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Columna
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La puerta de servicio

Francesc Valls

Y 32 después de aprobada la Constitución, 31 años después de que el primer Estatuto obtuviera luz verde, la puerta de servicio es la única vía que queda abierta para que se incremente el autogobierno en Cataluña. El blindaje de las competencias, el gran buque insignia estatutario, ha desaparecido del texto cribado por el Constitucional. Cualquier reglamento ministerial podrá agujerear su débil casco. Como sucedió con la línea Maginot, el blindaje se ha revelado un gran y costoso fracaso estratégico. El alto tribunal ha rebajado el grosor estatutario y con su sentencia ha reducido a ley autonómica un texto legitimado para tener calado constitucional.

En la España actual resulta imposible acometer una reforma en profundidad del edificio autonómico sin que haya movimientos tectónicos que hagan crujir la tierra y anuncien, cual trompetas del Apocalipsis, poco menos que el juicio final. El federalismo, el paso lógico que debería dar este país a casi 35 años de la transición, se antoja una suerte de quimera. Si la sentencia del Constitucional ya resulta una carga de profundidad contra el Estatuto, los votos particulares de algunos magistrados, (como la mención al Pentateuco de Rodríguez Zapata, y la impagable referencia al "vicio de inconstitucionalidad"), retrotrae a la noche más negra, a aquella que dio alas a Jaime Gil de Biedma a escribir "de todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España, porque termina mal".

"De la sentencia del Constitucional se colige que Cataluña está condenada a la lógica del trueque pujolista"

La sentencia ha acabado doctrinalmente dando la razón al pragmatismo pujolista, del poco a poco y el peix al cove. En el campo del progresismo español no hay un sólido convencimiento federal. La única manera de incrementar el autogobierno es por la puerta de servicio. Hubo 23 años de gobiernos nacionalistas en Cataluña en los que no se acometió ni por asomo una reforma estatutaria. Imperaba la lógica del trueque: apoyo político a cambio de nuevas competencias. Esa vía que el Estatuto sentenciado pretendía superar es justamente la única que ha dejado abierta el Constitucional y que el presidente Rodríguez Zapatero se aprestó a mostrar en el debate sobre el estado de la nación (única). Los pactos de Pujol con Felipe González y del Majestic con José María Aznar han sido hitos en ese camino. Es lógico: si es imposible establecer y objetivar unas reglas de intercambio, solo queda el, por otra parte lícito, mercadeo político que tanto denostan insignes jacobinos.

Han sido echados por la borda tres años de elaboración del Estatuto catalán, una aprobación por el 88% del Parlamento catalán; una mayoría absoluta favorable de las Cortes Generales y el refrendo mayoritario de la ciudadanía de Cataluña. Porque en Cataluña se pronunció sobre el Estatuto el 49% del censo, el 5% más de los ciudadanos vascos que respaldaron la Constitución (44%) y el 13% más de los andaluces que se acercaron a las urnas para refrendar su Estatuto en 2007 (36%). Ha habido un choque de legitimidades que ha acabado con la voluntad popular en la UVI. Cataluña ha sido el gran buque rompehielos de la España autonómica y se ha llevado la peor parte. De toda la aventura estatutaria y con el corolario del Constitucional se colige que la sentencia condena a la ciudadanía catalana a estar atávicamente ligada a un gobierno posibilista que siga la senda histórica de los años pasados de Convergència i Unió. Tanto al PSOE como al PP les es útil pensar que este es el estado natural de la ciudadanía periférica, quizá porque les conviene para sus operaciones de aritmética parlamentaria.

Está por ver cuál será la hoja de ruta de la nueva CiU, ahora sin Pujol, si como todo indica obtiene una holgada mayoría en las elecciones de otoño. Habrá que ver si toma derroteros decididamente soberanistas o, por el contrario, se limita a conjugar un florido verbo nacionalista con ese pragmatismo político que históricamente ha manejado con maestría. Es verdad que el lenguaje de Convergència tiene acentos que rayan en el independentismo, pero también lo es que nunca había pasado por el purgatorio de la oposición.

A menos que un mantenimiento de la euforia independentista -tras la manifestación del pasado día 10 de julio- provoque un desplazamiento del centro de gravedad política y obligue a los partidos a resituarse, la sociedad catalana y la española, en general, volverán irremediablemente al imperio del valor de cambio.

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