A un clavo ardiendo
Hosni Mubarak se niega a dejar el poder y finge que va a encabezar la protesta
El 'rais' no es una pieza fácil de abatir. Su capacidad de resistencia y de maniobra es mayor de lo que todo el mundo esperaba. Cuando la plaza de Tahrir ya celebraba su salida del poder y la transferencia de la presidencia al recién nombrado vicepresidente Omar Suleimán, Hosni Mubarak salió compungido ante las cámaras para anunciar que se va a quedar hasta la celebración de las elecciones de septiembre, a las que no se va a presentar. Nada que no hubiera dicho ya en su anterior aparición el pasado 2 de febrero. Era enorme la decepción entre los manifestantes, que ayer abarrotaban la plaza, a pesar de que Mubarak realizó un soberbio ejercicio de adulación, empezando por anunciar el castigo de los responsables de la represión en los últimos días y por pedir perdón a las familias de las 300 víctimas mortales producidas por la policía y los provocadores del régimen.
También debe ser enorme la decepción en Washington, donde interesaba una salida rápida de Mubarak para que se abriera una transición lo más ordenada posible. El rais señaló claramente a los culpables de la difícil situación que atraviesa Egipto, entre los que a estas horas ya se puede contar a quien ha sido hasta ahora su aliado y protector. Según su visión maniquea son los extranjeros los auténticos responsables de los desórdenes y de los enfrentamientos, un argumento en perfecta sintonía con el maltrato proporcionado a los corresponsales europeos y americanos por sus partidarios, policías y agentes secretos camuflados en buena parte, en los primeros compases de la protesta. Sus palabras sirven también como advertencia a la comunidad internacional, y fundamentalmente a Washington, para que no sigan las presiones para su partida.
El cinismo del rais, inmediatamente percibido por la plaza de Tahrir, llegó al extremo de calificar como legítimas las aspiraciones de los ciudadanos que protestan. Siendo su continuidad en el poder el principal escollo, Mubarak se erigió en su discurso en imprescindible garante de los cambios que deberán producirse hasta las próximas elecciones. El anuncio de mayores y amplias delegaciones de poder a Suleimán, presentado también como una concesión a los manifestantes, apenas oculta el deseo del rais de mantener todos sus títulos formales hasta la siguiente elección presidencial y su tozuda negativa a abandonar el país forzado por los manifestantes. Sus conciudadanos tienen ahí una nueva oportunidad de comprobar que el anciano presidente, desprestigiado y abominado por la enorme mayoría de los egipcios, está dispuesto a cualquier cosa, incluido el enfrentamiento civil, antes que abandonar el poder.
La escenificación siguió un guion probablemente muy estudiado, en el que la intervención televisiva fue precedida de un comunicado de la cúpula militar. "Todo lo que queréis se cumplirá", declaró el máximo jefe militar. Es decir, Mubarak se va, pero el problema es que no se sabe cuándo y cómo. Su intervención de ayer es, así, un nuevo intento de tomar la iniciativa y de controlar el ritmo del cambio, para erosionar el movimiento de protesta y encauzarlo en una reforma desde el interior del régimen.
La mayor incógnita afecta a la actitud del Ejército, presentado ayer por Mubarak como garante del proceso político y protagonista de las horas previas al discurso de la decepción. Hasta ahora ha conseguido mantenerse en un territorio relativamente neutral entre el dictador y la protesta. A partir de ahora será más difícil eludir el dilema entre reprimir a los manifestantes o echar de una vez al rais. Las próximas horas van a ser de nuevo muy tensas. La protesta va a continuar. La transición todavía no ha empezado.
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