De vinos
Ya lo cantaba Bob Dylan hace algunas décadas: "Los tiempos están cambiando". Si antaño bastaban unas mínimas nociones de cine, literatura, música y fútbol para salir airoso de cualquier compromiso social, ahora quien no demuestre unos ciertos conocimientos de vinos, gastronomía, o deportes como la Fórmula 1 o el golf, corre serio peligro de quedar como un palurdo. Quizá por ello, el enoturismo está de moda y cada vez más personas acuden a visitar bodegas y a realizar cursos de cata. Consumir caldos de calidad durante el poteo se ha convertido en un signo de distinción social, a pesar de que en muchos lugares de Euskadi la copa de crianza no baja del euro y medio.
Paradójicamente, España cuenta con tales excedentes vinícolas que ha sido preciso retirar del mercado dos millones de hectolitros para que el hundimiento de los precios en algunas zonas no alcance dimensiones apocalípticas. También en la DOC Rioja la baja cotización de la uva arroja negros nubarrones sobre el futuro del sector.
Y, sin embargo, el frecuentar bodegas ha llegado a ser algo tan común como contemplar catedrales. A fin de cuentas, el precio de la entrada (unos seis euros) suele ser similar y, por lo menos, al final de la visita nos obsequian con una degustación de vino (eso sí, sin consagrar). Además, desde que las grandes marcas decidieron recurrir a los servicios de arquitectos de renombre (Gehry, Calatrava, Zaha Hadid, etcétera), acudir a estos modernos templos de Baco no deja de tener su componente cultural y artístico.
En la visita a una bodega siempre se repite la misma liturgia. La inevitable exhibición de la mesa de selección, los enormes depósitos de acero inoxidable con camisas de refrigeración para la elaboración de los caldos, las barricas de roble francés o americano, los jaulones metálicos y la parada final en la tienda. Nunca falta el simpático turista incapaz de entender cómo se elabora el rosado o qué diferencia a un crianza de un reserva. También es habitual el enófilo ávido de conocer cuáles han sido las mejores cosechas de la década.
El momento culminante de la visita es la minicata con la que concluye la misma. Aprendemos que el vino no es tinto, sino picota, rubí o teja, y que entre sus aromas nos podemos encontrar con productos tan sorprendentes como el pimiento verde, el sugus de piña o la caja de puros. ¡Quién lo hubiera dicho!
De vuelta al pueblo, impresionaremos a nuestros amigos con todo lo aprendido. Olfatearemos la copa con maestría y repetiremos los tres o cuatro términos que fuimos capaces de retener: afrutado, límpido, bien estructurado, largo en boca, etcétera. Al final, aunque, como casi siempre, con varios años de retraso, tendemos a reproducir lo que ya en 1957 expresó Roland Barthes en sus Mitologías: "La sociedad designa como enfermo, defectuoso o vicioso a cualquiera que no crea en el vino". Visitar bodegas es un buen modo de empezar a creer.
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