Mubarak desafía al pueblo egipcio
El 'rais' anuncia que se mantendrá en el poder hasta las elecciones de septiembre - Las promesas del Ejército hicieron creer que el presidente abandonaba el cargo
Hosni Mubarak desafió anoche a Egipto. Cuando parecía inminente su dimisión, cuando incluso el primer ministro había reconocido la victoria de los manifestantes, Mubarak compareció en televisión para reafirmar su continuidad. "No me iré, seré enterrado aquí", insistió. La novedad consistió en una inconcreta transferencia de poderes a Omar Suleimán, el vicepresidente, confirmado como nuevo rostro del régimen. La plaza cairota de la Liberación estalló en furia. Egipto comprobó que Mubarak no había escuchado las demandas de la calle. Para hoy, viernes, se esperaba una jornada de ira popular de consecuencias imprevisibles.
Egipto se precipitó anoche hacia una situación tan confusa como peligrosa. En vísperas de nuevas manifestaciones masivas, con la calle en carne viva, el régimen de Hosni Mubarak interpretó una extraña comedia de equívocos. No se entendió si el presidente seguía al frente del país o si era el vicepresidente, Omar Suleimán, el hombre que acababa de decir que los egipcios no merecían una democracia, quien asumía el poder ejecutivo. Aún más difícil de comprender resultaba el papel de los militares.
El mandatario ordena la revisión de seis artículos de la Constitución
El dirigente afirma que no obedecerá "órdenes extranjeras"
El Ejército emitió señales contradictorias. Dio muestras de impaciencia y de resignación, de conformidad con el dúo Mubarak-Suleimán, y de oposición a un bloqueo que hundía al país en el abismo. Igualmente impredecible resultaba la reacción de las multitudes en revuelta. Sus portavoces, que no líderes, prometieron mantener la actitud pacífica que han mostrado hasta el momento. Pero la frustración popular hacía temer brotes de violencia.
Los egipcios esperaban el inicio de una nueva era. Descubrieron, por el contrario, que la pesadilla continuaba y que haría falta más tiempo, más muertes y más sufrimiento personal y económico para acabar con ella. Hosni Mubarak siguió obstinado en negar la evidencia de que estaba acabado. En realidad, pareció empeñarse en que sus 30 años de dictadura concluyeran entre sangre y fuego. Su discurso del 10 de febrero de 2011 estaba destinado a pasar a la historia como un momento particularmente oscuro.
Nadie creía posible que algo así ocurriera. Durante la jornada se acumularon los síntomas de que Mubarak se iba. El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, reunido por primera vez desde la guerra de 1973, con la significativa ausencia del propio Mubarak, declaró que respaldaba "las legítimas aspiraciones del pueblo", en un texto titulado Primer comunicado. El Segundo comunicado debía emitirse, según distintas fuentes, hacia medianoche. Eran las señales típicas del golpe militar. Los egipcios lo interpretaron como tal, y en su gran mayoría lo saludaron con alborozo. Se daba por supuesto que el Ejército iba a protagonizar un golpe más o menos benigno para crear una Junta cívico-militar que tutelara una transición hacia la democracia. Entre otras virtudes, los egipcios poseen la del optimismo. Pero el Segundo comunicado no llegó a aparecer.
Surgían otras señales de cambio. "Los manifestantes han vencido", admitió el primer ministro, Ahmed Shafik. Desde que circularon los primeros rumores sobre la renuncia del presidente, la plaza de Tahrir, en la que se congregaban decenas de miles de personas, se transformó en una fiesta. No se sabía aún que la alegría concluiría en furor y ánimo de venganza. Solo unos minutos después de que Mubarak acabara su discurso, multitudes iracundas se dirigieron hacia la sede de la televisión pública, muy próxima a Tahrir, y hacia el palacio presidencial. Pese al furor, no se registraron asaltos a edificios, solo un aumento de la presencia de manifestantes en torno a los edificios oficiales.
Quizá eso era lo que deseaba Mubarak. Quizá quería provocar una llamarada de ira que justificara la intervención del Ejército. Quizá quería fomentar una situación definitivamente insostenible.
Sus palabras fueron las justas para irritar a una muchedumbre ya impaciente. Por el habitual paternalismo, que le hizo dirigirse a los egipcios como "hijos e hijas" y declararse "orgulloso" de los jóvenes manifestantes; por el cinismo con el que anunció que perseguiría y castigaría a los responsables de la represión ("castigaré a quienes os han herido"); por hablar de las "víctimas inocentes" (más de 300, según recuentos de organizaciones independientes) causadas por su propia policía y sus propios matones; por dedicar largos párrafos a la necesidad de recuperar la confianza económica y la convivencia pacífica bajo su tutela personal, cuando un país entero le gritaba que se fuera.
Mubarak cedió gran parte de sus poderes, sin incluir los de reformar la Constitución o disolver el Parlamento, a su vicepresidente, Omar Suleimán, para que prosiguiera con "el debate sobre la posible revisión de algunos artículos de la Constitución" y con el "diálogo constructivo con los opositores". Y, una vez más, aseguró que no obedecería "órdenes extranjeras", en indudable referencia a Estados Unidos, el país que durante 30 años financió su dictadura.
Después de Mubarak, habló en televisión el vicepresidente Suleimán. El teórico hombre fuerte abundó en uno de sus temas preferidos, la necesidad de que el pueblo egipcio dejara de ver "televisiones por satélite que hablan mal de Egipto e intentan dividirnos". También, como en otras declaraciones, instó a los manifestantes a que volvieran a sus casas y a sus ocupaciones porque sus reivindicaciones ya habían "sido escuchadas y atendidas".
La jornada fue crispada desde el principio. Por la mañana, muy temprano, se percibió un amplio despliegue de tanques y blindados en el centro de El Cairo. La presencia militar resultaba muy superior a la de anteriores jornadas y suscitó especulaciones. La situación del régimen era visiblemente crítica. El primer ministro, Ahmed Shafik, no pudo acudir por la mañana a su despacho, en un edificio rodeado por los manifestantes, y se vio obligado a refugiarse en su antiguo puesto del Ministerio de Aviación Civil, cerca del aeropuerto. El jefe del Gobierno ya no controlaba ni su propia silla.
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