Emperadores desnudos
Un joven vuelve a su ciudad de provincias tras licenciarse y, al no conseguir otro empleo, monta un puesto de frutas y verduras para salir adelante. Un día la policía, de malos modos, le echa el tenderete por el suelo por falta de autorización, le abofetea y le humilla en público. Nada inusual en un país donde la autoridad se cree por encima de las reglas y la población se ha acostumbrado a sus abusos. Por una vez la cosa no acabó aquí: el fuego que se llevó la vida del joven licenciado tunecino en diciembre prendió en una enorme llamarada de ira que cambiará el rumbo de todos los países árabes.
Túnez rompió la baraja, Egipto ha decantado la balanza. Las cosas todavía pueden torcerse en muchos sentidos, pero la revolución de los jóvenes árabes ya se puede tildar de éxito. Ni en un país ni en el otro ha sido sencillo: tras el elegante nombre de la Revolución de Jazmín se acumulan en Túnez dos centenares y medio de muertos, y miles de damnificados de todo tipo: apaleados, heridos, torturados, detenidos, robados, aterrorizados, algunos todavía desaparecidos. En Egipto lo vimos casi en directo: las furgonetas de la policía atropellando a los manifestantes, los esbirros del régimen emprendiéndola a latigazos y pedradas con familias enteras, la intimidación a los periodistas, los tiros, las desapariciones, las amenazas. En otros Estados la primera oleada de movilizaciones no ha conseguido derribar al régimen, pero la valentía de los manifestantes y el ejemplo tunecino han bastado para arrancar a los gobernantes demandas que tan solo un mes antes hubiesen parecido quimeras: la renuncia del presidente de Yemen a su reelección, el anuncio del levantamiento del estado de emergencia en Argelia tras 19 años, el cambio de todo el Gobierno en Jordania. Nada parece indicar que las poblaciones vayan a contentarse con esas concesiones.
El miedo ha cambiado de bando y el poder deberá aprender a negociar y ceder
Los eventos le han dado la razón a Nazih Ayubi, el politólogo egipcio que trazó la distinción entre el Estado fuerte y el Estado feroz, y caracterizó a la mayoría de los regímenes del mundo árabe como lo segundo. Ni siquiera la ferocidad salvó a Ben Ali -aunque sus esbirros siguen tratando de ejercerla todavía hoy en algunos rincones de Túnez- ni a Mubarak, que a la postre se revelaron como personajes crueles y patéticos, sin otro horizonte que su lucro y su orgullo. La obsesión de Mubarak por salvar su honor tras haber torturado, humillado, mentido a su país y robado a cara descubierta durante años parecía un síntoma de demencia senil. ¿Qué honor le cabe salvar a quien está dispuesto a sumir a su país en sangre solo para satisfacer su vanidad?
Pero ahora el emperador está desnudo en el resto de los países de la región. Ningún gobernante árabe habrá dormido en paz la pasada noche. Mientras hombres y mujeres descubren el poder que tienen en sus manos, la fragilidad del poder predatorio y represor que les aflige ha quedado al descubierto. El cambio será inevitable, y ni siquiera es seguro que para ello haga falta una revuelta de la dimensión de las de Túnez y Egipto. La revolución que ya ha triunfado hará posible la evolución en los otros países, siempre que sus gobernantes tengan un poco más de sentido de la realidad. El miedo ha cambiado de bando, decía un editorial del periódico argelino El Watan, y el poder deberá aprender a transigir, a negociar, a ceder si no quiere enfrentarse a un final ignominioso. Si la vanidad de los que hasta ayer se creían benignos padres de su nación les deja todavía algún resquicio de inteligencia, algunos gobernantes árabes habrán amanecido hoy sabiendo que a nadie engaña su absurda y soporífera propaganda oficial.
Irán, Argelia, la Autoridad Nacional Palestina y Líbano: los ejemplos de cómo las cosas se pueden torcer son de sobra conocidos. Pero los jóvenes árabes en las calles han hablado con demasiada rotundidad: ya es tarde para ser pusilánime, para querer volver atrás. La tan preciada estabilidad ya está rota. Vienen tiempos de cambio, y la primavera que se adelantó en Túnez llega cargada de incertidumbre, pero también de esperanza.
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