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Columna
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¿Chateamos?

Con el nacimiento de Internet, chatear pasó de significar ir de vinos a hablar a través del ordenador. Sin embargo, en medio del apogeo de las redes sociales, el Messenger y el WhatsApp, regresa la fiebre del vinito. El vino es sinónimo de sosiego, de relajado acompañamiento a la conversación en contraposición al clásico maridaje del ron, el vodka o el whisky con la música a todo volumen entre individuos escasos de diálogo. Con el vino se goza el trago, lo bueno del cubata suelen ser los efectos secundarios.

Ya no solo los treintañeros y gente de 40 años, sino los chicos y chicas en trance de abandonar la veintena tras más de una década de ocio de alta graduación y decibelios, buscan la tranquilidad en sus salidas. Triunfan en Madrid las coctelerías, espacios con sofás y luz empolvada, lugares donde detener un tiempo libre preciadísimo. Los madrileños desean ralentizar esas escapadas con los amigos o la pareja cada vez más dificultosas dentro de una vida de crecientes compromisos laborales y familiares. Se trata de saborear los minutos, las horas, de paladear las bebidas, las charlas, la decoración del establecimiento, los nuevos aromas desenterrados bajo la losa de humo del viejo tabaco.

Lo nuevo es encontrar un rincón que nadie conoce, un bar camuflado, un restaurante con tres mesas

Mientras la mitad de Madrid, la parte más joven y radical, se venga de la tiranía de los empleos mal pagados o del propio paro, de los estudios sin perspectivas o de los padres autoritarios centrifugando sus noches, volatilizando el espacio y el tiempo en afters y antros oscuros, abarrotados y atronadores, la otra mitad de los madrileños, una sección en aumento, se refugia en locales donde no late el reloj.

Ya no está de moda acudir a los sitios de moda. Lo nuevo es encontrar un rincón que nadie conoce, un bar camuflado tras una peluquería, un restaurante con tres mesas, un piso privado donde se sirven copas y alguien toca el piano. Un ejemplo es I'm The Mocker, la iniciativa de unos madrileños consistente en organizar catas de vino para unas 30 personas mientras un solista o un grupo ameniza acústicamente la velada. Las reuniones se celebran en casas particulares, en pequeños bares o incluso en bodegas recogidas a las afueras de la capital.

Ocio lento, cuidado, exclusivo, sereno. Las casas se están convirtiendo en espacios de acogida para conciertos de grupos indies, en refugios para un selecto grupo de personas cuando los bares cierran a las tres, donde montar exposiciones de pintura o proyecciones de cortometrajes. La aglomeración vociferante de Facebook de la que participamos durante el día se compensa con el escaso puñado de amigos con el que hoy muchos madrileños quieren interactuar al final de su jornada. Las horas de luz son un universo bullicioso y atestado, una rutina confeccionada por agendas estresantes, por compañías impuestas tanto en el trabajo como en el metro o incluso en casa. Sin embargo llega la noche y la búsqueda de todo lo contrario: un trago con cuatro amigos entre jazz.

Los propios fines de semana están fuera de esta nueva tendencia del slow leisure (ocio lento). Madrid se masifica los viernes y los sábados. Los restaurantes, los cines, los garitos, los parkings... ya no se lleva salir ni siquiera los jueves, hace tiempo abducidos por la vorágine del fin de semana. Son los martes y los miércoles los días para disfrutar verdaderamente de la noche madrileña, para degustarla como un buen tinto.

Nuevos recintos donde conversar con la gente de siempre. Conciertos, actividades, comidas que no ha probado nadie. Madrid hoy brinda el reto de huir del Madrid aprendido. El desafío consiste en que cada habitante se fabrique su pequeña miniciudad, su recreo privado, exclusivo y casi a la carta. Un Off Madrid ausente en las guías del ocio, en la programación de los periódicos, en la conversación del compañero del ordenador de al lado. Experiencias que compartir únicamente con la gente elegida, nada para hablar en alto, un tesoro. El valioso contenido del tiempo libre es como un secreto, se marchita en cuanto se expande. Así que si usted ha descubierto un restaurante minoritario y único, una sala de conciertos escondida, un cóctel original, un curso de greguerías para 10 personas o una casa a la que acceder de madrugada con una contraseña, no se lo diga a nadie. Quédese con ese pedacito de Madrid virgen para usted y sus amigos. Y brinde con vino.

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