Fuego intelectual
Mario Vargas Llosa, aunque ya no sea, como hasta hace muy poco, un trotador empedernido, es un setentón juvenil, de mente y de cuerpo. Si un signo claro de la vejez son la rigidez y el estancamiento de las ideas, Vargas Llosa no ha envejecido. Si el signo más claro de la frescura del pensamiento es, por el contrario, la curiosidad y la capacidad de poner en duda las propias creencias, con una mente abierta, entonces Vargas Llosa es un señor de 74 años que más parece un joven de 37.
No es un traidor a la causa, como lo ha visto la extrema izquierda, sino un hombre fiel -por encima de todo- a unas cuantas convicciones: la de la libertad del individuo, la del rechazo a la coerción por parte del Estado, la del rechazo feroz a las dictaduras, sean de izquierda o de derecha. Políticamente nunca estuvo con Cortázar, para quien no eran lo mismo los crímenes de la izquierda que los de la derecha, ni con Borges, quien estuvo dispuesto a recibir honores de Pinochet. Su maestro en asuntos políticos ha sido más bien Karl Popper, con su defensa de la sociedad abierta, y en general los pensadores liberales anglosajones.
No es un traidor a la causa, sino un hombre fiel a unas cuantas convicciones
Su obra tiene unas dimensiones casi balzacianas, con 50 volúmenes
El "primer amor" literario del reciente Nobel de Literatura fue teatral y casi prematuro, pues escribió y llevó a las tablas una obra dramática cuando tenía apenas 16 años. No podemos saber, sin embargo, cómo serán sus últimos amores. Si nos atenemos a lo ambicioso de la próxima novela, El sueño del celta, sabemos que seguirá buscando lo imposible, lo que ningún escritor ha conseguido nunca, pero aquello que él y unos pocos más han estado a punto de lograr varias veces: la novela total. De lo que sí podemos estar absolutamente seguros es de que seguirá escribiendo siempre, o al menos hasta el día en que su inteligencia conserve la agudeza, la creatividad y la curiosidad que lo han caracterizado durante más de medio siglo.
Con una laboriosidad asombrosa y con una independencia ética que jamás ha sucumbido a los chantajes morales ni a las acusaciones infames de sus innumerables contradictores, Vargas Llosa es, para todos aquellos que hemos apostado la vida a la pasión por las letras, un ejemplo permanente de actividad y un desafío constante contra la pereza o el conformismo mental, tanto en el campo literario como en el político.
En los últimos meses, he leído (o releído) buena parte de sus libros y al final de esta extraordinaria experiencia no dudo en calificar su obra, por rimbombante que suene el adjetivo, como monumental. Sus dimensiones, para empezar, son casi balzacianas, con unos 50 volúmenes a su haber. Pero la cantidad es lo de menos, pues más vasta es la obra de Corín Tellado. Lo asombroso consiste en que casi todos sus libros son técnicamente impecables y su obra abarca muchos registros, desde el humor y la levedad hasta la más densa complejidad histórica o psicológica. Además, su prosa ensayística es clara y rigurosa; podemos estar o no de acuerdo con él, pero sus argumentos son nítidos, directos, nunca tramposos, pues no recurren jamás a la mentira o a la deshonestidad intelectual.
En una vida de gran simetría, Vargas Llosa empezó publicando, antes de cumplir siquiera los 30 años, novelas ya maduras, y sigue publicando ahora, después de los setenta, novelas que poseen un ímpetu y una gracia juveniles. Las de la madurez precoz son La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1965) y Los cachorros (1967). La más importante de la madurez rejuvenecida es su muy entretenida Travesuras de la niña mala (2006) que recupera el refrescante humor de Pantaleón y las visitadoras (1973). Y entre estos dos extremos de su obra, está lo más asombroso de su actividad novelística y ensayística.
Por un lado, tres novelas totales, tres universos ficticios perfectamente construidos: Conversación en La Catedral (1969), La guerra del fin del mundo (1981) y La Fiesta del Chivo (2000). Estas tres novelas, al mismo tiempo íntimas, históricas y políticas son, cada una a su manera, tres de las más grandes novelas de nuestra lengua de todos los tiempos.
Al mismo tiempo que escribía estas tres novelas extraordinarias, con intervalos de muy pocos años, Vargas Llosa fue publicando excelentes monografías sobre otros escritores. La primera es un extenso estudio sobre García Márquez y su obra, que tuvo origen en su tesis doctoral en la Universidad de Londres. Historia de un deicidio, publicada en 1971 (y nunca más reeditada hasta fecha muy reciente, en sus Obras Completas, a causa de su triste trifulca con el escritor colombiano).
Todavía hoy este largo ensayo sigue siendo una de las mejores introducciones al autor de Cien años de soledad, y una muestra indudable de inmensa generosidad por parte de un colega casi coetáneo, al principio de su carrera, con lo celosos y egoístas que suelen ser los escritores. Vinieron después libros sobre Flaubert y Madame Bovary, sobre Sartre y Camus, sobre Arguedas, sobre la novela moderna (La verdad de las mentiras), sobre Los miserables de Victor Hugo, hasta el muy reciente estudio de la obra de Juan Carlos Onetti (El viaje a la ficción, 2008).
El fuego de la obra de Vargas Llosa y su personalidad arrasadora tienen que ver con varios factores. Ante todo una fe inquebrantable en la literatura, la cual le ha permitido una fidelidad a su oficio que muy pocos poseen con tanta fuerza y constancia. A esto se une la confianza, también ciega, en que esta actividad de la fantasía humana, la literatura, es útil e importante para el mundo. Y, por último, la seguridad sin fisuras que tiene de pensarse a sí mismo como un gran escritor. Alguien dijo que para ser genio hay que creérselo (y Vargas Llosa se lo cree, como muchos otros), pero además, y sobre todo, hay que acertar (y Vargas Llosa acierta al tener esta idea de sí mismo).
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