El rostro del asesino
Los crímenes contra la humanidad no prescriben nunca. Los ejecutara Franco, o fuera el responsable Milosevic. O Pinochet. Tampoco prescribe la cara de asesino que asomó Radovan Karadzic en su reaparición ante el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia. No prescribe el dolor de las víctimas, no caduca el recuerdo de las pérdidas, no se siembran mejores flores en el terreno violado. No prescriben las conciencias.
Sin embargo, mientras transcurran los quince días que separan mi escritura de la publicación de este artículo, y en adelante si es necesario, no dejaré de temer que la justicia internacional haya prescrito, caducado. Que sea burlada una vez más, y que Karadzic se libre de lo que le corresponde, acudiendo a un formulismo legal o simplemente esgrimiendo la justeza de su guerra santa contra los "extremistas islamistas". ¡Habla de radicalismo refiriéndose a los musulmanes bosnios, este canalla! Hay que tener su jeta -resultado de la malsana fusión del nacionalismo con la psiquiatría- para afirmar que, a principios de los noventa, una década antes del 11-S, él nos estaba defendiendo del terrorismo de sello musulmán.
"Enciérrenlo. Pónganle delante un espejo, y nada más. Ni libros, ni visitas"
En la Europa que corre hacia la culpabilización del otro, en esta Unión Europea en donde las leyes de extranjería o de inmigración se van escorando hacia el pasado y el populismo es un caballo loco que caga en los mejores palacios de Gobierno, díganme si vamos a olvidar que los musulmanes bosnios son europeos de pleno derecho. Karadzic, con Sarajevo y Sbrenica en su petate sangriento, ahora resulta que nos favoreció.
Enciérrenlo. pónganle delante un espejo, y nada más. Ni libros, ni amigos, ni visitas, ni pacientes. Sobre todo, nada de pacientes mentales. Nada de banderas, nada de himnos, nada de cruces ortodoxas. Nada de nada. Nada de curas. Nada de perdón. Carezco de compasión para esta clase de alimañas, para los asesinos múltiples de múltiplo. Puedo aceptar un crimen cometido a sangre caliente, puedo admitir que un culpable se redima y recupere sus derechos. Nunca para esta clase de excrementos. Que se pudran delante de un espejo.
Franco, el salvador, también pertenecía a esta calaña astuta y mesiánica. Pero nunca logramos sentarle en un banquillo. Consiguió el favor de las potencias occidentales porque les ofrecía mantener a raya el comunismo. Así ha sido siempre: las naciones aliadas tardaron mucho en reconocer a los nazis como el azote sanguinario que resultaron ser: ah, por Dios, pero si nos defienden de los comunistas. Por la cabeza de un enemigo u otro, cuántas atrocidades no se han permitido. Ahora les toca a los musulmanes. Y se da carta blanca, se mira hacia otro sitio -como se hace con Israel en Cisjordania, en Gaza: esos guetos creados por judíos-, se adopta la actitud pragmática, tan cínicamente aclamada internacionalmente, que nunca tiene que ver con la ética. Se hace lo que conviene.
Dos semanas después de que el rostro de Karadzic haya devuelto desde el banquillo algo de dignidad a las víctimas, por el hecho de estar sentado ahí, y no libre y pimpante, disfrazado de Doctor Tisanas; quince días tras su reaparición en La Haya, díganme ustedes, porque yo ahora no lo sé, si existe alguna esperanza de que su culpa sea expuesta, de que los supervivientes reciban algo de justicia.
La Unión Europea que lanzó su orden de busca y captura ya no existe apenas. Ni siquiera somos como en 2008, cuando fue detenido en Belgrado, vestido de consejero espiritual de los Beatles en sus peores horas. Queda de nosotros aquello a que nos hemos visto reducidos. Sufrimos por el euro más que por la honra. Y no existe absolutamente ningún canal de comunicación entre los ciudadanos de la UE y sus dirigentes.
No pido que le cuelguen como a Sadam Husein, porque no soy violenta ni partidaria de la pena de muerte. Pero, dado que él la aplicó tantas veces en nombre de una causa noble y sagrada, de una patria grande y de su lucha contra el extremismo islámico, no estaría mal que al menos le dejáramos en un agujero, para que, lentamente, vaya reconociéndose en la locura.
Una cosa a favor de que le condenen por fin es que el juez Baltasar Garzón no intervino en su detención. Vamos, creo. ¿O habrá prevaricado el Tribunal de La Haya?
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