política popular; Estados Unidos, en pleno delirio anti terrorista contra el mundo islámico; y España andaba voluntariosamente metida en una guerra que a la postre costó la vida a 191 personas, el 11 de marzo de 2004 en la estación de Atocha de Madrid.
Todas estas condiciones ya no existen. El espejismo de la Barcelona solidaria se ha diluido como un azucarillo en el mar de la crisis económica. Ahora la sociedad catalana tiene ante sus narices un proceso de explosión democrática en Egipto, Túnez y Libia y se le ha contagiado la enfermedad que padece la Europa con capital en Bruselas: incapacidad de reacción. La prudencia mal entendida consiste en callar ante las injusticias. Y más clamoroso se hace el silencio cuanto mayor es la reserva de petróleo en manos del tirano de turno, en este caso Gaddafi.
El país en el que se batieron durante la Segunda Guerra mundial los británicos de Montgomery y el Afrikakorps de Rommel vive momentos cruciales. Tanto la histórica Tobruk como buena parte de la provincia de Cirenaica se han liberado del yugo del dictador. Los rebeldes están agitando Trípoli. 43 años de tiranía implacable -hora terrorista, hora aliada de Occidente- tocan a su fin. La Barcelona solidaria y sus partidos de izquierda -los de debò, los de la gent valenta y los de la garantia de progrés- duermen el sueño de los justos. Ni una convocatoria de manifestación ni un acto de protesta masivo contra los crímenes que perpetra el dictador y que han dejado miles de muertos (10.000 según Al Jazeera) sobre una población de poco más de seis millones de habitantes.
El petróleo de Gaddafi compra el silencio de Europa, la crisis esclerotiza a una sociedad que no reacciona contra la represión más abyecta. Especialmente recomendable para esta izquierda muda, posmoderna y narcotizada es la lectura del panfleto Indignez-vous. Se trata de un texto quasi premoderno -por la edad del autor- Stéphane Hessel, que lleva vendidos más de un millón de ejemplares. Hessel, de origen alemán y padre judio, fue deportado a los campos de Buchenwald y Dora, y, para los suspicaces, espió al servicio de De Gaulle, no de los comunistas. Bien, pues Hessel, a sus 93 años, tiene razones para indignarse donde otros no encuentran ni siquiera perchas para mantener la dignidad.
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